A Anna
INTRODUCCIÓN
EL PODER SUPREMO
Cada cual tiene su suerte en las manos, como un escultor la materia que convertirá en figura. Pero con ese tipo de actividad artística es igual que con los demás: nacimos apenas con la capacidad de realizarla. La habilidad para hacer de ese material lo que queramos debe aprenderse y cultivarse atentamente.
–JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
Existe una forma de poder e inteligencia que representa el punto más alto del potencial humano. Es la fuente de los mayores logros y descubrimientos de la historia. Es una inteligencia que no se enseña en las escuelas ni los profesores analizan, pero de la que, en algún momento, casi todos hemos tenido destellos en nuestra experiencia. Esa forma de inteligencia suele llegar a nosotros en un periodo de tensión: un plazo por vencerse, la necesidad apremiante de resolver un problema, una crisis de uno u otro tipo. O bien, puede ser resultado del trabajo incesante en un proyecto. En un caso u otro, presionados por las circunstancias, nos sentimos inusualmente vigorosos y concentrados. Nuestra mente se sumerge por completo en la tarea a la vista. Esta concentración intensa despierta todo tipo de ideas, las cuales se nos presentan mientras dormimos, de la nada, como surgidas del inconsciente. En momentos así, los demás parecen menos reacios a nuestra influencia; tal vez les prestamos más atención, o parecemos tener un poder especial que les inspira respeto. Quizá normalmente experimentamos la vida de modo pasivo, reaccionando sin cesar a este o aquel incidente, pero en esos días o semanas sentimos que podemos determinar los acontecimientos y hacer que sucedan cosas.
Este poder podría expresarse de la siguiente manera: la mayor parte del tiempo estamos inmersos en un mundo interior, de sueños, deseos y obsesiones. Pero en aquel periodo de creatividad excepcional, la necesidad nos empuja a hacer algo con efectos prácticos. Nos obligamos a salir de nuestra cámara interna de pensamientos habituales y a enlazarnos con el mundo, los demás, la realidad. En vez de ir de acá para allá en un estado de distracción perpetua, nuestra mente se concentra y penetra la médula de algo real. En esos momentos es como si nuestra mente –volcada al exterior– se anegara en la luz del mundo que nos rodea, y como si, expuestos de súbito a nuevos detalles e ideas, fuéramos más inspirados y creativos.
Una vez vencido el plazo o superada la crisis, esa sensación de poder y creatividad acrecentada suele desaparecer. Volvemos entonces a nuestro estado de distracción y la impresión de control se esfuma. ¡Si pudiéramos producir esa sensación, o mantenerla viva más tiempo…! Pero parece misteriosa y elusiva.
El problema es que esa forma de poder e inteligencia es ignorada como objeto de estudio, o está rodeada de toda clase de mitos y falsedades, lo cual no hace sino contribuir a su misterio. Imaginamos que la creatividad y la destreza salen de la nada, y son fruto del talento natural, o del buen humor, o de la correcta alineación de las estrellas. Nos sería muy útil esclarecer este misterio: poner nombre a esa sensación de poder, examinar sus raíces, definir el tipo de inteligencia que conduce a ella y entender cómo puede producirse y conservarse.
Llamemos a esa sensación maestría: la impresión de que tenemos un mayor dominio de la realidad, los demás y nosotros mismos. Aunque esto podría ser algo que experimentemos un breve momento, para otros individuos –maestros en su campo– es un modo de vida, su manera de ver el mundo. Entre ellos se cuentan Leonardo da Vinci, Napoleón Bonaparte, Charles Darwin, Thomas Edison, Martha Graham y muchos más. Y en la raíz de este poder está un procedimiento sencillo que desemboca en la maestría, el cual se halla a disposición de todos nosotros.
Ese procedimiento puede ilustrarse de este modo: supongamos que vamos a aprender a tocar el piano, o que tenemos un nuevo trabajo en el que debemos adquirir ciertas habilidades. Al principio somos extraños. Nuestras impresiones iniciales del piano o sitio de trabajo se basan en prejuicios, y suelen contener un elemento de miedo. Cuando emprendemos nuestro estudio del piano, el teclado parece más bien intimidatorio; no entendemos la relación entre las teclas, los acordes, los pedales y todo lo demás que interviene en la creación de música. En la situación de un trabajo nuevo, desconocemos las relaciones de poder entre la gente, la psicología de nuestro jefe, las reglas y métodos considerados decisivos para el éxito. Nos confundimos; los conocimientos que necesitamos están en ambos casos fuera de nuestro alcance.
Aunque quizá enfrentemos estas situaciones novedosas con la emoción de lo que aprenderemos o haremos con nuestras nuevas habilidades, pronto nos percatamos de la ardua labor que nos espera. El gran peligro es que cedamos al aburrimiento, la impaciencia, el miedo y la confusión. Dejamos de observar y aprender. El proceso se interrumpe.
Si, por el contrario, controlamos esas emociones y dejamos que el tiempo siga su curso, algo extraordinario empieza a cobrar forma. A medida que observamos y seguimos el ejemplo de los demás todo se aclara, porque aprendemos las reglas y vemos cómo las cosas operan y embonan entre sí. Si continuamos practicando, adquirimos fluidez; el dominio de las habilidades básicas nos permite aceptar retos nuevos y más emocionantes. Comenzamos a advertir entonces relaciones antes invisibles para nosotros. Poco a poco obtenemos seguridad en nuestra aptitud para resolver problemas o subsanar debilidades mediante la persistencia.
En cierto momento pasamos de estudiantes a profesionales. Ponemos a prueba nuestras ideas, obteniendo con ello una realimentación valiosa. Usamos nuestro mayor conocimiento en formas cada vez más creativas. En vez de limitarnos a aprender cómo los demás hacen las cosas, ponemos en juego nuestro estilo e individualidad.
Con el paso del tiempo, y en tanto seamos fieles al procedimiento, otro salto tiene lugar: a la maestría. El teclado ya no nos es ajeno; lo interiorizamos hasta volverlo parte de nuestro sistema nervioso, de las yemas de nuestros dedos. En nuestro trabajo, somos sensibles ya a la dinámica del grupo, al estado de las actividades en marcha. Podemos aplicar esta sensibilidad a situaciones sociales, analizando mejor a la gente y previendo sus reacciones. Podemos tomar decisiones rápidas y muy creativas. Nos llegan ideas. Hemos aprendido tan bien las reglas que podemos ser ya quienes las rompen o rescriben.
En el procedimiento que conduce a esta forma suprema de poder podemos identificar tres fases o niveles. El primero es el aprendizaje del oficio; el segundo, la fase creativa-activa; el tercero, la maestría. En la primera fase, estamos fuera de nuestro campo, aprendiendo cuanto podemos de los elementos y reglas básicos. Sólo tenemos una in parcial del campo, así que nuestras facultades son limitadas. En la segunda fase, gracias a la práctica e inmersión intensas nos asomamos al interior de la maquinaria para ver las relaciones de las cosas entre sí, lo que nos permite entender mejor el asunto en cuestión. Con esto llega un nuevo poder: la capacidad de hacer experimentos con los elementos implicados y jugar creativamente con ellos. En la tercera fase, nuestro grado de conocimiento, experiencia y concentración es tan profundo que vemos ya el cuadro completo con toda claridad. Tenemos acceso al corazón de la vida: la naturaleza humana y los fenómenos naturales. Por eso las obras de arte de los maestros nos tocan en lo más hondo: el artista ha captado un fragmento de la esencia de la realidad. Por eso los científicos geniales pueden descubrir una nueva ley de la física, y los inventores o emprendedores dar con algo que nadie ha imaginado nunca.
Podríamos llamar intuición a este poder, pero la intuición es apenas una aprehensión repentina e inmediata de lo real, sin necesidad de palabras ni fórmulas. Palabras y fórmulas pueden llegar después, pero ese rayo de la intuición es lo que nos acerca en definitiva a la realidad, cuando nuestra mente es repentinamente iluminada por una partícula de la verdad antes oculta para nosotros y los demás.
Un animal tiene capacidad para aprender, pero depende en gran medida de sus instintos para relacionarse con sus circunstancias y evitar el peligro. Gracias a sus instintos, puede actuar con rapidez y eficacia. En cambio, los seres humanos confiamos en el pensamiento y la razón para conocer nuestro entorno. Pero esta razón puede ser lenta, y en su lentitud volverse inútil. Así, muchos de nuestros procesos mentales internos tienden, por obsesivos, a desconectarnos del mundo. En el nivel de la maestría, las facultades intuitivas son una mezcla de lo instintivo y lo racional, lo consciente y lo inconsciente, lo humano y lo animal. Ésta es nuestra forma de hacer asociaciones súbitas y eficaces con el entorno, para sentir o pensar las cosas por dentro. De niños tuvimos algo de esa espontaneidad y facultad intuitiva, la cual suele ser expulsada por la información que recarga nuestra mente al paso del tiempo. Los maestros regresan a ese estado infantil, y sus obras exhiben cierto grado de espontaneidad y acceso a lo inconsciente, aunque en un nivel muy superior al del niño.
Si seguimos el procedimiento que conduce a este punto final, activamos la facultad intuitiva latente en todo cerebro humano, que quizá hemos experimentado de paso al trabajar con ahínco en un problema o proyecto. De hecho, en la vida solemos tener atisbos de este poder cuando, por ejemplo, tenemos un presentimiento sobre una situación particular, o cuando nos llega de la nada la solución perfecta a un problema. Pero estos momentos son efímeros y no se basan en experiencia suficiente para ser repetibles. Cuando alcanzamos la maestría, la intuición es un poder a nuestro mando, el fruto de haber seguido el proceso completo. Y como el mundo premia la creatividad y la aptitud para descubrir nuevos aspectos de la realidad, también nos brinda un poder práctico enorme.
Concibe la maestría de esta manera: a lo largo de la historia, hombres y mujeres se han visto atrapados por las limitaciones de su conciencia, por su falta de contacto con la realidad y la facultad para influir en el mundo que los rodea. Han buscado todo tipo de atajos a esa mayor conciencia y sensación de control, en forma de rituales mágicos, trances, conjuros y drogas. Han consagrado su vida a la alquimia, en busca de la piedra filosofal, la escurridiza sustancia que convertiría todo en oro.
Esta ansia por el atajo mágico ha sobrevivido hasta nuestros días bajo la forma de simples fórmulas de éxito, antiguos secretos finalmente revelados según los cuales un mero cambio de actitud atraerá la energía indicada. Hay algo de verdad y sentido práctico en esos afanes; por ejemplo, en el énfasis en la magia antes que en la concentración profunda. Pero, al final, todas esas búsquedas giran en torno a algo que no existe: el camino fácil al poder práctico, la solución simple y rápida, El Dorado de la mente.
Al mismo tiempo que se pierden en esas fantasías interminables, muchas personas ignoran el verdadero poder que poseen. Y a diferencia de las fórmulas mágicas o simplistas, los efectos materiales de este poder pueden verse en la historia: en los grandes inventos y descubrimientos, construcciones y obras de arte majestuosas, la destreza tecnológica que poseemos, todas las producciones de la mente magistral. Este poder brinda a quien lo posee la conexión con la realidad y la aptitud para cambiar el mundo con que los místicos y magos del pasado sólo pudieron soñar.
Al paso de los siglos, la gente ha levantado una barrera en torno a la maestría. La ha llamado “genio” y la ha creído inaccesible. La ha visto como resultado de privilegios, talento innato o la alineación correcta de las estrellas. La ha hecho parecer tan elusiva como la magia. Pero esa barrera es imaginaria. El verdadero secreto es éste: nuestro cerebro es producto de seis millones de años de desarrollo y, más que nada, esta evolución buscó llevarnos a la maestría, el poder latente en todos nosotros.
EVOLUCIÓN DE LA MAESTRÍA
Durante tres millones de años fuimos cazadores-recolectores; y gracias a las presiones evolutivas de ese modo de vida, con el tiempo surgió un cerebro sumamente adaptable y creativo. Hoy nos valemos de ese cerebro de los cazadores-recolectores presente en nuestra cabeza.
–RICHARD LEAKEY
En la actualidad nos cuesta trabajo imaginarlo, pero nuestros más antiguos antepasados humanos, quienes hace seis millones de años se aventuraban en las praderas del África oriental, eran criaturas muy débiles y vulnerables. Medían menos de metro y medio de estatura. Caminaban erguidos y corrían usando las piernas, aunque para nada tan rápido como los veloces cuadrúpedos predadores que los perseguían. Eran escuálidos; sus brazos no podían brindarles mucha defensa. No tenían garras, colmillos ni veneno a los que recurrir bajo ataque. Para recolectar frutas, nueces e insectos, o hurgar en pos de carne de animales muertos tenían que salir a la sabana a descubierto, donde eran presa fácil de leopardos o manadas de hienas. Así, débiles y reducidos en número, habrían podido extinguirse fácilmente.
Pero en el espacio de unos cuantos millones de años (periodo muy corto en la escala temporal de la evolución), esos antepasados nuestros, físicamente insignificantes, se convirtieron en los cazadores más formidables del planeta. ¿Cómo explicar un cambio tan milagroso? Algunos han especulado que todo se debió a que esos seres se irguieron sobre sus piernas, lo que dejó sus manos en libertad de hacer herramientas, gracias a sus pulgares opuestos y agarre de precisión. Pero esas explicaciones físicas son inexactas. Nuestro predominio, nuestra maestría no se deriva de las manos, sino de nuestro cerebro; de que hayamos hecho de nuestra mente el instrumento más poderoso conocido en la naturaleza, mucho más eficaz que cualquier garra. Y en la raíz de esta transformación mental están dos simples rasgos biológicos, el visual y el social, que los seres humanos primitivos convirtieron en poder.
Nuestros antepasados más remotos descendían de primates que por millones de años prosperaron en las copas de los árboles, desarrollando por eso mismo uno de los sistemas visuales más notables de la naturaleza. Para moverse con rapidez y eficiencia en ese mundo perfeccionaron una refinada coordinación ojo-músculo. Sus ojos fueron ocupando poco a poco una posición completamente frontal en la cara, lo que les proporcionó una visión binocular, estereoscópica. Este sistema ofrece al cerebro una perspectiva tridimensional muy precisa, pese a ser estrecha. Los animales que poseen esta visión –en oposición a ojos de lado o medio lado– suelen ser predadores eficientes, como los búhos y los gatos. Usan esta vista poderosa para ubicar a su presa a la distancia. Los primates de los árboles desarrollaron esta visión con otro propósito: desplazarse entre las ramas y ver frutas, moras e insectos con más eficacia. Llevaron asimismo a su madurez una elaborada visión en colores.
Cuando nuestros antepasados más antiguos dejaron los árboles e incursionaron a descubierto en las praderas de las sabanas, adoptaron una postura erecta. En posesión de aquel eficiente sistema visual, podían ver hasta muy lejos (jirafas y elefantes eran más altos, pero tenían los ojos de lado, lo que les procura una visión panorámica). Esto les permitía avistar en el horizonte predadores peligrosos y detectar sus movimientos aun en el crepúsculo. Dados algunos segundos o minutos, podían tramar un retiro a salvo. Al mismo tiempo, si dirigían su atención a lo inmediato, eran capaces de identificar todo tipo de detalles importantes en su entorno: huellas y señas del paso de predadores, o colores y formas de piedras por recoger para usar como herramientas.
En las copas de los árboles, esa visión eficaz surgió con fines de velocidad: ver y reaccionar rápidamente. En los pastizales a la intemperie fue al revés. Seguridad y comida dependían de la observación lenta y paciente del entorno, de la aptitud para captar detalles y saber qué podían significar. La sobrevivencia de nuestros antepasados dependía de la intensidad de su atención. Cuanto más detenida y esforzadamente miraban, mejor distinguían entre oportunidad y peligro. Si exploraban con premura el horizonte, podían ver mucho más, pero esto sobrecargaba su mente de información, demasiados detalles para una visión tan aguda. El sistema visual humano no se formó para explorar, como el de la vaca, sino para la profundidad de foco.
Los animales están encerrados en un presente eterno. Pueden aprender de hechos recientes, pero lo que está ante sus ojos los distrae con facilidad. Sin prisa, a lo largo de un periodo enorme, nuestros antepasados remediaron esa debilidad animal básica. Mirando un objeto el tiempo suficiente –aun unos cuantos segundos– sin distraerse, podían desligarse un momento de sus circunstancias inmediatas. Esto les permitía advertir patrones, hacer generalizaciones y pensar por adelantado. Tenían la distancia mental necesaria para pensar y reflexionar, aun en la más pequeña escala.
Los seres humanos primitivos desarrollaron la capacidad de pensar y abstraerse como su principal ventaja en la lucha por evitar a predadores y hallar alimento. Eso los ponía en contacto con una realidad a la que los demás animales no tenían acceso. Pensar en este nivel fue el momento decisivo de la evolución: la aparición de la mente consciente y racional.
La segunda ventaja biológica es más sutil, pero igualmente eficaz en sus implicaciones. Todos los primates son en esencia criaturas sociales; pero debido a su gran vulnerabilidad en áreas descubiertas, nuestros más antiguos antepasados tenían mayor necesidad de cohesión grupal. Dependían del grupo para la observación vigilante de predadores y el acopio de alimentos. En general, esos primeros homínidos tenían más interacciones sociales que otros primates. En el curso de cientos de miles de años, dicha inteligencia social se hizo cada vez más refinada, lo que permitió a nuestros ascendientes cooperar entre sí en un alto nivel. E igual que nuestro conocimiento del entorno natural, esta inteligencia dependía de una atención y concentración profundas. Interpretar de modo incorrecto las señales sociales en un grupo muy unido podía resultar sumamente peligroso.
Gracias a la complejidad de esos dos rasgos –el visual y el social–, nuestros antepasados pudieron inventar y desarrollar, hace dos a tres millones de años, la complicada habilidad de cazar. Poco a poco se hicieron más creativos, hasta convertir en un arte esa destreza compleja. Se volvieron cazadores estacionales y se dispersaron por la masa continental eurasiática, logrando adaptarse a todo tipo de climas. En el proceso de esta rápida evolución, hace doscientos mil años su cerebro alcanzó prácticamente el tamaño del de los seres humanos modernos.
En la década de 1990, un grupo de neurocientíficos italianos descubrió algo que podría contribuir a explicar esa destreza creciente de nuestros antepasados primitivos para la caza, y algo a su vez sobre la maestría tal como existe en la actualidad. Al estudiar el cerebro de los monos hallaron que neuronas motrices particulares se activan no sólo al ejecutar un acción muy específica –como hacer palanca para obtener un cacahuate o coger un plátano–, sino también cuando los monos ven a otros realizar la misma acción. A esas neuronas se les llamó muy pronto neuronas espejo. Dicha activación neuronal significaba que los primates experimentaban una sensación similar tanto al hacer como al observar el mismo acto, lo que les permitía ponerse en el lugar de otro y percibir sus movimientos como si los efectuaran ellos mismos. Esto explicaría la aptitud de muchos primates para imitar a otros, y la notoria capacidad de los chimpancés para prever los planes y acciones de un rival. Esas neuronas, se especula, se desarrollaron a causa de la naturaleza social de la vida entre los primates.
Experimentos recientes han confirmado la existencia de esas neuronas también en los seres humanos, aunque en un nivel de refinamiento mucho mayor. Un mono o primate puede considerar una acción desde el punto de vista del que la ejecuta e imaginar sus intenciones, pero nosotros podemos llegar más lejos. Sin necesidad de señales visuales ni actos ajenos, podemos entrar en la mente de otros individuos e imaginar lo que piensan.
A nuestros antepasados, la complejidad de las neuronas espejo les permitió prever sus mutuos deseos a partir de los signos más sutiles y perfeccionar así sus habilidades sociales. Les sirvió asimismo como un componente crítico de la fabricación de herramientas; uno podía aprender a modelar una herramienta imitando las acciones de un experto. Pero, sobre todo, les dio la capacidad de pensar dentro de todo lo que les rodeaba. Luego de años de estudiar a animales particulares podían identificarse y pensar como ellos, previendo patrones de conducta y afinando su aptitud para rastrear y matar presas. Ese pensar dentro podía aplicarse también a lo inorgánico. Al producir una herramienta de piedra, forjadores expertos se sentían uno con su instrumento. La piedra o madera con que cortaban se volvía una extensión de su mano. La sentían como si fuera su carne, lo cual les brindaba más control de las herramientas mismas, tanto al hacerlas como al usarlas.
Este poder de la mente sólo podía activarse después de años de experiencia. Habiendo dominado una habilidad particular –rastrear una presa, producir una herramienta–, su aplicación era automática, así que la mente ya no tenía que concentrarse en las acciones implicadas, sino que podía fijarse en algo más elevado: lo que la presa pensaba, cómo sentir la herramienta como parte de la mano. Este pensar dentro fue una versión preverbal de la inteligencia de tercer nivel, el equivalente primitivo de la sensibilidad intuitiva de Leonardo da Vinci para la anatomía y el paisaje, o de la de Michael Faraday para el electromagnetismo. La maestría en este nivel significó que nuestros antepasados podían tomar decisiones rápida y eficazmente, tras haber obtenido un conocimiento completo de su entorno y su presa. De no haber hecho evolucionar esta facultad, la mente de nuestros ascendientes se habría abrumado fácilmente con la gran cantidad de información que debían procesar para triunfar en la caza. Desarrollaron esa facultad intuitiva cientos de miles de años antes de la invención del lenguaje, y por eso, cuando la experimentamos, tal inteligencia nos parece algo preverbal, un poder que escapa a nuestra capacidad para ponerlo en palabras.
Comprende: ese largo periodo desempeñó un papel básico y decisivo en nuestro desarrollo mental. Alteró fundamentalmente nuestra relación con el tiempo. Para los animales, el tiempo es su gran enemigo. Si son posibles presas, vagar demasiado tiempo en un espacio puede significar la muerte instantánea. Si son predadores, esperar demasiado sólo significará la fuga de la víctima. El tiempo también representa para ellos deterioro físico. En un grado considerable, nuestros antepasados cazadores invirtieron este proceso. Cuanto más tiempo dedicaban a observar algo mayor era su comprensión y conexión con la realidad. Con la experiencia, sus habilidades para la caza progresaban. Con la práctica continua, su aptitud para hacer eficaces herramientas mejoraba. El cuerpo podía desgastarse, pero la mente seguía aprendiendo y adaptándose. Usar el tiempo para tal efecto es el ingrediente esencial de la maestría.
Puede decirse, de hecho, que esta relación revolucionaria con el tiempo alteró en esencia la mente humana misma y le dio una calidad o naturaleza particular. Cuando nos damos tiempo para concentrarnos profundamente, cuando confiamos en que seguir un procedimiento de meses o años nos conducirá a la maestría operamos conforme a la naturaleza de este instrumento maravilloso, el cual se desarrolló a lo largo de muchos millones de años. Pasamos infaliblemente a niveles de inteligencia cada vez más altos. Vemos con más hondura y realismo. Practicamos y hacemos las cosas con habilidad. Aprendemos a pensar por nosotros mismos. Somos capaces de manejar situaciones complejas sin sentirnos abrumados por ellas. siguiendo este camino, nos convertimos en Homo magister, en maestros.
En la medida en que creemos que podemos omitir pasos, eludir el procedimiento, obtener poder mágicamente mediante contactos políticos o fórmulas fáciles o depender de nuestro talento innato actuamos contra esa naturaleza y anulamos nuestras facultades. Nos volvemos esclavos del tiempo: conforme éste pasa, nos hacemos más débiles, menos capaces, atrapados en un derrotero sin oportunidades de progreso. Nos volvemos prisioneros de las opiniones y temores de los demás. En vez de que la mente nos vincule con la realidad, nos desconectamos de ella y nos encerramos en una cámara mental estrecha. El ser humano que dependía de su atención concentrada para sobrevivir se vuelve ahora un animal explorador distraído, incapaz de pensar a fondo, pero también de depender de sus instintos.
Es el colmo de la tontería creer que, en el curso de tu corta vida, de tus escasas décadas de conciencia, podrás reprogramar la configuración de tu cerebro mediante la tecnología o las buenas intenciones, superando el efecto de seis millones de años de desarrollo. Ir contra la naturaleza puede ofrecer una distracción temporal, pero el tiempo exhibirá despiadadamente tu debilidad e impaciencia.
La gran salvación para todos es que hemos heredado un instrumento notablemente plástico. En el curso del tiempo, nuestros antepasados cazadores-recolectores se las arreglaron para dar al cerebro su forma actual, creando una cultura capaz de aprender, cambiar y adaptarse a las circunstancias, no presa de la marcha increíblemente lenta de la evolución natural. Como individuos modernos, nuestro cerebro tiene ese mismo poder, esa misma plasticidad. En cualquier momento podemos optar por cambiar nuestra relación con el tiempo y operar de acuerdo con la naturaleza, conociendo su existencia y poder. Con el elemento tiempo a nuestro favor podemos revertir nuestros malos hábitos y pasividad y avanzar en la escala de la inteligencia.
Concibe este cambio como un retorno a tu pasado distante y radical como ser humano, para recuperar a tus antepasados cazadores-recolectores y mantener con ellos una continuidad magnífica de forma moderna. El entorno en el que nos desenvolvemos bien puede ser otro, pero el cerebro es básicamente el mismo, y su capacidad para aprender, adaptarse y dominar el tiempo es universal.
CLAVES PARA LA MAESTRÍA
Un hombre debe aprender a detectar y mirar desde dentro esa chispa que brilla en su mente, más que el lustre del firmamento de bardos y sabios. Pero subestima sin chistar su pensamiento, porque es suyo. En cada obra de genio reconocemos ideas nuestras que hemos rechazado; ellas vuelven a nosotros con cierta majestad prestada.
–RALPH WALDO EMERSON
Si todos nacemos con prácticamente el mismo cerebro, con más o menos la misma configuración y potencial para la maestría, ¿por qué en la historia sólo un número limitado de personas parece haber sobresalido en verdad y realizado ese potencial? En un sentido práctico, ésta es sin duda la pregunta más importante que hemos de responder.
Las explicaciones comunes de un Mozart o un Leonardo da Vinci giran alrededor del talento y la capacidad natural. ¿De qué otra forma explicar sus logros asombrosos sino en términos de algo con lo que nacieron? Sin embargo, miles y miles de niños exhiben una habilidad y talento excepcional en algún campo, pero relativamente pocos de ellos llegan a algo, mientras que personas menos brillantes en su juventud tienden a alcanzar mucho más. El talento natural o un alto cociente intelectual no pueden explicar los logros futuros.
Como un ejemplo clásico, compara las vidas de sir Francis Galton y su primo, mayor que él, Charles Darwin. A decir de todos, Galton era un supergenio, con un cociente intelectual sumamente elevado, muy superior al de Darwin (según estimaciones de expertos posteriores a la invención de ese parámetro). Galton fue un joven maravilla que habría de desplegar una ilustre carrera científica, pero jamás dominó ninguno de los campos en los que incursionó. Era muy inquieto, como suelen ser los niños prodigio.
Darwin, en contraste, es celebrado con justicia como un científico de primera línea, uno de los pocos que han cambiado para siempre nuestra visión de la vida. Como admitió él mismo, era “un chico muy ordinario, más bien inferior en intelecto a la norma común. […] No poseo una mente ágil. […] Mi capacidad para seguir un razonamiento largo y puramente abstracto es muy limitada”. Sin embargo, Darwin debe haber tenido algo de lo que Galton carecía.
En muchos sentidos, una mirada a los primeros años de su vida puede ofrecer una respuesta a ese misterio. Darwin tenía de niño una gran pasión: coleccionar especímenes biológicos. Su padre, que era médico, quería que siguiera sus pasos y estudiara medicina, y lo inscribió en la Universidad de Edimburgo. Pero a Darwin no le agradaba ese campo y fue un estudiante mediocre. Su padre, desesperado porque el hijo fuera alguien, le eligió una carrera en la Iglesia. Mientras él se preparaba para esto, un antiguo profesor le contó que el navío real Beagle zarparía pronto para navegar por el mundo y que necesitaba un biólogo a bordo que acompañara a la tripulación para recolectar especímenes para llevarlos a Inglaterra. Pese a las protestas de su padre, Darwin ocupó ese puesto. Algo lo atraía a ese viaje.
De repente, su pasión como coleccionista halló una salida perfecta. En América del Sur pudo reunir la más increíble serie de especímenes, así como de fósiles y huesos. Pudo asociar con algo más amplio su interés en la variedad de la vida en el planeta: las grandes preguntas acerca del origen de las especies. Puso toda su energía en esa empresa, acumulando tal cantidad de especímenes que en su mente comenzó a tomar forma una teoría. Tras cinco años en el mar, regresó a Inglaterra y dedicó el resto de su vida a la tarea de elaborar su teoría de la evolución. En el camino tuvo que hacer frente a muchas y muy agobiantes labores, como la de dedicar ocho años al estudio exclusivo de los percebes a fin de establecer sus credenciales como biólogo. Debió desarrollar finas habilidades políticas y sociales para sortear los prejuicios contra una teoría de esa clase en la Inglaterra victoriana. Pero lo que lo sostuvo a lo largo de este prolongado proceso fue su pasión y sintonía con su tema.
Los elementos básicos de esta historia se repiten en la vida de todos los grandes maestros de la historia: una pasión o predilección de juventud, un encuentro casual que les permite descubrir cómo aplicar esa pasión y un aprendizaje en el que cobran vida gracias a su concentración y energía. Destacan por su capacidad para practicar con más ahínco y seguir más rápidamente el procedimiento de que se trate, todo lo cual se deriva de la intensidad de su deseo de aprender y de la honda afinidad que sienten con su campo de estudio. Y en el núcleo de ese gran esfuerzo está, de hecho, una cualidad genética e innata; no talento ni capacidad, que es algo que debe desarrollarse, sino una inclinación firme y profunda por un tema particular.
Esta inclinación es reflejo de la singularidad de una persona. Y esa singularidad no constituye una mera ilusión poética o filosófica: es un hecho científico que, genéticamente, cada uno de nosotros es único; nuestra composición genética exacta no ha existido nunca antes, ni se repetirá jamás. Esta singularidad se revela en nuestras preferencias innatas por actividades o temas de estudio particulares. Tales inclinaciones pueden ser por la música o las matemáticas, ciertos deportes o juegos, la resolución de problemas embrollados, la reparación y construcción de cosas o el juego con las palabras.
Quienes se distinguen por su maestría madura experimentan dichas inclinaciones más profunda y claramente que otros. Las experimentan como un llamado interior, el cual tiende a imperar en sus pensamientos y sueños. Por accidente o a través de un gran esfuerzo, hallan su camino a un oficio en el que su inclinación puede florecer. Esta intensa afinidad y ambición les permite soportar las penalidades propias del procedimiento: desconfianza en sí mismos, tediosas horas de práctica y estudio, reveses inevitables, pullas incesantes de los envidiosos. Desarrollan una seguridad y capacidad de recuperación de las que otros carecen.
En la cultura contemporánea tendemos a igualar facultades mentales e intelectuales con éxito y realización. En muchos sentidos, sin embargo, lo que separa a quienes dominan un campo de los muchos que sencillamente ejercen un empleo es una cualidad emocional. El nivel de nuestro deseo, paciencia, persistencia y seguridad termina por desempeñar en el éxito un papel mucho más importante que la posesión de facultades mentales extraordinarias. Si nos sentimos motivados y vigorizados podemos vencer casi todo. Si estamos aburridos e intranquilos nuestra mente se cierra y nos volvemos cada vez más pasivos.
En el pasado, sólo las elites o personas con un grado casi sobrehumano de dinamismo y energía podían elegir una carrera y dominarla. Un hombre nacía en el seno del ejército, o era preparado para el gobierno, seleccionado entre los miembros de la clase indicada. Que mostrara talento y deseo por ese trabajo era en gran medida una casualidad. A los millones de personas que no formaban parte de la clase social, género o grupo étnico correctos se les impedía tajantemente seguir su llamado. Y aun si querían responder a sus inclinaciones, el acceso a la información y conocimientos del campo respectivo estaba controlado por las elites. Por eso en el pasado había relativamente pocos maestros, y por eso destacaban tanto.
Esas barreras sociales y políticas, sin embargo, han desaparecido casi por completo. Ahora tenemos un acceso a información y conocimientos con el que los maestros del pasado apenas si pudieron soñar. Hoy más que nunca disponemos de la capacidad y libertad de perseguir la inclinación que poseemos como parte de nuestra singularidad genética. Ya es hora de desmitificar y bajar de su pedestal la palabra “genio”. Todos estamos más cerca de ese nivel de inteligencia de lo que creemos. (El término “genio” procede del latín, y originalmente se refería a un espíritu guardián que velaba por cada persona al nacer; más tarde acabó por designar las cualidades innatas que dotan a cada persona de un talento particular.)
Pero aunque quizá nos hallemos en un momento histórico rico en posibilidades para la maestría, en el que un número creciente de personas pueden seguir sus inclinaciones, encaramos un último obstáculo a la obtención de esa facultad, el cual es cultural e insidioso: el concepto mismo de maestría se ha denigrado, al asociársele con algo anticuado y hasta repulsivo. En general no se le ve como algo a lo que haya que aspirar. Este cambio en la valoración de la maestría es más bien reciente y puede atribuirse a circunstancias propias de nuestro tiempo.
Vivimos en un mundo que parece cada vez más allá de nuestro control. Nuestro sustento está al capricho de fuerzas globalizadas. Los problemas que enfrentamos –económicos, ambientales, etcétera– no pueden resolverse con acciones individuales. Los políticos son distantes e indiferentes a nuestros deseos. Cuando la gente se siente abrumada es natural que reaccione replegándose en varias formas de pasividad. si no probamos demasiado de la vida, si limitamos nuestro círculo de acción podemos procurarnos una ilusión de control. Cuanto menos intentemos, menos riesgo tendremos de fracasar. Si logramos convencernos de que, en rigor, no somos responsables de nuestro destino, de lo que nos sucede en la vida, nuestra aparente impotencia resulta más aceptable. Por eso ciertas explicaciones nos atraen: las de que la genética determina gran parte de lo que hacemos; somos producto de nuestra época; el individuo es un mito; la conducta humana puede reducirse a tendencias estadísticas.
Muchos llevan más lejos este cambio de valoración, dando a su pasividad un matiz positivo. Idealizan al artista que se autodestruye y pierde el control. Todo lo que huela a disciplina o esfuerzo parece opresivo o pasado de moda; lo que importa es el sentimiento detrás de la obra de arte, y todo indicio de laboriosidad o trabajo viola este principio. Tales sujetos terminan por aceptar cosas hechas sin esmero ni recursos. La idea de que es preciso hacer un gran esfuerzo para lograr lo que quieren se ha visto erosionada por la proliferación de máquinas que hacen gran parte del trabajo, lo que fomenta la idea de que ellos lo merecen todo; de que es su derecho inherente tener y consumir lo que quieran. “¿Por qué molestarse en trabajar años enteros para alcanzar maestría cuando podemos tener mucho poder con muy poco esfuerzo? La tecnología lo resolverá todo.” Esta pasividad ha asumido incluso una postura moral: “La maestría y el poder son malos, dominio de las elites patriarcales que nos oprimen; el poder es malo en sí mismo; es mejor desentenderse por completo del sistema”, o dar al menos la impresión de hacerlo.
Si no tomas precauciones, esa actitud te contagiará en formas sutiles. Inconscientemente, bajarás la mira de tus aspiraciones, lo que reducirá tu nivel de esfuerzo y disciplina por debajo del punto de eficacia. Al adecuarte a las normas sociales, escucharás a los demás antes que tu propia voz. Elegirás una profesión con base en lo que te dicen tus amigos o tus padres, o en lo que parece lucrativo. Si pierdes contacto con tu llamado interior podrás tener éxito en la vida, pero a la larga tu falta de deseo verdadero te agobiará. Tu trabajo se volverá mecánico. Acabarás viviendo para el ocio y los placeres inmediatos. Serás cada vez más pasivo y nunca pasarás de la primera fase. Podrías frustrarte y deprimirte, sin comprender jamás que la fuente de ello es tu indiferencia a tu potencial creativo.
Antes de que sea demasiado tarde, encuentra el camino de tu inclinación para explotar las increíbles oportunidades de la época en que te tocó nacer. Al conocer la importancia crucial del deseo y de tu vinculación emocional con tu trabajo, claves de la maestría, podrás poner a tu favor la pasividad de estos tiempos, convirtiéndola en motivación en dos formas importantes.
Primero, debes ver tu intento de alcanzar maestría como algo sumamente necesario y positivo. El mundo está lleno de problemas, muchos de ellos causados por nosotros mismos. Resolverlos requerirá un esfuerzo y creatividad enormes. Valernos de la genética, la tecnología, la magia o la simpatía y la espontaneidad no nos va a salvar. Necesitamos energía no sólo para hacernos cargo de los asuntos prácticos, sino también para forjar nuevas instituciones y sistemas acordes con las nuevas circunstancias. Debemos crear nuestro propio mundo o moriremos de inactividad. Tenemos que recuperar el concepto de maestría que nos definió como especie hace millones de años. Esta maestría no tiene el propósito de dominar la naturaleza o a los demás, sino de determinar nuestro destino. La actitud pasiva de tintes irónicos no es relajada ni romántica, sino patética y destructiva. Tú debes dar ejemplo de lo que un maestro es capaz de alcanzar en el mundo moderno. Tienes que contribuir a la causa más importante de todas: la sobrevivencia y prosperidad de la raza humana, en un periodo de estancamiento.
Segundo, debes convencerte de esto: la gente tiene la mente y calidad de cerebro que se merece, por sus actos en la vida. Pese a la popularidad de las explicaciones genéticas de nuestra conducta, descubrimientos neurocientíficos recientes han echado por tierra añejas creencias de que el cerebro está genéticamente determinado. Los científicos han demostrado que, por el contrario, es muy plástico: que nuestros pensamientos determinan nuestro paisaje mental. Han explorado la relación de la fuerza de voluntad con la fisiología, cuánto puede afectar la mente nuestra salud y funcionalidad. Es posible que aún estén por descubrirse muchas cosas sobre el grado en que creamos los diversos patrones de nuestra vida mediante ciertas operaciones mentales; el grado en que somos efectivamente responsables de gran parte de lo que nos sucede.
Las personas pasivas generan un paisaje mental más bien árido. Dadas las limitaciones de sus actos y experiencias, muchas conexiones de su cerebro se esfuman por falta de uso. Contra la tendencia pasiva de nuestra época, esfuérzate por ver cuán lejos puedes llegar en el control de tus circunstancias y por crear la mente que deseas, no mediante las drogas sino de la acción. Al liberar la mente magistral dentro de ti te pondrás a la vanguardia de quienes exploran los vastos territorios de la fuerza de voluntad humana.
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En muchos sentidos, pasar de un nivel de inteligencia a otro puede considerarse un ritual de transformación. Conforme avanzas, viejas ideas y perspectivas desaparecen; a medida que liberas nuevas facultades, te inicias en niveles superiores de ver el mundo. Considera Maestría como una herramienta invaluable para guiarte en ese proceso transformador. Este libro fue pensado para llevarte de niveles inferiores a superiores. Te ayudará a dar el primer paso: descubrir tu tarea en la vida, o vocación, y cómo labrar una senda que te lleve a su consumación en varios niveles. Te indicará cómo explotar al máximo tu aprendizaje: las diversas estrategias de observación y adquisición de conocimientos que más te servirán en esta fase; cómo encontrar a los mentores perfectos; cómo descifrar los códigos no escritos de la conducta política; cómo cultivar la inteligencia social y, por último, cómo reconocer que ha llegado el momento de dejar el nido del aprendizaje y valerte por ti mismo, entrando a la fase activa y creativa.
Este libro te mostrará asimismo cómo continuar el proceso de adquisición de conocimientos en un nivel más alto. Te revelará estrategias inmemoriales para la resolución creativa de problemas, a fin de que mantengas una mente fluida y adaptable. Te enseñará a acceder a capas de inteligencia inconscientes y primitivas, y a soportar las inevitables pullas de la envidia que te saldrán al paso. Te explicará las facultades de las que la maestría va a dotarte, lo que te hará apuntar hacia la interior sensación intuitiva en tu campo. Finalmente, te iniciará en una filosofía, una manera de pensar que te facilitará seguir este sendero.
Las ideas de este libro se basan en amplias investigaciones en los campos de las ciencias neurológicas y cognitivas, estudios sobre la creatividad y biografías de los grandes maestros de la historia. Entre estos últimos se cuentan Leonardo da Vinci, el maestro zen Hakuin, Benjamin Franklin, Wolfgang Amadeus Mozart, Johann Wolfgang von Goethe, el poeta John Keats, el científico Michael Faraday, Charles Darwin, Thomas Edison, Albert Einstein, Henry Ford, el escritor Marcel Proust, la bailarina Martha Graham, el inventor Buckminster Fuller, el jazzista John Coltrane y el pianista Glenn Gould.
Para aclarar cómo esta forma de inteligencia puede aplicarse al mundo moderno, también fueron entrevistados en extenso nueve maestros contemporáneos. Ellos son el neurocientífico V. S. Ramachandran; el antropólogo-lingüista Daniel Everett; el ingeniero en informática, escritor y promotor de empresas de tecnología Paul Graham; el arquitecto-ingeniero Santiago Calatrava; el exboxeador y ahora mánager Freddie Roach; la ingeniera en robótica y diseñadora de tecnología verde Yoky Matsuoka; la artista visual Teresita Fernández; la profesora de crianza animal y diseñadora industrial Temple Grandin y el piloto de caza y as de la fuerza aérea estadunidense Cesar Rodriguez.
La historia personal de estas diversas figuras contemporáneas disipa la noción de que la maestría es anticuada o elitista. Todas ellas proceden de ámbitos, clases sociales y orígenes étnicos distintos. El poder que han alcanzado es resultado evidente del esfuerzo y la adhesión a un procedimiento, no de la genética ni el privilegio. Sus casos revelan también cómo adaptar la maestría a nuestro tiempo, y el inmenso poder que esto puede otorgarnos.
La estructura de Maestría es simple. Consta de seis capítulos, que avanzan secuencialmente en el proceso descrito. El capítulo I es el punto de partida: descubrir tu llamado, tu tarea en la vida. Los capítulos II, III y IV se ocupan de diversos elementos de la fase de aprendizaje (habilidades de adquisición de conocimientos, trabajo con mentores, cultivo de la inteligencia social). El capítulo V se dedica a la fase creativa-activa, y el VI a la meta última: la maestría. Cada capítulo comienza con la historia de una figura histórica icónica que ejemplifica el concepto general del capítulo. La sección siguiente, “Claves para la maestría”, brinda un análisis preciso de la fase implicada, ideas concretas sobre cómo aplicar esos conocimientos a tus circunstancias y la mentalidad indispensable para explotar de lleno estas ideas. Luego sigue una sección en la que se detallan las estrategias de los maestros –contemporáneos y antiguos–, quienes se han servido de métodos diversos para hacer suyo el procedimiento. Estas estrategias buscan darte una noción aún más clara de la aplicación práctica de las ideas contenidas en el libro e inspirarte a seguir los pasos de los maestros demostrándote que su poder está a tu alcance.
En el caso de todos los maestros contemporáneos y de algunos antiguos, su historia continuará a lo largo de varios capítulos. Así, podría haber algunas repeticiones de información biográfica para recapitular lo ocurrido en la fase previa de su vida. El número de página entre paréntesis remitirá en estos casos a esas referencias anteriores.
Finalmente, no veas el avance por varios niveles de inteligencia como un mero proceso lineal, dirigido a una especie de destino último conocido como maestría. Toda tu vida es un aprendizaje, en el que aplicas tus habilidades de adquisición de conocimientos. Todo lo que te ocurre es una enseñanza si prestas la atención debida. La creatividad que adquieres al aprender en detalle una habilidad debe renovarse con frecuencia, forzando siempre tu mente a recuperar un estado de apertura. Aun el conocimiento de tu vocación debe revisitarse en el curso de tu vida, a medida que cambios en las circunstancias te obligan a ajustar su dirección.
Al dirigirte a la maestría acercas tu mente a la realidad y la vida misma. Todo lo vivo se halla en estado continuo de cambio y movimiento. En cuanto te sientas a descansar creyendo haber alcanzado el nivel que deseabas una parte de tu mente entra en una fase de deterioro. Pierdes una creatividad arduamente obtenida y los demás empiezan a sentirlo. Éste es un poder y una inteligencia que deben renovarse en forma permanente, de lo contrario se extinguirán.
¡No hables de talentos concedidos, innatos! Sería posible mencionar a toda clase de grandes hombres muy poco dotados. Adquirieron grandeza, se volvieron “genios” (como solemos decirlo) gracias a cualidades de cuya falta nadie se vanagloriaría: todos poseían la seriedad del trabajador eficiente que aprende a armar las partes antes de aventurarse a formar un todo grandioso; y se dieron tiempo para ello porque disfrutaban más de hacer bien las pequeñas cosas secundarias que del efecto de un conjunto deslumbrante.
–FRIEDRICH NIETZSCHE
I DESCUBRE TU
LLAMADO: TU TAREA
EN LA VIDA
Posees una fuerza interior que te guía a tu tarea
en la vida: lo que estás destinado a cumplir en el
tiempo de tu existencia. En la infancia esta fuer-
za era clara para ti. Te dirigía a actividades y
temas acordes con tus inclinaciones naturales,
que despertaban una curiosidad honda y pri-
maria. En años posteriores, esa fuerza tiende
a aparecer y desaparecer a medida que ha-
ces más caso a tus padres y compañeros, a
las ansiedades diarias que te desgastan.
Ésa puede ser la fuente de tu infelicidad:
tu falta de contacto con lo que eres y lo
que te vuelve único. El primer paso a
la maestría siempre es interno: saber
quién eres y recuperar esa fuerza in-
nata. Una vez resuelto esto, halla-
rás tu profesión y todo lo demás
se aclarará. Nunca es demasiado
tarde para iniciar este proceso.
LA FUERZA OCULTA
A fines de abril de 1519, luego de meses de enfermedad, el pintor Leonardo da Vinci estaba seguro de que la muerte tocaría a su puerta en cuestión de días. En los dos últimos años, él había vivido en el castillo de Cloux, en Francia, como huésped personal del rey de Francia, Francisco I. El rey lo había colmado de dinero y honores por considerarlo la viva encarnación del Renacimiento italiano, que él había querido importar a Francia. Da Vinci había sido de gran utilidad para el monarca, aconsejándolo en todo tipo de asuntos importantes. Pero ahora, a los sesenta y siete años de edad, su vida se acercaba a su fin y sus pensamientos se volcaban a otras cosas. Hizo su testamento, recibió los santos óleos en la iglesia y regresó a la cama esperando el final.
Ahí tendido lo visitaron varios de sus amigos, incluido el rey, quienes lo notaron de ánimo especialmente reflexivo. Leonardo no era dado a hablar de sí mismo, pero ahora contaba recuerdos de su infancia y juventud, haciendo hincapié en el extraño e inverosímil curso de su vida.
Siempre había creído que cumplía un destino, y durante años lo había perseguido una pregunta particular: ¿existe una fuerza interior que hace que todos los seres vivos crezcan y se transformen? si tal fuerza existía en la naturaleza, él quería descubrirla y buscaba señales de ella en todo lo que examinaba. Era una obsesión. Ahora, en sus últimas horas, una vez que sus amigos lo habían dejado solo, es casi indudable que Leonardo aplicó esa pregunta, de una forma u otra, al misterio de su vida, buscando señales de una fuerza o destino que hubiera impulsado su desarrollo, guiándolo hasta ese momento.
Da Vinci habría comenzado su búsqueda recordando su infancia en el pueblo de Vinci, a treinta kilómetros de Florencia. Su padre, Piero da Vinci, era notario y firme miembro de la poderosa burguesía; pero como el chico había nacido fuera del matrimonio tenía prohibido asistir a la universidad y practicar cualquiera de las profesiones nobles. Su educación escolar fue mínima, así que desde niño se vio abandonado a sus propios recursos. Lo que más le gustaba era pasear por los olivares en torno a Vinci, o seguir un sendero específico que lo llevara a una parte muy diferente del paisaje: densos bosques llenos de jabalíes, cascadas sobre ríos veloces, cisnes que se deslizaban en lagos, extrañas flores silvestres que crecían junto a peñascos. La intensa variedad de la vida en esos bosques lo cautivaba.
Un día en que entró a hurtadillas a la oficina de su padre tomó unas hojas de papel, mercancía más bien rara en esos días de la que, sin embargo, siendo notario, su padre estaba bien abastecido. Las llevó consigo en su paseo al bosque y, sentándose en una roca, se puso a hacer bocetos de los diversos paisajes a su alrededor. Regresó un día tras otro a hacer lo mismo; aun si había mal tiempo, se sentaba bajo algún refugio y dibujaba. No tenía maestros, ni cuadros que admirar; todo lo hacía a partir de lo que veía, con la naturaleza como modelo. Descubrió de este modo que, al dibujar cosas, tenía que observarlas con más detenimiento y captar los detalles que les daban vida.
Una vez dibujó un lirio blanco, y al observarlo con atención, su peculiar forma le impresionó. El lirio comienza como semilla y pasa luego por varias etapas, todas las cuales Leonardo había dibujado en los últimos años. ¿Qué hace que esta planta se desarrolle a través de esas etapas y culmine en una flor magnífica, diferente de cualquier otra? Quizá posee una fuerza que la impulsa a lo largo de esas variadas transformaciones. A Leonardo le maravillaría la metamorfosis de las flores en los años por venir.
Solo en su lecho de muerte, habría recordado sus primeros años como aprendiz en el estudio del pintor florentino Andrea del Verrocchio. Se le había admitido ahí a los catorce años gracias a la extraordinaria calidad de sus dibujos. Verrocchio instruía a sus aprendices en todas las ciencias necesarias para generar las obras que se producían en su estudio: ingeniería, mecánica, química y metalurgia. Leonardo ansiaba aprender todas esas habilidades, pero pronto descubrió algo en sí mismo: no podía hacer sencillamente lo que se le encargara; debía convertirlo en algo propio, inventar en vez de imitar al maestro.
Un vez, como parte de su labor en el estudio, se le pidió pintar un ángel en una amplia escena bíblica diseñada por Verrocchio. Decidió entonces hacer que su parte de la escena cobrara vida a su propia manera. En primer plano, frente al ángel, pintó un arriate; pero en lugar de las usuales versiones generalizadas de plantas, representó los especímenes florales que había estudiado tan detalladamente de niño, con una suerte de rigor científico que nadie había visto hasta entonces. En cuanto al rostro del ángel, experimentó con sus pinturas y produjo una nueva mezcla que dotó al ángel de un suave destello, el cual expresaba su ánimo sublime. (Para captar este ánimo, Leonardo pasó tiempo en la iglesia local observando a los fieles en devota oración, y la expresión de un joven le sirvió de modelo para el ángel.) Por último, resolvió ser el primer artista en crear alas realistas de ángeles.
Con este propósito, fue al mercado y compró varias aves. Dedicó horas enteras a hacer bocetos de sus alas, la forma exacta en que se fundían en su cuerpo. Quería crear la sensación de que las alas habían surgido naturalmente de los hombros del ángel y le permitirían volar. Pero, como de costumbre, no se detuvo ahí. Al terminar su labor, se obsesionó con las aves y en su mente se gestó entonces la idea de que quizá un ser humano podría volar si él era capaz de deducir la ciencia detrás del vuelo de un ave. A partir de esa fecha, dedicaba varias horas a la semana a leer y estudiar todo lo que podía sobre pájaros. Así era como operaba naturalmente su inteligencia: una idea originaba otra.
Da Vinci habrá rememorado sin duda la peor época de su vida: el año 1481. El papa pidió entonces a Lorenzo de Medici que le recomendara a los mejores pintores de Florencia para decorar el templo que acababa de construir, la Capilla Sixtina. Medici cumplió enviando a Roma a los mejores artistas florentinos menos a Da Vinci, a quien no apreciaba. Medici era del tipo literario, empapado en los clásicos. Leonardo no sabía leer latín y tenía escaso conocimiento de los antiguos; poseía por naturaleza una inclinación más científica. Pero en la raíz de su resentimiento por ese desaire había algo más: había terminado por aborrecer la dependencia impuesta a los artistas para obtener el favor real y vivir de un encargo tras otro. Se había cansado de Florencia y de la política cortesana que reinaba ahí.
Tomó así una decisión que cambiaría por entero su vida: establecerse en Milán e idear una nueva estrategia para su sustento. Sería algo más que pintor. Ejercería todos los oficios y ciencias que le interesaban: arquitectura, ingeniería militar, hidráulica, anatomía, escultura. Si un príncipe o patrono requería sus servicios, podría fungir como consejero y artista general a cambio de una generosa remuneración. Su mente, decidió, trabajaba mejor cuando se ocupaba de varios proyectos al mismo tiempo, porque esto le permitía establecer toda clase de asociaciones entre ellos.
Para proseguir con su examen de conciencia, Da Vinci habría recordado el gran encargo que aceptó en esa nueva fase de su vida: una enorme estatua ecuestre de bronce de Francesco Sforza, padre del entonces duque de Milán. El reto era irresistible para él. Aquella estatua sería de una escala no vista desde los días de la antigua Roma, y fundir en bronce una pieza tan grande implicaría una hazaña de ingeniería que habría desanimado a todos los artistas de su tiempo. Trabajó durante meses en el diseño de esta obra y para ponerla a prueba elaboró una réplica en arcilla, que exhibió en la plaza principal de Milán. La obra era gigantesca, equivalente a un edificio de gran tamaño. Las multitudes que se congregaron a admirarla quedaban impresionadas: sus dimensiones, la impetuosa posición del caballo capturada por el artista, su aspecto aterrador. Por toda Italia corrió la voz de esta maravilla, y la gente esperaba con ansia su realización en bronce. Con este fin, Da Vinci inventó un método de fundición totalmente nuevo. En vez de dividir en secciones el molde del caballo lo haría de una sola pieza (empleando una inusual mezcla de materiales preparada por él mismo), que fundiría como un todo, lo que daría al caballo una apariencia mucho más orgánica y natural.
Pero meses después estalló la guerra y el duque necesitó todo el bronce del que podía echar mano para la artillería. Finalmente, la estatua de arcilla fue desmontada y el caballo no se produjo nunca. Otros artistas se burlaron de la insensatez de Leonardo; había tardado tanto en encontrar la solución perfecta que, naturalmente, los hechos habían conspirado en su contra. Una vez el propio Miguel Ángel se mofó de él: “Hiciste un modelo de un caballo que nunca pudiste fundir en bronce y al que, para tu vergüenza, renunciaste, ¿y el torpe pueblo de Milán tuvo fe en ti?”. Para entonces, sin embargo, él ya se había acostumbrado a insultos sobre su lentitud para trabajar y lo cierto es que no lamentó nada de aquella experiencia. Le había permitido poner a prueba sus ideas sobre cómo diseñar proyectos a gran escala y aplicaría en otra cosa esos conocimientos. Además, el producto terminado no le importaba mucho; lo que siempre le había emocionado era la búsqueda y el procedimiento para crear algo.
Reflexionando en su vida de esta manera habría detectado claramente la operación de una especie de fuerza oculta en él. De niño, esa fuerza lo había atraído a la parte más silvestre del paisaje, donde pudo observar la variedad más intensa y considerable de la vida. Esta misma fuerza lo había impulsado a robar papel a su padre y dedicar su tiempo a hacer bocetos. Más tarde lo empujó a experimentar cuando trabajaba para Verrocchio. Lo alejó de las cortes de Florencia y el ego inseguro que florecía entre los artistas. Lo lanzó a la intrepidez extrema –esculturas gigantescas, el intento de volar, la disección de cientos de cadáveres para sus estudios anatómicos–, todo para descubrir la esencia misma de la vida.
Vista desde esta perspectiva, su existencia toda tenía sentido. De hecho, era una bendición que hubiese nacido ilegítimo, pues le había permitido desarrollar su estilo propio. Aun el papel en su casa parecía indicar un destino. ¿Y si se hubiera rebelado contra esa fuerza? ¿Y si, tras el rechazo de la Capilla Sixtina, hubiera insistido en ir a Roma con los demás para ganarse a toda costa el favor del papa en vez de buscar su propio camino? Habría podido hacerlo. ¿Y si se hubiera dedicado principalmente a pintar, para ganarse de mejor manera la vida? ¿Y si hubiera sido como los otros, terminando sus obras lo más rápido posible? Le habría ido bien, pero no hubiera sido Leonardo da Vinci. Su vida habría carecido del propósito que tenía e inevitablemente las cosas habrían marchado mal.
Esta fuerza oculta en él, como la del lirio que bocetó tantos años antes, había derivado en el pleno florecimiento de sus capacidades. Da Vinci había seguido fielmente su guía hasta el final y, habiendo completado su curso, era hora de morir. Quizá en ese momento regresaron a él estas palabras, escritas años atrás en su libreta: “Así como un día rebosante trae consigo dulces sueños, una vida bien empleada procura una muerte dulce”.
CLAVES PARA LA MAESTRÍA
Entre sus varios seres posibles, cada hombre siempre encuentra uno que es su ser genuino y auténtico. La voz que lo llama a ese ser auténtico es lo que denominamos “vocación”. Pero la mayoría de los hombres se dedican a silenciar esa voz de la vocación y negarse a oírla. Consiguen hacer ruido en ellos […] para distraer su atención a fin de no escucharla; y se defraudan sustituyendo su ser genuino por un falso curso de vida.
–JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Muchos de los principales maestros de la historia han confesado haber experimentado una especie de fuerza, voz o destino que los guiaba. En el caso de Napoleón Bonaparte, fue su “estrella”, que siempre sentía en ascenso cuando tomaba la decisión correcta. Para Sócrates era su daemon, una voz que oía, tal vez de los dioses, y que le hablaba inevitablemente en términos negativos, diciéndole lo que debía evitar. Goethe también llamaba daemon a esa fuerza suya, una suerte de espíritu que habitaba en él y lo obligaba a cumplir su destino. En tiempos más modernos, Albert Einstein se refirió a una voz interior que determinaba la dirección de sus especulaciones. Todas éstas son variaciones de lo que Leonardo da Vinci experimentó mediante su sensación de destino.
Esta sensación puede ser puramente mística, más allá de toda exégesis, o adoptar la forma de alucinaciones e ilusiones. Pero hay otro modo de verla: como eminentemente real, práctica y explicable. Se le puede analizar de la siguiente manera.
Todos nacemos únicos. Esta singularidad está marcada genéticamente en nuestro ADN. Somos un fenómeno que ocurrirá una sola vez en el universo; nuestra composición genética exacta no ha tenido lugar nunca antes, ni se repetirá jamás. En todos los casos, esta singularidad se manifiesta inicialmente en la infancia mediante ciertas inclinaciones primarias. La inclinación de Da Vinci era explorar el mundo natural en torno a su pueblo y darle vida en el papel a su manera. En otros casos puede tratarse de una atracción temprana por patrones visuales, a menudo indicio de un futuro interés en las matemáticas. O podría ser una atracción por movimientos físicos o disposiciones espaciales particulares. ¿Cómo explicar esas inclinaciones? Son fuerzas dentro de nosotros que proceden de tan grandes profundidades que es imposible expresarlas con palabras. Estas fuerzas atraen hacia nosotros ciertas experiencias y nos alejan de otras. Al desplazarnos para acá y para allá, influyen en el desarrollo de nuestra mente en formas muy particulares.
Esta singularidad primaria tiene el deseo natural de afirmarse y expresarse, pero algunos la experimentan con más fuerza que otros. En el caso de los maestros, la singularidad es tan fuerte que parece poseer realidad externa propia: una fuerza, una voz, el destino. Cuando llevamos a cabo una actividad que responde a nuestras inclinaciones más hondas, quizá experimentemos un dejo de esto: la sensación de que las palabras que escribimos o los movimientos que hacemos ocurren con tal rapidez y facilidad que nos llegan de fuera. Nos sentimos literalmente “inspirados”, palabra latina que significa que algo externo alienta en nuestro interior.
Formulémoslo de este modo: cuando naces, en ti se siembra una semilla. Esta semilla es tu singularidad. Necesita crecer, transformarse y florecer en todo su potencial. Posee una energía afirmativa natural. Tu tarea en la vida es hacer florecer esa semilla, expresar tu singularidad mediante tu trabajo. Tienes un destino que cumplir. Cuanto más fuertemente lo sientas y sostengas –como fuerza, voz o en cualquier forma–, más posibilidades tendrás de cumplir tu tarea en la vida y alcanzar la maestría.
Lo que debilita esa fuerza, lo que hace que no la sientas o incluso dudes de que exista es el grado en que sucumbes a otra fuerza en la vida: las presiones sociales a adaptarte. Esta contrafuerza puede ser muy poderosa. Quieres encajar en un grupo. Inconscientemente podrías sentir que lo que te vuelve distinto es vergonzoso o desagradable. También tus padres suelen actuar como contrafuerza. Tal vez quieran orientarte a una profesión lucrativa y confortable. Si estas contrafuerzas adquieren demasiado impulso podrías perder todo contacto con tu singularidad, con lo que en verdad eres. Tus inclinaciones y deseos adoptarán como modelo los de los demás.
Esto puede ponerte en un camino muy peligroso. Terminarás eligiendo una carrera que en realidad no te sienta bien. Tu deseo e interés menguarán poco a poco y tu trabajo pagará las consecuencias. Acabarás por ver el placer y la realización como algo ajeno a tu trabajo. Tu creciente indiferencia por tu carrera hará que no prestes atención a los cambios en tu campo, con lo que te rezagarás y pagarás un precio por ello. Cuando tengas que tomar decisiones importantes, titubearás o seguirás a los demás, porque no tendrás una dirección o radar interno que te guíe. Habrás perdido contacto con tu destino perfilado al nacer.
Evita esa suerte a toda costa. El procedimiento para cumplir tu tarea en la vida y alcanzar la maestría puede comenzar, en esencia, en cualquier momento. La fuerza oculta en ti está presente siempre, lista para ser utilizada.
El procedimiento para satisfacer tu tarea en la vida consta de tres etapas: primero debes recuperar tus inclinaciones, tu sensación de singularidad. Así, el primer paso siempre es interior. Busca en el pasado señales de tu voz o fuerza interna. Elimina otras voces que podrían confundirte, de tus padres y amigos. Busca un patrón de fondo, una esencia en tu carácter que debas comprender lo mejor posible.
En segundo lugar, una vez hecha esa recuperación, examina la profesión que ya tienes o que estás a punto de iniciar. La elección de tu profesión –o reconsideración de la que ya elegiste– es crucial. Para contribuir a esta etapa tendrás que ampliar tu concepto del trabajo. En nuestra vida distinguimos a menudo entre el trabajo y la vida fuera de él, donde encontramos verdadero placer y realización. El trabajo suele ser visto como un medio para ganar dinero con el cual podamos disfrutar de la segunda vida que llevamos. Y aun si derivamos alguna satisfacción de nuestra carrera tendemos a separar nuestra vida de ese modo. Pero esta actitud es deprimente porque, a fin de cuentas, pasamos en el trabajo una parte sustancial de nuestra vida. Si experimentamos este periodo como algo por lo que tenemos que pasar de camino al verdadero placer, nuestras horas de trabajo representan una manera trágica de perder el poco tiempo de que disponemos para vivir.
En cambio, ve tu trabajo como algo inspirador, como parte de tu vocación. La palabra “vocación” viene del latín y significa llamar o ser llamado. Su uso en asociación con el trabajo comenzó a principios del cristianismo: ciertas personas eran llamadas a una vida en la Iglesia; ésa era su vocación. Sabían eso oyendo literalmente la voz de Dios, quien las había elegido para tal profesión. Al paso del tiempo, esa palabra se secularizó para aludir a cualquier labor o estudio que una persona juzga acorde a sus intereses, en particular un oficio manual. Sin embargo, ya es hora de que recuperemos el significado original de ese término, porque es mucho más cercano a la idea de una tarea en la vida y la maestría.
En este caso, la voz que te llama no necesariamente proviene de Dios, sino de lo más profundo de tu ser. Emana de tu individualidad. Te dice qué actividades se ajustan a tu carácter. Y en determinado momento, te llama a una forma particular de trabajo o carrera. Tu trabajo es entonces algo profundamente enlazado con lo que eres, no un compartimiento separado en tu vida. Desarrollas así una sensación de vocación.
Por último, ve tu carrera o vocación como un viaje con muchas curvas, más que en línea recta. Comienza eligiendo un campo o puesto que responda más o menos a tus inclinaciones. Este puesto inicial te brindará margen de maniobra, así como importantes habilidades por aprender. No comiences con algo demasiado elevado y ambicioso; debes ganarte la vida y establecer un poco de seguridad en ti. Una vez en este sendero, descubrirás ciertas rutas laterales que te atraerán, mientras que otros aspectos de tu campo te dejarán frío. Tendrás que hacer entonces las adecuaciones necesarias y pasar quizá a un campo afín para seguir conociéndote mejor, aunque ampliando siempre tu base de habilidades. Como Da Vinci, convertirás lo que haces para otros en algo tuyo.
Pasado cierto tiempo, darás con un campo, nicho u oportunidad particular que te ajustará a la perfección. Lo reconocerás cuando lo encuentres porque despertará en ti una grata sensación infantil de asombro y emoción. Una vez que halles tu campo todo se aclarará. Aprenderás más rápido y mejor. Tu nivel de habilidad llegará a un punto en que podrás independizarte del grupo en el que operas y trabajar solo. En un mundo en el que es mucho lo que no podemos controlar, esto te conducirá a la forma suprema de poder. Determinarás tus circunstancias. Como tu propio maestro, dejarás de estar sujeto a los caprichos de jefes tiránicos y compañeros intrigantes.
Este énfasis en tu singularidad y tu tarea en la vida podría parecer una presunción poética sin efectos prácticos, pero lo cierto es que resulta sumamente relevante en la actualidad. En nuestro mundo, cada vez podemos contar menos con el Estado, la empresa o la familia y los amigos para nuestra protección. El nuestro es ya un entorno globalizado despiadadamente competitivo. Debemos aprender a desarrollarnos solos. Al mismo tiempo, el nuestro es un mundo repleto de problemas y oportunidades decisivos, cuya resolución y aprovechamiento corresponde más que nadie a los emprendendores, individuos o grupos reducidos con opiniones propias, rápida capacidad de adaptación y perspectivas particulares. Tus habilidades creativas individualizadas estarán por encima de lo común.
Piénsalo así: lo que más nos hace falta en el mundo moderno es un gran propósito en la vida. En el pasado, la religión organizada solía proporcionar eso. Pero hoy vivimos en un mundo secular. Los animales humanos somos únicos; debemos crear nuestro mundo propio. No reaccionamos simplemente a los acontecimientos con base en nuestro libreto biológico. Pero en ausencia de una dirección específica, tendemos a tambalear. No sabemos cómo llenar y estructurar nuestro tiempo. Nuestra vida no parece tener un propósito definido. Quizá no estemos conscientes de este vacío, pero nos contamina en todas las formas imaginables.
Sentir que estamos llamados a hacer algo es la manera más positiva de dotarnos de propósito y dirección. Ésta es una búsqueda casi religiosa para cada uno, la cual no debe verse como egoísta o antisocial. De hecho, está relacionada con algo mucho más grande que nuestra vida individual. Nuestra evolución como especie ha dependido de la creación de una gran diversidad de habilidades y maneras de pensar. Prosperamos gracias a la actividad colectiva de personas que aportan su talento individual. Sin esa diversidad, una cultura muere.
Tu singularidad al nacer es una señal de esta indispensable diversidad. En la medida en que la cultivas y expresas cumples un papel vital. Nuestra época puede enfatizar la igualdad, que luego confundimos con la necesidad de que todos seamos idénticos, pero su verdadero significado es la igualdad de oportunidades para expresar nuestras diferencias, para que un millar de flores maduren. Tu vocación es más que el trabajo que ejecutas. Se relaciona íntimamente con la parte más profunda de tu ser y es una manifestación de la inmensa diversidad de la naturaleza y la cultura humana. En este sentido, debes ver tu vocación como eminentemente poética e inspiradora.
Hace dos mil seiscientos años, el antiguo poeta griego Píndaro escribió: “Sé tú mismo sabiendo quién eres”. Con esto quiso decir lo siguiente: naciste con una composición y tendencias particulares, que te señalaron como una pieza del destino. Ésta es tu esencia. Algunas personas nunca son ellas; dejan de confiar en sí mismas; se pliegan a los gustos ajenos y terminan poniéndose una máscara que esconde su verdadera naturaleza. Si indagas quién eres prestando atención a la voz y fuerza dentro de ti podrás convertirte en aquello que estás destinado a ser: un individuo, un maestro.
ESTRATEGIAS PARA BUSCAR TU TAREA EN LA VIDA
¡La desdicha que te oprime no está en tu profesión sino en ti! ¿Qué hombre en el mundo no juzgaría intolerable su situación si eligiera un oficio, arte o cualquier forma de vida sin experimentar un llamado interior? Quien nace con un talento, o para un talento, ¡ha de hallar sin duda en él la más placentera de las ocupaciones! ¡Todo en esta tierra tiene su lado difícil! ¡Sólo un impulso interno –placer, amor– puede ayudarnos a superar cualquier obstáculo, disponer un sendero y elevarnos sobre el estrecho círculo en que otros arrastran su angustiada y miserable existencia!
–JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
Podría parecer que ponerte en contacto con algo tan personal como tus inclinaciones y tarea en la vida es algo relativamente simple y natural, una vez que reconoces su importancia. Pero lo cierto es lo contrario. Se requiere mucha planeación y estrategia para hacer eso en forma apropiada, ya que se presentarán demasiados obstáculos. Las cinco estrategias siguientes, ilustradas con historias de maestros, han sido concebidas para lidiar con los principales obstáculos en tu camino: las voces de otros que te contaminan, luchar con recursos limitados, elegir caminos falsos, aferrarse al pasado y perder el rumbo. Presta atención a todos ellos, porque los encontrarás en una forma u otra y de manera casi inevitable.
1. Vuelve a tus orígenes: la estrategia de la inclinación primaria
La inclinación de los maestros suele presentarse con extraordinaria claridad en la infancia. A veces adopta la forma de un objeto simple que causa una reacción profunda. Cuando Albert Einstein (1879-1955) tenía cinco años, su padre le regaló una brújula. Al niño le maravilló de inmediato la aguja, que cambiaba de dirección cuando él movía el objeto. La idea de que en esa aguja operaba algún tipo de fuerza magnética, invisible para los ojos, lo tocó en lo profundo. ¿Y si en el mundo había otras fuerzas igualmente invisibles, e igualmente poderosas, aún por descubrir o comprender? Por el resto de su vida, todos los intereses e ideas de Einstein girarían en torno a esa simple pregunta sobre fuerzas y campos ocultos, y él recordaría con frecuencia la brújula que motivó su fascinación inicial.
Cuando Marie Curie (1867-1934), futura descubridora del radio, tenía cuatro años, un día entró en el estudio de su padre y se quedó paralizada ante una vitrina que contenía toda clase de instrumentos de laboratorio para experimentos químicos y físicos. Volvería una y otra vez a esa habitación para contemplar aquel instrumental, imaginando todos los experimentos que podría llevar a cabo con esos tubos y aparatos de medición. Años más tarde, cuando entró por primera vez a un laboratorio de verdad y realizó algunos experimentos, recuperó al instante su obsesión de la infancia: supo que había encontrado su vocación.
Cuando el posterior director de cine Ingmar Bergman (1918-2007) tenía nueve años, sus padres le regalaron a su hermano en navidad un cinematógrafo, una máquina de imágenes en movimiento con tiras de película que proyectaban escenas sencillas. Esta máquina tenía que ser suya. La canjeó por sus juguetes y, una vez en su poder, él se metió en un armario de gran tamaño para ver las imágenes parpadeantes que proyectaba en la pared. Cada vez que la encendía algo parecía cobrar vida mágicamente. Producir esa magia sería la obsesión de su existencia.
A veces la inclinación personal sale a la luz por medio de una actividad que produce una sensación de fuerza intensa. De niña, a Martha Graham (1894-1991) le frustraba enormemente su incapacidad para hacerse entender por los demás de manera profunda; las palabras parecían insuficientes. Un día vio por primera vez un espectáculo dancístico. La bailarina principal tenía una capacidad notable para expresar ciertas emociones mediante el movimiento; esto era algo visceral, no verbal. Poco después, ella misma comenzó a tomar clases de danza y comprendió de inmediato que ésa era su vocación. Sólo bailando se sentía viva y expresiva. Años más tarde inventaría una forma de danza totalmente nueva y revolucionaría el género.
En otras ocasiones, no se trata de un objeto o actividad, sino de algo en la cultura que despierta una afinidad profunda. El antropólogo y lingüista contemporáneo Daniel Everett (1951) creció en un pueblo vaquero en la frontera entre California y México. Desde muy tierna edad se sintió atraído por la cultura mexicana que lo rodeaba. Todo en ella le fascinaba: el sonido de las palabras de los trabajadores migrantes, la comida, las costumbres, tan diferentes a las del mundo anglosajón. Se sumergió lo más que pudo en esa lengua y cultura. Esto se convertiría en un interés de por vida en el otro: la diversidad de culturas en el planeta y lo que esto significa para nuestra evolución.
Otras veces, la inclinación personal puede revelarse en un encuentro con un maestro. De chico en Carolina del Norte, John Coltrane (1926-1967) se sentía diferente y extraño. Era mucho más serio que sus compañeros de clase; experimentaba anhelos emocionales y espirituales que no sabía cómo verbalizar. Fue a dar a la música como pasatiempo, adoptando el saxofón y tocando en la banda de la preparatoria. Años después vio actuar en vivo al gran saxofonista y jazzista Charlie Bird Parker y los sonidos que producía lo tocaron en lo profundo. Algo primario y personal salía del saxofón de Parker, una voz de muy adentro. Coltrane descubrió de repente el medio para expresar su singularidad y dar voz a sus aspiraciones espirituales. Se puso a practicar el instrumento con tal intensidad que una década más tarde se convirtió en, quizá, el principal jazzista de su tiempo.
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Comprende lo siguiente: para dominar un campo tienes que amar su contenido y sentir una profunda afinidad con él. Tu interés debe trascender el campo mismo y rayar en lo religioso. En el caso de Einstein no fue la física, sino una fascinación con las fuerzas invisibles que rigen el universo; en el de Bergman no fue el cine, sino la sensación de crear y animar la vida; en el de Coltrane no fue la música, sino dar voz a fuertes emociones. Esa atracción de la infancia es difícil de poner en palabras y se asemeja más bien a sensaciones de asombro profundo, placer sensual, poder y conciencia acrecentada. La importancia de reconocer estas inclinaciones preverbales es que se trata de claros indicios de una atracción no contaminada por los deseos de otros. No son algo que tus padres te hayan inculcado y con lo que sientas una afinidad superficial, verbal y consciente. Es algo que procede de un lugar tan profundo que sólo puede ser tuyo, un reflejo de tu química particular.
Conforme vas volviéndote más experimentado, sueles perder contacto con esas señales de tu esencia primaria. Éstas bien pueden haber quedado sepultadas bajo todas las demás materias que has estudiado. Pero es probable que tu poder y tu futuro dependan de que recuperes esa esencia y vuelvas a tus orígenes. Persigue señales de tales inclinaciones en tus primeros años. Busca sus huellas en reacciones viscerales a algo simple; en el deseo de repetir una actividad que nunca te cansaba; en un tema que estimulaba en ti un grado inusual de curiosidad; en sensaciones de poder ligadas a actos particulares. Esto ya está dentro de ti. No tienes que crearlo; sólo debes cavar y reencontrar lo que ha estado escondido en ti desde el principio. Si recuperas esa esencia, a cualquier edad, algún elemento de tal atracción primitiva volverá a la vida y te señalará un camino que, a la larga, bien podría convertirse en tu tarea en la vida.
2. Ocupa el nicho perfecto: la estrategia darwiniana
A. De niño en Madrás, la India, a fines de la década de 1950, V. S. Ramachandran supo que era diferente. No le interesaban los deportes ni las demás actividades usuales de los chicos de su edad; le gustaba leer sobre la ciencia. En su soledad, solía pasear por la playa, y pronto se fascinó con la increíble variedad de conchas que la corriente arrastraba. Dio en coleccionarlas y en estudiar el tema en detalle. Esto le confería una sensación de poder: aquel era un campo para él solo; nadie en su escuela podría saber nunca tanto sobre conchas como él. Pronto se sintió atraído por las variedades de conchas más extrañas, como la xenófora, organismo que recolecta desechos de conchas y los usa como camuflaje. En cierto sentido, él mismo era como la xenófora: una anomalía. En la naturaleza, las anomalías suelen tener un importante propósito evolutivo: pueden conducir a la ocupación de nuevos nichos ecológicos, ofreciendo así mayores posibilidades de sobrevivencia. ¿Ramachandran podría decir lo mismo de su propia rareza?
Al paso de los años, transfirió ese interés infantil a otros temas: anormalidades anatómicas humanas, fenómenos químicos peculiares, etcétera. Su padre, temiendo que terminara en un campo de investigación esotérico, lo convenció de inscribirse en la escuela de medicina. Ahí estaría expuesto a todas las facetas de la ciencia y saldría con una habilidad práctica. Ramachandran accedió.
Aunque los estudios en la escuela de medicina le interesaban, en poco tiempo se sintió incómodo, a disgusto con la rutina de aprendizaje. Quería experimentar y descubrir, no memorizar. Se puso a leer entonces todo tipo de revistas y libros científicos, ausentes en la lista de lecturas de su escuela. Uno de esos libros fue Eye and Brain (La vista y el cerebro), del neurocientífico visual Richard Gregory. Lo que intrigó particularmente a Ramachandran fueron los experimentos sobre ilusiones ópticas y puntos ciegos, anomalías del sistema visual que podían explicar algo sobre el funcionamiento del cerebro.
Estimulado por esa obra, hizo sus propios experimentos, cuyos resultados logró publicar en una revista prestigiada, lo que derivó a su vez en una invitación a estudiar neurociencias visuales en la escuela de posgrado de Cambridge University. Emocionado por esta oportunidad de dedicarse a algo más acorde con sus intereses, Ramachandran aceptó la invitación. Luego de unos meses en Cambridge, sin embargo, se dio cuenta de que no encajaba en ese medio. En sus sueños de juventud la ciencia había sido un gran aventura romántica, una búsqueda casi religiosa de la verdad. Pero en Cambridge, parecía más bien un trabajo para profesores y alumnos; uno debía cumplir con su horario, aportar una pequeña pieza a un análisis estadístico y eso era todo.
No obstante, Ramachandran persistió, descubriendo intereses propios en la institución, y obtuvo su título. Años después se le contrató como profesor adjunto de psicología visual en la University of California en San Diego. Pero como tantas veces en el pasado, luego de unos años su mente empezó a derivar hacia otro tema, en esta ocasión al estudio del cerebro mismo. Se interesó en el fenómeno del dolor fantasma, la intensa molestia que personas a quienes se les ha amputado un brazo o una pierna siguen sintiendo en el miembro perdido. Los experimentos que hizo con personas aquejadas por ese dolor produjeron fantásticos descubrimientos sobre el cerebro, así como una nueva manera de aliviar ese mal.
La inquietante sensación de no hallar cabida en ningún lado desapareció de repente. El estudio de trastornos neurológicos anómalos sería el tema al que Ramachandran dedicaría el resto de su vida. Este tema planteaba preguntas que le fascinaban sobre la evolución de la conciencia, el origen del lenguaje, etcétera. Era como si se cerrara el círculo de los días en que coleccionaba las más extrañas conchas. Aquél era un nicho para él solo, que podía dominar en los años por venir, el cual respondía a sus inclinaciones más profundas y que serviría en términos ideales a la causa del progreso científico.
B. Para Yoky Matsuoka la infancia fue un periodo de confusión y vaguedad. Niña en Japón en la década de 1970, todo parecía estar predeterminado para ella. El sistema escolar la encauzaría a un campo apropiado para mujeres, y las posibilidades eran más bien limitadas. Sus padres, convencidos de la importancia de los deportes para su desarrollo, la impulsaron desde muy temprana edad a la natación. Y también le hicieron tomar clases de piano. Para otras niñas japonesas, llevar una vida dirigida por otros podría haber sido reconfortante, pero para Yoky era angustioso. Le interesaban toda suerte de temas, en particular las matemáticas y las ciencias. Los deportes le agradaban, pero no la natación. No sabía qué quería ser, ni cómo encajar en un mundo tan estrictamente ordenado.
A los once años, se impuso por fin. Ya estaba harta de la natación y quería dedicarse al tenis. Sus padres consintieron sus deseos. Siendo muy competitiva, tenía grandes sueños como tenista, pero se iniciaba en ese deporte a una edad avanzada. Para recuperar el tiempo perdido, tuvo que someterse a un horario de prácticas sumamente riguroso. Viajaba fuera de Tokio a entrenar y hacía su tarea en el viaje nocturno de regreso. Muchas veces de pie en un vagón atestado, abría sus libros de matemáticas y física y resolvía las ecuaciones. Le encantaba acometer problemas difíciles y al hacer esta parte de su tarea se abstraía a tal grado que apenas si percibía el paso del tiempo. En forma curiosa, esta sensación era similar a la que experimentaba en la cancha de tenis: una concentración profunda en la que nada podía distraerla.
En sus pocos momentos libres en el tren, Yoky pensaba en su futuro. Las ciencias y el deporte eran sus dos grandes intereses en la vida. En ellos podía expresar todas las aristas de su carácter: su gusto por competir, la operación con sus manos, la realización de movimientos gráciles y el análisis y la resolución de problemas. En Japón había que elegir por lo general una carrera muy especializada. Cualquiera que fuera su decisión, ella tendría que sacrificar sus demás intereses, lo que la deprimía en extremo. Un día fantaseó que inventaría un robot que jugara tenis con ella. Inventar ese robot y jugar con él satisfaría las diversas facetas de su carácter, pero sólo era un sueño.
Aunque logró convertirse en una de las tenistas más prometedoras de su país, pronto comprendió que ése no era su futuro. Nadie la derrotaba en los entrenamientos, pero al competir solía paralizarse, por pensar demasiado en la situación, y perdía ante jugadoras inferiores. También sufrió algunas lesiones graves. Así, tendría que concentrarse en sus estudios, no en el deporte. Tras asistir a una academia de tenis en Florida, convenció a sus padres de que le permitieran permanecer en Estados Unidos y solicitar su ingreso a la University of California en Berkeley.
Una vez en Berkeley, sin embargo, no sabía por cuál carrera decidirse; nada parecía adecuarse a sus muy variados intereses. A falta de algo mejor, optó por ingeniería eléctrica. Un día confió a un profesor su sueño de juventud de hacer un robot que jugara tenis con ella. Para su sorpresa, él no se rio, sino que, al contrario, la invitó a unirse a su laboratorio de robótica para estudiantes de posgrado. La labor de Matsuoka ahí resultó tan promisoria que más tarde se le admitió en la escuela de posgrado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde se incorporó al laboratorio de inteligencia artificial del pionero de la robótica Rodney Brooks. En él se desarrollaba entonces un robot con inteligencia artificial, y Matsuoka se ofreció a diseñar las manos y los brazos.
Desde que era niña, ella había ponderado sus manos al jugar tenis, tocar el piano o resolver ecuaciones. La mano humana era un milagro de diseño. Aunque esta actividad no era precisamente un deporte, Matsuoka trabajaría con sus manos para elaborar una mano. Habiendo hallado al fin algo que satisfacía su amplia gama de intereses, trabajó noche y día en la generación de un nuevo tipo de extremidades robóticas, que poseyera en la mayor medida posible la delicada fuerza de agarre de la mano humana. Su diseño deslumbró a Brooks; representaba varios años de adelanto en comparación con cualquier pieza similar desarrollada hasta entonces.
Al detectar una carencia grave en sus conocimientos, Matsuoka decidió obtener un título adicional en neurociencias. Si era capaz de comprender mejor la relación entre la mano y el cerebro, podría diseñar una prótesis que sintiera y reaccionara como una mano humana. La continuación de este proceso, y la adición a su currículum de nuevos campos científicos, culminó con la creación de un campo totalmente nuevo, que ella misma bautizó como neuro-robótica, el diseño de robots con versiones simuladas de neurología humana, para acercarlos aún más a la vida. La forja de este campo le representaría enorme éxito en las ciencias y la colocaría en la posición de poder suprema: la posibilidad de combinar libremente todos sus intereses.
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El mundo profesional es como un sistema ecológico: la gente ocupa campos particulares en los que debe competir por recursos y sobrevivencia. Cuantas más personas se apiñen en un espacio, más dificil será prosperar en él. Trabajar en ese campo tenderá a desgastarte, porque te obligará a invertir esfuerzos en recibir atención, participar en el juego de la política y forcejear en pos de recursos escasos. Tendrás que dedicar tanto tiempo a esos jueguitos que te quedará poco para la maestría verdadera. Esos campos te atraen porque ves a otros ganarse la vida en ellos, siguiendo el camino trillado. Ignoras lo difícil que puede ser vivir así.
Practica un juego distinto: busca en tu sistema ecológico un nicho que puedas dominar. Hallarlo no es nunca un proceso sencillo; requiere paciencia, y una estrategia particular. Para comenzar, elige un campo que responda a tus intereses en general (medicina, ingeniería eléctrica). Sigue después una de dos direcciones, la primera de las cuales es el camino Ramachandran. En el campo que elegiste, busca senderos laterales que en especial te atraigan (en el caso de Ramachandran, fueron la ciencia de la percepción y la óptica). Cuando sea posible, desplázate a ese campo más estrecho. Continúa este proceso hasta dar por último con un nicho desocupado, cuanto más angosto, mejor. En cierto sentido, este nicho se corresponde con tu singularidad, así como la forma particular de neurología de Ramachandran se correspondió con su sensación primaria de verse como excepción.
La segunda dirección es el camino Matsuoka. Una vez que domines tu primer campo (la robótica), busca otros temas o habilidades por conquistar (neurociencias), dedicándoles tiempo personal de ser necesario. Combina posteriormente este campo adicional de conocimientos con el original, creando quizá un campo nuevo, o haciendo al menos asociaciones novedosas entre ellos. Continúa con este proceso cuanto quieras; la propia Matsuoka no deja de ampliar nunca sus alcances. Al final crearás un campo exclusivamente tuyo. Esta segunda versión es muy indicada para una cultura con gran disponibilidad de información y en la que asociar ideas constituye una forma de poder.
En cualquiera de ambas direcciones hallarás un nicho libre de competidores. Tendrás así libertad de movimiento, de perseguir cuestiones de tu interés particular. Fijarás tu agenda y controlarás los recursos disponibles para ese nicho. Descargado de competencia y politiquería, tendrás tiempo y espacio para que tu tarea en la vida florezca.
3. Evita la senda falsa: la estrategia de la rebelión
En 1760, a los cuatro años de edad, Wolfgang Amadeus Mozart adoptó el piano, bajo la instrucción de su padre. Fue el propio Wolfgang quien pidió tomar clases a edad tan precoz; su hermana, de siete años, ya se había iniciado en ese instrumento. Quizá fue en parte por la rivalidad entre hermanos que él tomó esa iniciativa, viendo la atención y estimación que su hermana recibía por su habilidad y deseándolas para sí.
Tras los primeros meses de práctica, el padre, Leopold –él mismo talentoso ejecutante, compositor y maestro–, se dio cuenta de la excepcionalidad de Wolfgang. Lo más raro para su edad era que al chico le fascinaba ensayar; sus padres tenían que separarlo cada noche del piano. Mozart empezó a componer cuando tenía cinco años. Pronto, Leopold llevó de viaje a este prodigio y su hermana, para que actuaran en todas las capitales de Europa. Wolfgang deslumbró con sus presentaciones a todos los públicos de la realeza; tocaba con aplomo y podía improvisar las más ingeniosas melodías. Era como un objeto precioso. El padre obtenía entre tanto buenos ingresos para la familia, puesto que un creciente número de cortes querían ver al niño genio en acción.
Como patriarca de la familia, Leopold Mozart exigía a sus hijos obediencia total, aunque para entonces ya era el joven Wolfgang quien, en esencia, mantenía a los suyos. Pero Mozart se sometía de buena gana; debía todo a su padre. Cuando llegó a la adolescencia, sin embargo, algo se revolvió en él. ¿Le gustaba tocar el piano… o llamar la atención? Esto lo confundía. Luego de años de componer, desarrollaba al fin un estilo propio, pese a lo cual su padre insistía en que escribiera piezas convencionales, del gusto de la realeza, y siguiera produciendo dinero para la familia. La ciudad de Salzburgo, donde los Mozart vivían, era provinciana y burguesa. Wolfgang quería otra cosa, valerse por sí mismo. Cada año que pasaba se sentía más sofocado.
Por fin, en 1777, a sus veintiún años, el padre le permitió ir a París, acompañado de su madre. Él debía tratar de conseguir ahí un destacado puesto como director de orquesta, para que pudiese seguir manteniendo a su familia. Pero París no fue de su agrado. Los puestos que se le ofrecían estaban por debajo de su talento. Encontrándose allá, su madre cayó enferma y murió camino a casa. Aquel viaje fue, así, un desastre absoluto. Escarmentado, Mozart se mostró dispuesto a cumplir la voluntad de su padre. Aceptó una colocación insípida como organista de la corte, lo que no le impidió seguir sintiéndose incómodo. Le desesperaba ver cómo desperdiciaba su vida en una posición mediocre, escribiendo música para complacer a provincianos insignificantes. En cierto momento escribió a su padre: “Soy compositor. […] No puedo ni debo sepultar el talento para la composición que Dios, en su bondad, tan generosamente me otorgó”.
El padre reaccionaba enojado a las cada vez más frecuentes quejas del hijo, recordándole que le debía toda la instrucción que había recibido, lo mismo que los gastos en que había incurrido en sus interminables viajes. En un momento de lucidez, Mozart comprendió al fin: su verdadero amor no eran ni el piano ni la música per se. No le agradaba presentarse ante otros como un títere. Él estaba destinado a componer; pero, más todavía, amaba intensamente el teatro. Quería componer óperas; ésta era su voz verdadera. Y jamás la dejaría oír si permanecía en Salzburgo. Así, su padre representaba para él algo más que un obstáculo; estaba arruinando su vida, salud y seguridad en sí mismo. La cuestión no se reducía a dinero; en realidad, el padre estaba celoso del talento del hijo y, conscientemente o no, intentaba impedir su progreso. Mozart debía dar un paso, por doloroso que fuera, antes de que fuese demasiado tarde.
En un viaje a Viena, en 1781, Wolfgang tomó la profética decisión de quedarse. Jamás regresó a Salzburgo. Como si hubiera roto un gran tabú, su padre nunca le perdonaría eso; el hijo había abandonado a la familia. La desavenencia entre ellos no se reparó jamás. Convencido de que había perdido demasiado tiempo bajo el mando de su padre, Mozart se puso a componer a un ritmo desenfrenado, virtiendo como poseso sus más famosas óperas y obras musicales.
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Un camino falso en la vida es, por lo general, algo que nos atrae por malas razones: dinero, fama, atención, etcétera. Si lo que necesitamos es atención, es frecuente que experimentemos un vacío interior que esperamos llenar con el falso amor de la aprobación pública. Puesto que el campo que elegimos no responde a nuestras inclinaciones más profundas, rara vez hallamos la realización que anhelamos. Nuestro trabajo paga las consecuencias, y la atención que recibimos al principio empieza a menguar, lo cual es un proceso doloroso. Si lo que determina nuestra decisión es el dinero y la comodidad, es muy probable que actuemos por ansiedad y afán de complacer a nuestros padres. Quizá sea por cariño y preocupación que ellos nos guían hacia algo lucrativo, pero debajo de esto podría haber algo más, como cierta envidia de que tengamos más libertad de la que ellos disfrutaron de jóvenes.
Tu estrategia debe ser doble: primero, date cuenta lo más pronto posible de que has elegido una carrera por razones equivocadas, antes de que tu seguridad en ti mismo se vea afectada. Y segundo, rebélate contra las fuerzas que te alejaron de tu verdadero camino. Desdeña la necesidad de atención y aprobación: te hará perder el rumbo. Experimenta enojo y resentimiento contra las fuerzas paternales que quieren imponerte una vocación extraña. Es parte saludable de tu desarrollo seguir un sendero distinto del de tus padres y establecer tu identidad propia. Permite que tu rebelión te llene de energía y propósito. Si es tu figura paterna, el Leopold Mozart, lo que bloquea tu camino, hazla a un lado para tener paso libre.
4. Deja atrás el pasado: la estrategia de la adaptación
Desde que nació, en 1960, Freddie Roach estaba destinado a ser un campeón del boxeo. Su padre había sido boxeador profesional y su madre jueza de ese deporte. Su hermano mayor se había iniciado a temprana edad en esta disciplina y cuando Freddie cumplió seis años fue llevado al instante al gimnasio local, en el sur de Boston, para que emprendiera el riguroso aprendizaje de ese deporte. Freddie practicaba con un entrenador varias horas al día, seis veces a la semana.
En consecuencia, a los quince años estaba agotado. Cada vez ponía más excusas para no ir al gimnasio. Un día su madre percibió esto y le dijo: “¿Para qué peleas de todos modos? Siempre te apalean. No sabes boxear”. Él estaba acostumbrado a las constantes críticas de su padre y hermanos, pero oír este franco juicio de su madre tuvo un efecto tonificante. Era obvio que ella creía que su hermano mayor era el que estaba destinado a la grandeza. Freddie decidió entonces demostrar de alguna forma que ella estaba equivocada. Reanudó con ahínco su régimen de entrenamiento. Descubrió en él una pasión por la práctica y la disciplina. Le agradaba la sensación de mejorar, los trofeos que comenzaban a acumularse y, más que nada, el hecho de que ya fuera capaz de vencer a su hermano. Su amor por ese deporte se reavivó.
Convertido así en el más promisorio de los hermanos, Roach fue llevado a Las Vegas por su padre para promover su carrera. Ahí, a los dieciocho años de edad, conoció al legendario mánager Eddie Futch, a quien tomó como entrenador. Todo lucía espléndidamente: Roach fue elevado al equipo de boxeo de Estados Unidos y empezó a subir. Sin embargo, pronto topó con otra pared. Aunque aprendía las maniobras más eficaces de Futch y las practicaba a la perfección, el combate efectivo era otra historia. En cuanto se le golpeaba en el cuadrilátero, él regresaba a su estilo de pelear por instinto; sus emociones le ganaban la partida. Sus peleas eran grescas de rounds innumerables y a menudo perdía.
Años después Futch le dijo que había llegado la hora de retirarse. Pero el box había sido su vida hasta entonces; ¿retirarse y hacer qué? Continuó boxeando y perdiendo, hasta convencerse de que se debía marchar. Consiguió entonces un empleo de ventas por teléfono y se dio a la bebida. Ya odiaba el box; había dado mucho por él sin recibir nada a cambio de su esfuerzo. Pese a ello, un día regresó al gimnasio de Futch, para ver practicar con otro boxeador a su amigo Virgil Hill, con miras a una pelea por el título. Ambos eran pupilos de Futch, pero nadie ayudaba a Hill en su esquina, de modo que Roach le llevó agua y le dio consejos. Retornó al día siguiente para volver a ayudarlo y pronto se convirtió en asiduo al gimnasio. Como no recibía sueldo por esto, conservó su empleo, pero algo en él percibió la oportunidad y desesperaba por aprovecharla. Roach llegaba temprano y era el último en irse. Conociendo tan bien las técnicas de Futch, podía enseñarlas a todos. Sus responsabilidades aumentaron.
En el fondo seguía sintiendo rencor por el boxeo y se preguntaba cuánto tiempo duraría esto. Aquella carrera era despiadada y rara vez los entrenadores duraban mucho. ¿Ésta sería una rutina más en la que él repetiría sin ton ni son los ejercicios que había aprendido de Futch? Una parte de él ansiaba volver al boxeo, que, después de todo, no era tan predecible.
Un día Hill le mostró una técnica que había observado en púgiles cubanos: en vez de trabajar con un saco de arena, entrenaban principalmente con el mánager, quien usaba grandes guantes acojinados. En el ring, los boxeadores intercambiaban golpes leves con el entrenador y practicaban sus puñetazos. Roach hizo la prueba con Hill y sus ojos se iluminaron. Esto lo haría volver a los cuadriláteros, pero había algo más: pensaba que el box se había estancado, junto con sus métodos de entrenamiento. Creía que era posible adaptar la práctica con guantes a algo más que el mero ejercicio de puñetazos. Éste podía ser un medio para que un mánager ideara en el ring toda una estrategia, e hiciera una demostración en tiempo real ante su pupilo. Por tanto, dicho método podía revolucionar y revitalizar ese deporte. Roach comenzó a desarrollar este sistema con el grupo de púgiles a los que adoptó como pupilos, a quienes instruía en maniobras mucho más fluidas y estratégicas.
Pronto dejó a Futch para trabajar por su cuenta. En poco tiempo se hizo fama de entrenador invencible y años después llegaría a ser el mánager más exitoso de su generación.
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Al lidiar con tu carrera y sus cambios inevitables, piensa de este modo: no estás atado a ningún puesto particular; no debes lealtad a una carrera ni compañía. Por el contrario, estás comprometido con tu tarea en la vida y su expresión plena. Tienes que encontrarla y guiarla correctamente. Y nadie está obligado a protegerte ni ayudarte. Estás solo. El cambio es inevitable, sobre todo en un momento tan revolucionario como el nuestro. Y en vista de que estás solo, de ti depende anticipar los cambios en tu profesión. Adapta tu tarea en la vida a las circunstancias. No te aferres a formas pasadas de hacer las cosas, porque esto garantizará tu rezago y pagarás las consecuencias. Sé flexible y busca adaptarte siempre.
Si el cambio se te impone, como le ocurrió a Freddie Roach, resiste la tentación a reaccionar en exceso o compadecerte de ti mismo. Roach volvió instintivamente al ring porque entendió que lo que le apasionaba no era el box per se, sino los deportes competitivos y la estrategia. Pensando de este modo, pudo dar nueva dirección a sus inclinaciones dentro del boxeo. Como él, no abandones las habilidades y experiencia que ya has adquirido; busca una forma nueva de aplicarlas. Pon la mira en el futuro, no en el pasado. Estos reajustes creativos suelen llevarnos a un camino mejor; nos sacan de nuestra complacencia y nos fuerzan a reevaluar nuestro destino. Recuerda: tu tarea en la vida es un organismo vivo, palpitante. En el momento en que sigas rígidamente un plan fijado en tu juventud, te encerrarás en una posición y el tiempo pasará cruelmente a tu lado.
5. Retoma tu camino: la estrategia de vida o muerte
Desde muy chico, Buckminster Fuller (1895-1983) supo que experimentaba el mundo de manera diferente de los demás. Había nacido con miopía extrema. Todo a su alrededor era vago, así que sus demás sentidos se desarrollaron en compensación, particularmente el tacto y el olfato. Y aunque cuando tenía cinco años se le recetaron lentes, siguió percibiendo el mundo que lo rodeaba con algo más que sus ojos. Poseía una forma táctil de inteligencia.
Fuller era un niño muy ingenioso. Una vez inventó un remo para impulsarse en los lagos de Maine, donde pasaba sus veranos repartiendo correspondencia. Basó su diseño en el movimiento de la medusa, que había observado y estudiado. Percibió la dinámica del movimiento de esa criatura con algo más que su vista: la sentía desplazarse. Al reproducir ese movimiento en su remo, el resultado fue espléndido. En aquellos veranos también soñó otros inventos interesantes, que terminarían siendo la obra de su vida, su destino.
Ser diferente, sin embargo, tenía su lado doloroso. Los métodos educativos usuales impacientaban a Fuller. Aunque era muy talentoso y se le admitió en la Harvard University, no pudo adaptarse al estricto estilo de enseñanza de esta institución. No iba a clases, se entregó a la bebida y llevaba un estilo de vida más bien bohemio. Dos veces fue expulsado de Harvard, la segunda de ellas para siempre.
Se dedicó entonces a pasar de un empleo a otro. Trabajó en una planta empacadora de carnes y después, durante la primera guerra mundial, consiguió un buen puesto en la marina. Tenía una sensibilidad increíble para las máquinas y para la concertada operación de sus partes. Pero era inquieto y no podía permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Terminada la guerra, tenía una esposa y un hijo que mantener e, impulsado por el deseo de hacerse cargo de ellos, decidió aceptar un puesto muy bien remunerado como gerente de ventas. Trabajaba mucho, cumplía decentemente sus labores, pero tres meses más tarde la compañía cerró sus puertas. El trabajo en general le parecía a Fuller muy poco satisfactorio, pero todo indicaba que puestos como los que había ocupado hasta entonces eran lo único que podía esperar de la vida.
Meses después apareció por fin una oportunidad, como de la nada. Su suegro había inventado un sistema de producción de materiales para construir casas que redundaba en residencias más duraderas y aisladas a menor costo, pese a lo cual no hallaba inversionistas ni personas dispuestas a ayudarlo a fundar una empresa. Fuller juzgó brillante la idea. Siempre le habían interesado la vivienda y la arquitectura, así que se hizo cargo de la implementación de esa nueva tecnología. Invirtió sus mejores esfuerzos en el proyecto y hasta hizo mejoras a los materiales. Su suegro lo apoyó y juntos formaron el Stockade Building System. Dinero aportado por inversionistas, principalmente miembros de la familia, les permitió abrir fábricas. Sin embargo, la compañía se vio pronto en dificultades; su tecnología era demasiado novedosa y radical, y Fuller excesivamente íntegro para poner en riesgo su deseo de revolucionar la industria de la construcción. Cinco años después la empresa fue vendida y Fuller despedido como presidente.
La situación parecía entonces más sombría que nunca. Su familia se había dado la gran vida en Chicago, viviendo parcialmente del salario de Fuller, quien en esos cinco años no había ahorrado nada. El invierno estaba cerca, pero las perspectivas de empleo lejos; la reputación de Fuller se hallaba en ruinas. Una noche en que paseaba a orillas del lago Michigan, se puso a pensar en su vida hasta entonces. Había decepcionado a su esposa y perdido el dinero que su suegro y amigos habían invertido en la empresa. Era inepto para los negocios y una carga para todos. Decidió, así, que la mejor opción era el suicidio. Se ahogaría en el lago. Tenía una buena póliza de seguros y la familia de su esposa cuidaría de ella mejor que él. Mientras se encaminaba al lago, se preparaba mentalmente para morir.
Pero algo lo paró en seco, algo que él describiría más tarde como una voz, procedente de las cercanías, o quizá de su interior, que le dijo: “En adelante no tendrás que esperar confirmación temporal de tus ideas. Piensas de modo correcto. No tienes derecho a aniquilarte. No te perteneces. Le perteneces al Universo. Jamás verás claramente tu importancia, pero podrás dar por sentado que cumples tu función si te esmeras en dar a tus experiencias las formas más beneficiosas para otros”. No habiendo oído voces nunca antes, Fuller no pudo menos que imaginar que ésta era real. Aturdido por tales palabras, se alejó del lago y se dirigió a casa.
Camino allá se puso a reflexionar en esas palabras y a reevaluar su vida, esta vez bajo una luz diferente. Quizá lo que antes había percibido como errores suyos no lo eran en absoluto. Había tratado de insertarse en un mundo (los negocios) al que no pertenecía. Para oír que el mundo se lo decía, le bastaba con escuchar. La experiencia de Stockade no había sido en vano; él había aprendido lecciones invaluables sobre la naturaleza humana. No había nada que lamentar. La verdad es que él era distinto. Imaginaba en su mente todo tipo de inventos –automóviles, casas, complejos estructurales– que reflejaban sus inusuales habilidades de percepción. Al mirar a su alrededor una fila tras otra de edificios de departamentos camino a casa, le dio la impresión de que la gente ya estaba harta de más de lo mismo, de la incapacidad de pensar en hacer las cosas de otra manera.
Juró entonces que, en lo sucesivo, sólo escucharía su propia experiencia, su propia voz. Crearía una forma nueva de hacer las cosas que abriría los ojos de la gente a posibilidades novedosas. El dinero llegaría a la larga. Cada vez que había pensado antes en el dinero, el efecto había sido desastroso. Cuidaría de su familia, pero tendría que vivir frugalmente por lo pronto.
Fuller cumplió su promesa al paso de los años. Perseguir sus peculiares ideas derivó en el diseño de formas de transporte y habitación de bajo costo y uso eficiente de energía (el auto y la casa Dymaxion), lo mismo que en la invención de la cúpula geodésica, estructura arquitectónica completamente original. La fama y el dinero llegaron poco después.
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Ningún bien puede obtenerse nunca de desviarte del camino que fuiste destinado a seguir. Ocultas variedades del temor te asaltarán. Muy probablemente te desviarás a causa de la tentación del dinero, de perspectivas de prosperidad más inmediatas. Pero como esto no responde a nada profundo en ti, tu interés decaerá y, en definitiva, el dinero no llegará tan simplemente. Buscarás entonces otras fuentes de dinero fácil, que te alejarán cada vez más de tu camino. Y por no ver al frente con claridad irás a dar a un callejón sin salida profesional. Aun si tus necesidades materiales están satisfechas, sentirás un vacío interior que tendrás que llenar con cualquier sistema de creencias, drogas o diversiones. Aquí no hay posibilidad de arreglo alguno, ninguna forma de escapar a la dinámica. La hondura de tu pena y frustración te indicará lo mucho que te has desviado de tu camino. Escucha el mensaje de esta frustración, de esa pena, y deja que ellas te guíen con la misma claridad con que a Fuller su voz. Es cuestión de vida o muerte.
Retomar tu camino requiere sacrificio. No puedes tenerlo todo en el presente. El sendero a la maestría implica paciencia. Tendrás que concentrarte en él durante cinco o diez años, tras de lo cual cosecharás las recompensas de tus esfuerzos. Pero el trayecto estará lleno de retos y placeres. Haz de tu retorno a tu camino una resolución propia y comunícala después a los demás. Desviarse de la senda propia se verá así como algo vergonzoso. Al final, el dinero y el éxito que duran de veras no son para quienes se concentran en sus metas, sino para quienes lo hacen en la maestría y cumplen su tarea en la vida.
REVERSO
Hay personas que en su niñez no toman conciencia de sus inclinaciones o profesión futura, sino de sus limitaciones, con dolor extremo. No son buenas para cosas que otras parecen encontrar fáciles o manejables. La idea de un llamado en la vida les es ajena. En algunos casos, interiorizan los juicios y críticas de los demás y acaban viéndose como esencialmente deficientes. De no tomar precauciones, ésta podría ser una profecía condenada a cumplirse.
Nadie ha enfrentado más terriblemente este destino que Temple Grandin. En 1950, a los tres años de edad, se le diagnosticó autismo. Ella estaba aún por realizar grandes progresos en el habla, y se pensó que permanecería en esa condición, lo que implicaba internarla de por vida. Pero su madre quiso probar una última opción antes de rendirse y la envió con un terapeuta del lenguaje que, milagrosa aunque lentamente, le enseñó a hablar, lo que le permitió asistir a la escuela y aprender igual que los demás niños.
Pese a esta mejora, su futuro parecía limitado, en el mejor de los casos. Su mente funcionaba de otro modo; pensaba en imágenes, no en palabras. Para poder aprender una palabra tenía que representarla en su mente. Esto le dificultaba entender palabras abstractas o aprender matemáticas. Tampoco era buena para socializar con otros niños, quienes a menudo se burlaban de sus diferencias. Con tales trabas de aprendizaje, ¿qué podía esperar Temple hacer en la vida más allá de labores modestas? Peor todavía, tenía una mente muy activa, y sin algo en lo cual concentrarse, cedía a sensaciones de intensa ansiedad.
Cada vez que se alteraba, se refugiaba instintivamente en dos actividades de su agrado: interactuar con animales y producir cosas con las manos. En relación con los animales, en particular los caballos, poseía una misteriosa capacidad para percibir lo que pensaban y sentían. Se convirtió así en experta jinete. Y puesto que tendía a pensar en imágenes, cuando hacía cosas con las manos (como coser o trabajar madera), podía imaginar el producto terminado y armarlo después con toda facilidad.
Cuando tenía once años, Temple fue a visitar a una tía que era dueña de un rancho en Arizona. Ahí se dio cuenta de que ella tenía aún mayor empatía con las vacas que con los caballos. Un día observó con particular interés que algunas vacas eran colocadas en una tolva plegadiza que apretaba sus costados para relajarlas antes de que se les vacunara. Ella siempre había deseado que se le abrazara fuertemente, aunque no podía soportar que lo hiciera un adulto; sentía que no tenía control en esa situación y se aterraba. Pidió entonces a su tía que le permitiera meterse en aquella tolva. La tía accedió, y durante treinta minutos Temple experimentó la sensación de presión que había soñado siempre. Al terminar, sintió una tranquilidad enorme. Luego de esta experiencia, se obsesionó con ese aparato, y años más tarde logró producir una versión primitiva de él, que podía usar en casa.
Se obsesionó entonces con el tema de las vacas, las tolvas y el efecto del tacto y la presión en niños autistas. Para satisfacer su curiosidad, tuvo que desarrollar habilidades de lectura e investigación. Una vez que lo hizo, descubrió que poseía una fantástica capacidad de concentración; podía leer horas enteras acerca de un tema sin aburrirse en lo más mínimo. Sus investigaciones se extendieron poco a poco a libros de psicología, biología y ciencias en general. Dadas las habilidades intelectuales que había desarrollado, se le admitió en una institución universitaria. Sus horizontes se ampliaban pausadamente.
Años después cursaba ya la maestría en ciencias animales en la Arizona State University. Ahí resurgió su obsesión con las vacas; quería hacer un análisis detallado de comederos y tolvas en particular, para comprender las reacciones conductuales de los animales. Sus profesores no entendían ese interés y rechazaron su proyecto. Pero no siendo de quienes aceptan un no por respuesta, Grandin halló profesores de otras áreas que la apoyaron. Hizo su investigación y justo en ella percibió un destello de su tarea en la vida.
Grandin no estaba destinada a la vida universitaria. Era una persona práctica a la que le gustaba armar cosas y que necesitaba constante estimulación mental. Así, decidió forjarse una senda profesional peculiar. Comenzando como freelance, ofreció sus servicios a diversos ranchos y comederos, diseñando tolvas mucho más convenientes para los animales, y más eficientes. Poco a poco, con su sentido visual del diseño y la ingeniería, aprendió los rudimentos del oficio. Luego amplió sus servicios al diseño de mataderos más humanos y sistemas de gestión de animales de granja.
Una vez asentada esta carrera, Grandin dio otros pasos: convertirse en escritora; regresar a la universidad como maestra; transformarse en talentosa conferencista sobre animales y autismo. Había logrado vencer todas las obstrucciones aparentemente insuperables en su camino y hallar un sendero a su tarea en la vida que le acomodaba a la perfección.
***
Cuando enfrentas deficiencias en lugar de fortalezas e inclinaciones, asume esta estrategia: ignora tus debilidades y resiste la tentación de ser como los demás. En cambio, como Temple Grandin, dirige tu atención a las cosas menudas para las que eres bueno. No sueñes ni hagas grandes planes para el futuro; concéntrate en adquirir destreza en esas habilidades simples e inmediatas. Esto te dará seguridad y servirá de base para otras actividades. Si procedes así, paso a paso, darás con tu tarea en la vida.
Entiende: tu tarea en la vida no siempre se te revelará por medio de una inclinación grandiosa o promisoria. Podría aparecer bajo el disfraz de tus deficiencias, obligándote a centrarte en el par de cosas para las que eres inevitablemente bueno. Trabajando en estas habilidades, aprenderás el valor de la disciplina y verás frente a ti las recompensas de tus esfuerzos. Al igual que la flor de loto, tus habilidades se extenderán a partir de un centro de fuerza y seguridad. No envidies a quienes parecen estar naturalmente dotados; esto suele ser una maldición, pues dichas personas rara vez aprenden el valor de la diligencia y la concentración, y después pagan las consecuencias. Esta estrategia se aplica, asimismo, a todo revés y dificultad que experimentemos. En esos momentos suele ser prudente apegarse a las pocas cosas que conocemos y hacemos bien, y restablecer nuestra seguridad en nosotros mismos.
Si alguien como Temple Grandin, con tanto en su contra al nacer, pudo abrirse camino a su tarea en la vida y la maestría, todos podemos hacerlo.
Tarde o temprano, algo parece llamarnos a una senda particular. Quizá recuerdes ese “algo” como una señal en tu infancia, cuando un impulso salido de la nada, una fascinación o giro peculiar de los acontecimientos, se te presentó como una anunciación: “Esto es lo que debo hacer, lo que debo tener. Esto es lo que soy”. […] Si no es vivido y firme, quizá ese llamado haya sido como suaves presiones en el río en que sin querer fuiste a dar a un punto específico en la orilla. Viéndolo ahora, sientes que el destino intervino en ello. […] Un llamado puede posponerse, eludirse, ignorarse de modo intermitente. También puede poseerte por entero. Comoquiera que sea, terminará por manifestarse, por emitir su reclamo. […] Las personas extraordinarias son las que más evidentemente exhiben su llamado. Tal vez es por eso que fascinan. Quizá, asimismo, son extraordinarias porque su llamado se manifiesta con claridad extrema, y ellas le son leales. […] Las personas extraordinarias dan el mejor de los testimonios, porque demuestran que los mortales ordinarios sencillamente no pueden hacerlo. Al parecer, tenemos menos motivación y más distracción. No obstante, a nuestro destino lo empuja el mismo motor universal. Las personas extraordinarias no son una categoría aparte; simplemente, la operación de ese motor en ellas es más transparente.
–JAMES HILLMAN
II RÍNDETE A
LA REALIDAD:
EL APRENDIZAJE IDEAL
Después de tu educación formal, entras en la fase
más importante de tu vida: una segunda educa-
ción, esta vez práctica, conocida como aprendizaje
del oficio. Cada vez que cambias de carrera o ad-
quieres nuevas habilidades, reinicias esta fase
de la vida. Los peligros son muchos. Si no tie-
nes cuidado, sucumbirás a tus inseguridades,
te enredarás en problemas y conflictos emo-
cionales que dominarán tus pensamientos
y desarrollarás temores y deficiencias de
aprendizaje que acarrearás toda la vida.
Antes de que sea demasiado tarde, debes
aprender las lecciones y seguir la sen-
da establecida por los grandes maes-
tros, pasados y presentes: una especie
de aprendizaje ideal que trasciende
todos los campos. Entre tanto, do-
minarás las habilidades necesa-
rias, disciplinarás tu mente y de-
sarrollarás opiniones propias,
lo que te preparará para los
retos creativos en el camino
a la maestría.
LA PRIMERA TRANSFORMACIÓN
Desde una temprana etapa de su vida, Charles Darwin (1809-1882) sintió pesar sobre él la presencia de su padre. Este hombre era un exitoso y acaudalado médico rural con grandes esperanzas en sus dos hijos. Pero Charles, el menor, parecía ser el menos proclive a cumplir sus expectativas. No era bueno en griego y latín, ni en álgebra, y en realidad en nada que tuviera que ver con la escuela. Y no es que no tuviera ambición, sino que no le interesaba conocer el mundo a través de los libros. Adoraba la vida al aire libre: cazar, buscar en el campo raras especies de escarabajos, coleccionar flores y especímenes minerales. Podía pasar horas observando la conducta de los pájaros y tomando elaborados apuntes sobre sus diferencias. Tenía habilidad para captar esas cosas. Pero tales pasatiempos no equivalían a una carrera, y conforme crecía podía sentir la creciente impaciencia de su padre. Un día, éste lo reprendió con palabras que él no olvidaría nunca: “Tus únicos intereses son la caza, los perros y atrapar ratas; serás una desgracia para ti y tu familia”.
Cuando Charles cumplió quince años, su padre decidió intervenir más activamente en su vida. Lo envió a la escuela de medicina de Edimburgo, pero Darwin no soportaba ver sangre y tuvo que desertar. Decidido a hallarle una carrera, el padre consiguió para él un futuro cargo en la Iglesia, como párroco de pueblo. Darwin recibiría a cambio una remuneración generosa y dispondría de mucho tiempo para persistir en su manía de coleccionar especímenes extraños. El único requisito para ocupar ese puesto era poseer un título de una universidad eminente, así que Darwin fue inscrito en Cambridge. Una vez más, tuvo que hacer frente a su desinterés en la educación formal. Hacía su mejor esfuerzo. Desarrolló un interés en la botánica y trabó amistad con su maestro, el profesor Henslow. Se esmeraba tanto como podía, y para alivio de su padre, no sin dificultad obtuvo su licenciatura en mayo de 1831.
Esperando que sus estudios hubieran terminado para siempre, Darwin viajó entonces por el campo inglés, donde pudo satisfacer todas sus pasiones por la vida a la intemperie y olvidarse por un momento de su futuro.
Cuando volvió a casa, a fines de agosto, le sorprendió ver que le aguardaba una carta del profesor Henslow. Éste lo había recomendado para un puesto como naturalista sin sueldo en el navío real Beagle, que zarparía en unos meses en un viaje de varios años alrededor del mundo, inspeccionando litorales diversos. Como parte de su trabajo, Darwin estaría a cargo de recolectar especímenes de fauna, flora y minerales y de remitirlos a Inglaterra para su examen. Evidentemente, Henslow había quedado impresionado por la notable habilidad de este joven para coleccionar e identificar especímenes botánicos.
El ofrecimiento confundió a Darwin. Nunca había pensado viajar tan lejos, y menos aún seguir una carrera como naturalista. Pero antes siquiera de que tuviese tiempo de considerarlo, se inmiscuyó su padre, oponiéndose por completo a que aceptara esa propuesta. Darwin jamás había visto el mar, y no se adaptaría a él. Carecía de formación científica y le faltaba disciplina. Además, tomarse varios años para dicho viaje pondría en peligro el puesto que su padre le había conseguido en la Iglesia.
El padre fue tan enérgico y persuasivo que Darwin no pudo menos que plegarse y rechazar la oferta. Pero en los días siguientes pensó en ese viaje, en cómo sería. Y cuanto más lo imaginaba, más le atraía. Quizá haya sido la atracción de la aventura tras una infancia tan protegida, o la oportunidad de explorar una carrera como naturalista, viendo casi cada posible forma de vida que el planeta pudiera ofrecer. O tal vez debía alejarse de su opresivo padre y hallar su propio camino. Cualquiera que haya sido el motivo, Darwin cambió pronto de opinión y mostró interés en aceptar la propuesta. Tras reclutar a un tío para su causa, logró que su padre le diera un reacio consentimiento. En la víspera de la partida del barco, Darwin escribió al capitán del Beagle, Robert FitzRoy: “Mi segunda vida está por comenzar, y éste será, por el resto de mis días, como un cumpleaños”.
El barco zarpó en diciembre de ese año y casi al instante el joven Darwin lamentó su decisión. El navío era más bien pequeño y las olas lo arrastraban sin piedad. Él se la pasaba mareado casi todo el tiempo y no podía retener alimento. Le pesaba la idea de que en mucho tiempo no vería a su familia y de que tendría que pasar años encerrado con todos aquellos desconocidos. Desarrolló taquicardia y se sentía gravemente enfermo. Los marineros percibían su falta de experiencia en el océano y lo miraban con extrañeza. El capitán FitzRoy resultó ser un hombre de talante muy voluble, que se enfurecía de súbito por las causas más triviales. Era asimismo un fanático religioso que creía en la verdad literal de la Biblia; sería deber de Darwin, estableció FitzRoy, hallar en América del Sur evidencias del diluvio y la creación tal como se les describía en el Génesis. Darwin lamentó haberse opuesto a su padre y su sensación de soledad era aplastante. ¿Cómo podría soportar por meses sin fin esa limitada existencia, viviendo en estrecha cercanía de un capitán que parecía estar medio loco?
A pocas semanas de iniciado el viaje, y sintiéndose desesperado, optó por una estrategia. Cada vez que en casa había experimentado igual agitación interna, siempre lo había tranquilizado salir y observar el mundo a su alrededor. Así podía olvidarse de él mismo. Éste era ahora su mundo. Observaría la vida a bordo de aquel barco, el carácter de los marineros y el capitán, como si tomara apuntes de las manchas de las mariposas. Notó, por ejemplo, que nadie se quejaba de la comida, el clima ni las tareas por realizar. Todos valoraban el estoicismo. Él intentaría adoptar esa actitud. Parecía que FitzRoy se sentía algo inseguro y necesitaba constantes confirmaciones de su autoridad y elevada posición en la marina. Darwin se las proveería a manos llenas. Poco a poco, comenzó a encajar en el esquema de la vida diaria a bordo. Adoptó incluso algunos modales de los marineros. Todo esto lo distraía de su soledad.
Meses más tarde, el Beagle llegó a Brasil y Darwin entendió entonces por qué se había empeñado tanto en hacer ese viaje. La inmensa variedad de la flora y fauna locales le fascinó; aquél era un paraíso para el naturalista. No se parecía a nada que él hubiera observado o recolectado en Inglaterra. Un día en que recorría un bosque, se paró a un lado del camino y presenció el espectáculo más cruel y enigmático que hubiera visto nunca: una marcha de diminutas hormigas negras, con columnas de más de cien metros de largo, que devoraban a su paso todo ser vivo. Para donde volteara, veía algún ejemplo de la feroz lucha por sobrevivir en selvas en las que la vida abundaba en demasía. Al ocuparse de su trabajo, Darwin se percató rápidamente de que también enfrentaba un problema: todas las aves, mariposas, cangrejos y arañas que atrapaba eran muy poco comunes. Parte de su labor consistiría en elegir juiciosamente qué enviar a su país, pero ¿cómo podría saber qué era lo que valía la pena coleccionar?
Tendría que ampliar sus conocimientos. No sólo tendría que dedicar horas innumerables a estudiar todo lo que veía en sus paseos y tomar copiosos apuntes, sino que además tendría que hallar la forma de organizar toda esa información, catalogar todos esos especímenes, dar algún orden a sus observaciones. Aquélla sería una tarea hercúlea, pero, a diferencia de las labores escolares, le emocionaba. Éstos eran seres vivos, no vagas nociones librescas.
Mientras el barco se dirigía al sur siguiendo la costa, Darwin se dio cuenta de que partes del interior de Sudamérica no habían sido exploradas nunca por un naturalista. Resuelto a ver toda forma de vida que pudiera encontrar, inició una serie de caminatas a las pampas argentinas, acompañado sólo por gauchos, para recolectar todo tipo de animales e insectos poco comunes. Adoptando la misma estrategia que en el barco, observó a los gauchos y sus costumbres, hasta insertarse en su cultura como si fuera uno de ellos. En esas y otras excursiones, tuvo que hacer frente a indios saqueadores, insectos ponzoñosos y jaguares que acechaban en los bosques. Sin pensarlo siquiera, desarrolló un gusto por la aventura que habría maravillado a sus familiares y amigos.
Un año después de iniciado el viaje, en una playa a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de Buenos Aires, descubrió algo que lo haría pensar durante muchos años por venir. Llegó a un acantilado cuyas rocas presentaban vetas de color blanco. Al descubrir que se trataba de huesos enormes de algún tipo, se puso a perforar la roca, extrayendo tantos residuos como le fue posible. Éstos eran de un tamaño y tipo que no había visto nunca antes; los cuernos y caparazón de lo que parecía ser un armadillo gigante, los colmillos inmensos de un mastodonte y luego, para su gran sorpresa, el diente de un caballo. Cuando españoles y portugueses habían llegado a América del Sur, no hallaron caballos por ninguna parte, pero este diente era muy antiguo, anterior a su llegada. Darwin comenzó a hacerse preguntas: si esas especies habían desaparecido mucho tiempo atrás, la idea de que toda la vida hubiera sido creada de una vez y para siempre parecía ilógica. Más todavía, ¿cómo habían podido extinguirse tantas especies? ¿La vida en el planeta podía hallarse acaso en un constante estado de flujo y desarrollo?
Meses después recorría las alturas de los Andes, buscando especímenes geológicos raros para remitirlos a Inglaterra. A una elevación de tres mil seiscientos sesenta metros descubrió conchas fosilizadas y depósitos de rocas marinas, hallazgo más bien asombroso a esa altitud. Cuando los examinó, junto con la flora circundante, especuló que esas montañas habían estado cubiertas alguna vez por el Océano Atlántico. Miles de años atrás, una serie de volcanes debían haberlas elevado en forma creciente. En vez de reliquias para confirmar las historias de la Biblia, él encontraba evidencias de algo inquietantemente distinto.
Conforme el viaje avanzaba, Darwin notó cambios obvios en sí mismo. Antes, casi cualquier tipo de trabajo le resultaba tedioso, pero ahora podía trabajar el día entero; de hecho, con tanto que explorar y aprender, no soportaba desperdiciar un solo minuto del viaje. Había cultivado una vista increíble para la flora y fauna sudamericanas. Podía identificar aves locales por su canto, las manchas de sus huevos, su modo de echar a volar. Le fue posible catalogar y organizar toda esa información de manera eficiente. Más aún, su mismo modo de pensar había cambiado. Observaba algo, leía y escribía al respecto y luego desarrollaba una teoría después de más observación, de tal forma que sus teorías y observaciones terminaban alimentándose unas a otras. Lleno de detalles de tantas facetas del mundo que exploraba, le brotaban ideas que parecían salir de la nada.
En septiembre de 1835, el Beagle dejó la costa del Pacífico de Sudamérica y se dirigió al oeste, de vuelta a casa. La primera escala fue una serie de islas prácticamente desocupadas, conocidas como las Galápagos. Estas islas eran famosas por su flora y fauna, pero nada habría podido preparar a Darwin para lo que encontró ahí. El capitán FitzRoy le dio una semana para explorar una de las islas, tras de lo cual seguirían su camino. Desde el momento en que puso pie en ella, Darwin se percató de que había en ese lugar algo distinto: aquella pequeña mota terrestre rebosaba de una vida que no se parecía a la de ninguna otra parte: miles de iguanas negras pululaban a su alrededor, en la playa y aguas poco profundas; tortugas de doscientos veinticinco kilogramos de peso recorrían parsimoniosamente la costa; focas, pingüinos y cuervos marinos, todos ellos criaturas de aguas frías, poblaban una isla tropical.
Al concluir esa semana, Darwin había contado veintiséis especies únicas de aves terrestres, tan sólo en esa isla. Sus frascos empezaron a llenarse con las más extrañas plantas, serpientes, lagartos, peces e insectos. De regreso en el Beagle, se puso a catalogar y clasificar el notable número de especímenes que había recolectado. El hecho de que casi todos ellos representaran especies totalmente nuevas le impresionó sobremanera. Entonces hizo un descubrimiento más increíble todavía: las especies diferían de una isla a otra, aun si sólo las separaba una distancia de ochenta kilómetros. Los caparazones de las tortugas tenían marcas distintas, y los pinzones habían desarrollado tipos de picos diferentes, diseñado cada cual para una clase específica de alimento en su isla particular.
De repente, como si los cuatro años de viaje y todas sus observaciones hubieran destilado en él una manera más profunda de pensar, una teoría radical cobró forma en su mente: esas islas, especuló, habían sido inicialmente arrojadas a las aguas por erupciones volcánicas como las de los Andes. Al principio, no había vida en ellas, pero poco a poco habían recibido la visita de aves, que depositaron semillas en ellas. Varios animales arribaron por mar: lagartos o insectos flotando en troncos; tortugas, originalmente de una variedad marina, que llegaban a nado. Luego de miles de años, cada criatura se había adaptado a los alimentos y predadores que halló ahí, cambiando entre tanto su forma y apariencia. Los animales que no lograron adaptarse se extinguieron, como los fósiles de las criaturas gigantescas que Darwin desenterró en Argentina. Aquella había sido una lucha inclemente por la sobrevivencia. La vida en esas islas no había sido creada de una vez y para siempre por un ser divino. Las criaturas que las habitaban habían evolucionado lentamente hasta adoptar la forma que exhibían en ese momento. Y estas islas representaban un microcosmos del planeta mismo.
Durante su viaje a casa, Darwin desarrolló más ampliamente esta teoría, de implicaciones revolucionarias. Probar su validez se convertiría en la obra de su vida.
En octubre de 1836, el Beagle llegó por fin a Inglaterra, tras cerca de cinco años en el mar. Darwin corrió a casa, y cuando su padre lo vio, se quedó atónito. Había cambiado físicamente. Su cabeza parecía más grande. Su actitud entera era distinta; agudeza y seriedad de propósito se advertían en sus ojos, casi el aspecto contrario al del joven extraviado que años antes se había hecho a la mar. Resultaba obvio que ese viaje había transformado a su hijo en cuerpo y espíritu.
CLAVES PARA LA MAESTRÍA
No hay mayor maestría que la de dominarse a uno mismo.
–LEONARDO DA VINCI
En las historias de los grandes maestros, pasados y presentes, podemos detectar inevitablemente una fase de su vida en la que todas sus facultades futuras estaban en desarrollo, como la crisálida de una mariposa. Esta parte de su existencia –un aprendizaje en gran medida autodirigido que dura de cinco a diez años– recibe poca atención porque no contiene anécdotas de grandes logros o descubrimientos. En su fase de aprendizaje, esos individuos no suelen ser todavía muy diferentes de cualquier otro. Bajo la superficie, sin embargo, su mente se transforma de modos que no podemos ver pero que contienen todas las semillas de su éxito futuro.
La manera en que esos maestros pasan por esta fase se deriva en alto grado de una comprensión intuitiva de lo más importante y esencial para su desarrollo, pero al estudiar lo que hicieron podemos aprender lecciones inapreciables. De hecho, un examen atento de su vida revela un patrón que trasciende sus diversos campos, lo que indica la existencia de una especie de aprendizaje ideal para la maestría. Y para entender este patrón, para seguirlo a nuestra manera debemos comprender algo sobre la idea y necesidad misma de pasar por una etapa de aprendizaje.
En la infancia se nos inculca la cultura a lo largo de un extenso periodo de dependencia, mucho más prolongado que el de cualquier otro animal. En ese periodo aprendemos a leer y escribir, hacer operaciones matemáticas y ejercer habilidades intelectuales, junto con otras más. Gran parte de esto sucede bajo la vigilante y amorosa guía de padres y maestros. Cuando crecemos, se hace más énfasis en el aprendizaje libresco, a fin de absorber tanta información como sea posible sobre varios temas. Tales conocimientos de historia, ciencias o literatura son abstractos y el proceso de adquirirlos implica en gran medida una asimilación pasiva. Al cabo de este proceso (por lo general entre los dieciocho y veinticinco años de edad), se nos arroja al gélido y áspero mundo del trabajo, en el que debemos defendernos solos.
Cuando salimos del estado de dependencia juvenil, en realidad no estamos listos para manejar la transición a una fase totalmente independiente. Llevamos con nosotros el hábito de aprender de libros o maestros, lo que es en gran medida impropio para la fase práctica y autónoma de la vida que viene después. Tendemos a ser socialmente ingenuos y a estar impreparados para los juegos políticos al uso. Aún inseguros de nuestra identidad, creemos que lo que importa en el mundo del trabajo es llamar la atención y hacer amigos. Y estos errores y candidez son brutalmente expuestos por la luz de la realidad.
Si nos vamos adaptando con el paso del tiempo, podríamos hallar finalmente nuestro camino; pero si cometemos demasiadas equivocaciones, nos crearemos un sinfín de problemas. Pasaremos demasiado tiempo enredados en dificultades emocionales y jamás tendremos suficiente desapego para reflexionar y aprender de nuestras experiencias. Por su propia naturaleza, el aprendizaje debe ser hecho por cada individuo a su manera. Seguir al pie de la letra el ejemplo de otros o los consejos de un libro es una práctica autoderrotista. Ésta es la fase de la vida en la que finalmente declaramos nuestra independencia y establecemos quiénes somos. Pero para esta segunda educación en nuestra existencia, decisiva para nuestro éxito futuro, existen lecciones eficaces y esenciales de las que todos podemos beneficiarnos y que pueden alejarnos de errores comunes y ahorrarnos tiempo muy valioso.
Esas lecciones trascienden todos los campos y periodos históricos porque se relacionan con algo esencial en la psicología humana y en la forma en que funciona nuestro cerebro. Pueden destilarse en un principio general de la fase de aprendizaje y un proceso que sigue libremente tres pasos.
El principio es simple y debes grabarlo profundamente en tu memoria: la meta de todo aprendizaje no es el dinero, una buena posición, un título o un diploma, sino la transformación de tu mente y de tu carácter, la primera transformación en el camino a la maestría. En una profesión te inicias como un extraño. Eres ingenuo y estás repleto de ideas falsas sobre ese nuevo mundo. Tu cabeza está llena de sueños y fantasías sobre el futuro. Tu conocimiento del mundo es subjetivo, se basa en emociones, inseguridades y una experiencia limitada. Poco a poco irás poniendo los pies sobre la tierra, en el mundo objetivo representado por los conocimientos y las habilidades que permiten a la gente tener éxito. Aprenderás a trabajar con los demás y manejar las críticas. Y entre tanto, pasarás de ser impaciente y disperso a ser disciplinado y concentrado, con una mente capaz de manejar la complejidad. Al final ejercerás pleno dominio de ti y de tus debilidades.
Esto tiene una consecuencia simple: debes elegir los lugares y puestos de trabajo que te brinden las mayores posibilidades de aprendizaje. Los conocimientos prácticos son la mercancía suprema, que te pagará dividendos por décadas, muy superiores al mezquino aumento de sueldo que podrías recibir en un puesto aparentemente lucrativo que te ofrezca pocas oportunidades de aprendizaje. Esto significa perseguir retos que te hagan mejorar y fortalecerte, en los que obtendrás la más objetiva retroalimentación sobre tu desempeño y progreso. No elijas un aprendizaje que parezca fácil y cómodo.
En este sentido, sigue los pasos de Charles Darwin. En definitiva estás solo, en un viaje en el que labrarás tu futuro. Éste es el momento de la juventud y la aventura, de explorar el mundo con mente y espíritu abiertos. De hecho, cada vez que aprendes una habilidad o alteras sobre la marcha tu trayectoria profesional, recuperas esa parte jovial y aventurera de ti. Darwin pudo haber jugado a la segura, recolectando lo estrictamente necesario y pasando más tiempo a bordo estudiando en vez de explorar activamente. Pero, en ese caso, no habría sido un científico ilustre, sino apenas un coleccionista más. Buscaba retos constantemente, obligándose a salir de su zona de confort. Se sirvió del peligro y las dificultades para medir sus progresos. Adopta tú ese mismo espíritu y ve tu aprendizaje como una especie de trayecto en el que habrás de transformarte en algo más, antes que como un monótono adoctrinamiento en el mundo del trabajo.
La fase del aprendizaje: los tres pasos o modos
Con el principio ya descrito como guía de tus decisiones, piensa en los tres pasos esenciales de tu aprendizaje, los cuales se empalman entre sí. Esos pasos son: observación profunda (el modo pasivo), adquisición de habilidades (el modo práctico) y experimentación (el modo activo). Ten en cuenta que el aprendizaje puede adoptar muchas formas. Puede ocurrir en un solo lugar a lo largo de varios años, o constar de varias posiciones en lugares diferentes, una suerte de aprendizaje compuesto que implica muchas habilidades. Puede incluir una mezcla de estudios de posgrado y experiencia práctica. En todos esos casos, te será útil pensar en términos de estos pasos, aunque quizá tengas que conceder más relevancia a uno en particular, según la naturaleza de tu campo.
Paso uno: observación profunda. El modo pasivo
Cuando te introduces en una profesión o entorno nuevo, entras en un mundo con reglas, procedimientos y dinámica social propios. Durante décadas, y aun siglos, la gente ha reunido conocimientos acerca de cómo se hacen las cosas en un campo particular, y cada generación supera a la anterior. Además, cada lugar de trabajo tiene sus propias convenciones, reglas de conducta y normas laborales. Existen, asimismo, toda clase de relaciones de poder entre los individuos. Todo esto representa una realidad que trasciende tus necesidades y deseos individuales. Así, tu tarea al entrar en ese mundo es observar y asimilar su realidad lo mejor posible.
El error más grande que puedes cometer en los meses iniciales de tu aprendizaje es creer que tienes que llamar la atención, impresionar a la gente y mostrar tu valía. Estas ideas dominarán tu mente y la cerrarán a la realidad que te rodea. Toda atención positiva que recibas será ilusoria; no se basará en tus habilidades ni en nada real, y se volverá en tu contra. En cambio, reconoce la realidad y ríndete a ella, atenuando tus colores y manteniéndote en segundo plano tanto como sea posible, con una actitud pasiva que te brinde margen para observar. Desecha también todas tus ideas preconcebidas sobre el mundo en el que acabas de entrar. Si impresionas a la gente en esos primeros meses, debería ser a causa de la seriedad de tu deseo de aprender, no porque pretendas llegar a la cima antes de estar preparado para ello.
Observarás dos realidades esenciales en ese mundo nuevo. Primero, observarás las reglas y procedimientos que rigen el éxito en ese medio; en otras palabras, “así es como se hacen las cosas aquí”. Algunas de estas reglas se te comunicarán de manera directa, por lo general las superficiales y de sentido común. Préstales atención y obsérvalas, pero las realmente interesantes son las reglas tácitas que forman parte de la cultura laboral de fondo. Éstas atañen al estilo y valores considerados importantes, y a menudo son reflejo del carácter del hombre o mujer en la cúspide.
Puedes observar estas reglas examinando a los que ascienden en la jerarquía, quienes se distinguen por su habilidad. Más reveladoramente, puedes observar a los más torpes, a quienes han sido castigados por errores particulares o hasta despedidos. Estos ejemplos sirven como detonadores negativos: haz las cosas así y lo lamentarás.
La segunda realidad que observarás son las relaciones de poder dentro del grupo: quién tiene el verdadero control; a través de quiénes fluyen todas la comunicaciones, quién va en ascenso y quién en declive. (Para obtener más información sobre este elemento de la inteligencia social, consulta el capítulo 4.) Estas reglas políticas y de procedimiento bien podrían ser disfuncionales o contraproducentes, pero tu labor no es juzgarlas ni quejarte, sino entenderlas, obtener una visión completa del terreno. Eres como un antropólogo que estudia una cultura extraña, y que debe estar a tono con todos sus matices y convenciones. No estás ahí para cambiar esa cultura; si lo intentas, terminarás muerto o, en el caso del trabajo, despedido. Más tarde, cuando hayas conseguido poder y maestría, serás quien reescriba o destruya esas mismas reglas.
Cada tarea que recibes, por modesta que sea, te da la oportunidad de observar el mundo del trabajo. Ningún detalle sobre las personas que lo ocupan es trivial. Todo lo que ves u oyes es una señal por descifrar. Con el tiempo podrás ver y entender cosas de esa realidad que al principio se te escapaban. Por ejemplo, una persona que inicialmente creíste que tenía mucho poder podría acabar siendo “perro que ladra pero no muerde”. Poco a poco comenzarás a ver la verdad detrás de las apariencias. Cuando acumules más información sobre las reglas y dinámica de poder de tu nuevo entorno, podrás empezar a analizar por qué existen y qué relación tienen con las tendencias generales en tu campo. Pasarás así de la observación al análisis, afinando tus habilidades intelectuales, aunque sólo luego de meses de cuidadosa atención.
Podemos ver claramente la forma en que Charles Darwin siguió este paso. Gracias a que dedicó los primeros meses de su viaje a estudiar la vida a bordo del barco y percibir las reglas no escritas, su tiempo para la ciencia fue más productivo. Al adaptarse, evitó batallas innecesarias que más tarde habrían estorbado su labor científica, por no hablar de la agitación emocional que esto le habría representado. Después aplicó esta misma técnica con los gauchos y otras comunidades locales con que estableció contacto. Esto le permitió explorar regiones más amplias y recolectar más especímenes. En otro nivel, se transformó lentamente en, quizá, el más astuto observador de la naturaleza que el mundo haya conocido hasta la fecha. Librándose de toda idea preconcebida sobre la vida y sus orígenes, Darwin aprendió a ver las cosas como son. No teorizaba ni generalizaba sobre lo que veía hasta acumular información suficiente. Rindiéndose a la realidad y asimilando todos los aspectos de su viaje, terminó penetrando una de las realidades fundamentales: la evolución de todos los seres vivos.
Comprende: existen varias razones decisivas de que debas seguir este paso. Primero, conocer tu entorno por dentro y por fuera te ayudará a desenvolverte en él y evitar costosos errores. Eres como un cazador: tu conocimiento de cada detalle del bosque y el ecosistema en general te dará más opciones de sobrevivencia y éxito. Segundo, la aptitud para observar cualquier entorno desconocido se volverá en ti una habilidad crucial de por vida. Desarrollarás el hábito de apaciguar tu ego y mirar fuera, no dentro. En todo encuentro verás lo que la mayoría de la gente no percibe por estar pensando en ella misma. Cultivarás una visión aguda para la psicología humana y reforzarás tu capacidad de concentración. Por último, te acostumbrarás a observar primero, basando tus ideas y teorías en lo que has observado con tus propios ojos, y analizar después lo que encontraste. Ésta será una habilidad muy importante en la siguiente fase creativa de la vida.
Paso dos: adquisición de habilidades. El modo práctico
En cierto momento, mientras avanzas por esos meses iniciales de observación, llegarás a la parte crucial del aprendizaje: la práctica para adquirir habilidades. Toda actividad humana, empeño o profesión implica dominar habilidades. En algunos campos, esto es directo y obvio, como operar una herramienta o máquina o crear algo físico. En otros, consiste en una combinación de lo físico y lo mental, como la observación y recolección de especímenes de Charles Darwin. En otros más, las habilidades son vagas, como manejar personas o buscar y organizar información. Reduce cuanto puedas esas aptitudes a algo simple y esencial, el núcleo de aquello para lo que debes ser bueno, habilidades que puedes practicar.
En la adquisición de cualquier habilidad está presente un proceso de aprendizaje natural que coincide con el funcionamiento de nuestro cerebro. Este proceso conduce a lo que llamaremos el conocimiento tácito, una sensibilidad para lo que haces que es difícil de poner en palabras pero fácil de mostrar en la acción. Y para entender cómo opera este proceso es útil examinar el mejor sistema que se haya inventado hasta la fecha para desarrollar habilidades y obtener conocimientos tácitos: el sistema de aprendizaje de la Edad Media.
Este sistema surgió como solución a un problema: al ensancharse los oficios en la Edad Media, los maestros de los diversos gremios ya no pudieron depender de los miembros de su familia para que trabajaran en sus talleres. Necesitaban más manos. Pero era inútil conseguir gente que fuera y viniera; necesitaban estabilidad y tiempo para acumular habilidades en sus trabajadores. Desarrollaron así el sistema de aprendizaje de oficios, de acuerdo con el cual jóvenes de entre doce y diecisiete años de edad entraban a trabajar a un taller, firmando un contrato que los comprometía por un periodo de siete años. Al final de este lapso, los aprendices debían pasar una prueba maestra, o producir una obra maestra para mostrar su nivel de habilidad. Una vez salvado este paso, se les ascendía al rango de oficiales y podían viajar donde hubiera trabajo para practicar su ocupación.
Como en ese entonces había pocos libros o dibujos, los aprendices adquirían el dominio de su oficio observando a los maestros e imitándolos lo mejor que podían. Adquirían práctica mediante repeticiones interminables y el trabajo directo, con muy poca instrucción verbal (la palabra “aprendiz” proviene del latín prehendere, que significa “tomar con la mano”). Puesto que recursos como los textiles, la madera y los metales eran caros y no podían desperdiciarse en prácticas, los aprendices pasaban la mayor parte de su tiempo trabajando directamente con los materiales que usarían para el producto terminado. Tenían que saber cómo concentrarse en su trabajo y no cometer errores.
Si se suma el tiempo que los aprendices dedicaban a trabajar directamente con materiales a lo largo de esos años, se obtiene un total de más de diez mil horas, suficientes para establecer un nivel excepcional de habilidad en un oficio. El poder de esta forma de conocimiento tácito cobra forma en las grandiosas catedrales góticas de Europa, obras maestras de belleza, destreza y estabilidad, erigidas todas ellas sin planos ni libros. Esas catedrales representaban las habilidades acumuladas de numerosos artesanos e ingenieros.
Lo que esto significa es simple: la lengua, oral y escrita, es un invento relativamente reciente. Mucho antes de ello, nuestros antepasados ya aprendían diversas habilidades: elaboración de herramientas, cacería, etcétera. El modelo natural para aprender, basado en gran medida en el poder de las neuronas espejo, descansaba en observar e imitar a otros y repetir después esa misma acción una y otra vez. Nuestro cerebro es especialmente apto para esta forma de aprendizaje.
En una actividad como andar en bicicleta, todos sabemos que es más fácil observar a alguien y seguir su ejemplo que escuchar o leer instrucciones. Cuanto más lo hacemos, más fácil se vuelve. Aun en el caso de aptitudes eminentemente mentales, como programar computadoras o hablar un idioma extranjero, aprendemos mejor mediante la práctica y la repetición, el proceso natural del aprendizaje. Una lengua extranjera se domina hablándola lo más posible, no leyendo libros y asimilando teorías. Cuanto más hablamos y practicamos, más fluidos somos.
Si llevas esto más lejos, entrarás en un ciclo de rendimientos acelerados, en el que la práctica se vuelve más fácil e interesante, lo que te hace capaz de practicar más horas, incrementa tu nivel de habilidad y aumenta más todavía el interés de practicar. Arribar a este ciclo es una meta que debes fijarte, y para llegar ahí has de comprender algunos principios básicos de las habilidades.
Primero, es esencial que comiences con una habilidad que puedas dominar y que sirva de base para adquirir otras. Evita a toda costa la idea de que puedes aprender varias aptitudes al mismo tiempo. Deberás desarrollar para ello tu capacidad de concentración y probar la realización de tareas múltiples dará al traste con el proceso.
Segundo, las etapas iniciales de adquisición de una habilidad implican invariablemente tedio. Pero en vez de evitar este ineludible aburrimiento, acéptalo. El dolor y el hastío que experimentamos en la etapa inicial del aprendizaje de una habilidad fortalece nuestra mente, a la manera del ejercicio físico. Muchas personas creen que todo ha de ser placentero en la vida, lo que las hace buscar constantes distracciones y atajos en el proceso de adquisición de conocimientos. El dolor es una especie de reto que tu mente te pone; ¿aprenderás a concentrarte y vencer el hastío, o sucumbirás como un niño a la necesidad de placer y distracción inmediatos? Al igual que en el ejercicio físico, podrías derivar incluso un placer perverso de este dolor, a sabiendas de los beneficios que te brindará. En cualquier caso, ataca el hastío de frente y no intentes evitarlo ni reprimirlo. A todo lo largo de la vida encontrarás situaciones tediosas y debes cultivar la aptitud de manejarlas con disciplina.
Al practicar una habilidad en sus etapas iniciales, sucede algo neurológico en el cerebro que es importante que comprendas. Cuando comienzas algo nuevo, gran número de neuronas de la corteza frontal (el área de mando más elevada y consciente del cerebro) se activan para ayudarte a aprender. El cerebro debe lidiar entonces con gran cantidad de información nueva, lo que resultaría estresante y abrumador si estuviera únicamente a cargo de una parte limitada del cerebro. La corteza frontal aumenta incluso de tamaño en esta fase inicial, durante la que nos concentramos mucho en una tarea. Pero una vez que algo se repite lo suficiente, se vuelve fijo y autómático, y las vías neurales de la habilidad respectiva se delegan a otras partes del cerebro, abajo de la corteza. Las neuronas de la corteza frontal necesarias en las etapas iniciales son descargadas ahora para ayudarnos a aprender otra cosa y aquella área recupera su tamaño normal.
Al final se habrá desarrollado toda una red de neuronas para recordar esa tarea específica, lo que explica que podamos seguir andando en bicicleta años después de haber aprendido a hacerlo. Si pudiéramos asomarnos a la corteza frontal de quienes han dominado algo mediante repetición, la hallaríamos notoriamente quieta e inactiva mientras ellos ejercen esa habilidad. Toda su actividad cerebral sucede en áreas inferiores y requiere menos control consciente.
Este proceso de fijación de habilidades no puede ocurrir si estás constantemente distraído, pasando de una tarea a otra. En ese caso, las vías neurales dedicadas a dicha habilidad nunca se asientan; lo que aprendes es demasiado tenue para echar raíces en tu cerebro. Es mejor dedicar dos o tres horas de concentración intensa en una aptitud que ocho de concentración difusa. Debes estar lo más atento posible a lo que haces.
Una vez que una acción se vuelve automática, dispones de espacio mental para observarte mientras la practicas. Usa esta distancia para tomar nota de tus debilidades o defectos por corregir, para analizarte. También es útil obtener de otros cuanta retroalimentación sea posible, para tener puntos de referencia con los cuales medir tus progresos, a fin de saber cuánto te falta aún por recorrer. Las personas que no practican ni aprenden habilidades jamás adquieren un sentido propio de la proporción o de autocrítica. Creen poder lograr todo sin esfuerzo y tienen poco contacto con la realidad. Probar algo una y otra vez te afianza en la realidad, lo que te hace plenamente consciente de tus insuficiencias y de lo que puedes conseguir con más trabajo y esfuerzo.
Si llevas más lejos esto, entrarás naturalmente en el ciclo de rendimientos acelerados: al aprender y adquirir habilidades, podrás variar lo que haces, descubriendo matices por desarrollar en tu trabajo, para hacerlo más interesante. Al volverse más automáticos estos elementos, tu mente no se cansa por el esfuerzo y puedes practicar más, lo que a su vez te brinda más habilidad y placer. Podrás buscar retos, nuevas áreas por conquistar, manteniendo un alto nivel de interés. Cuando el ciclo se acelera, puedes llegar a un punto en el que tu mente esté totalmente absorta en la práctica y entre en una especie de estado de flujo, en el que todo lo demás se bloquea. Te vuelves uno con la herramienta, instrumento o cosa que estudias. Tu habilidad no es algo que pueda ponerse en palabras, sino que está embebida en tu cuerpo y sistema nervioso: se convierte en conocimiento tácito. Aprender cualquier destreza te prepara para la maestría. La sensación de flujo y de ser parte del instrumento anuncia los grandes placeres que la maestría es capaz de ofrecer.
En esencia, cuando practicas y desarrollas una habilidad te transformas. Descubres capacidades antes latentes, las cuales se manifiestan mientras progresas. Te desarrollas emocionalmente. Tu sentido del placer se redefine. Lo que brinda placer inmediato acaba por parecer una distracción, un entretenimiento vacío para pasar el tiempo. El verdadero placer procede de vencer retos, sentir seguridad en tus aptitudes, conseguir fluidez en tus habilidades y experimentar el poder que esto conlleva. Desarrollas paciencia. El hastío ya no señala la necesidad de distracción, sino de nuevos retos por vencer.
Aunque podría parecer que el tiempo necesario para dominar las habilidades básicas y alcanzar cierto nivel de pericia depende del campo y tu talento, quienes han investigado este tema dan repetidamente con el número de diez mil horas. Ésta parece ser la cantidad necesaria de tiempo de práctica de calidad para alcanzar un alto nivel de destreza, y se aplica a compositores, ajedrecistas, escritores y atletas, entre muchos otros. Ese número tiene una resonancia casi mágica o mística. Significa que tanto tiempo de práctica –sea cual fuere la persona o el campo– produce un cambio cualitativo en el cerebro humano. La mente ha aprendido a organizar y estructurar grandes cantidades de información. Dado todo este conocimiento tácito, ahora puede ser creativa y jugar con él. Aunque ese número de horas parezca elevado, suele equivaler a entre siete y diez años de práctica firme y sostenida, aproximadamente el periodo del aprendizaje tradicional. En otras palabras, la práctica concentrada en el tiempo no puede menos que producir resultados.
Paso tres: experimentación. El modo activo
Ésta es la parte más corta del proceso, del que constituye sin embargo un componente crítico. Cuando adquieres habilidad y seguridad, debes pasar a un modo más activo de experimentación. Esto podría significar asumir mayor responsabilidad, iniciando un proyecto o haciendo un trabajo que te exponga a las críticas de tus compañeros, incluso del público. La intención es medir tu progreso y saber si aún hay lagunas en tus conocimientos. Te observas en acción para ver cómo reaccionas a los juicios de otros. ¿Podrás aceptar la crítica y usarla en forma constructiva?
En el caso de Charles Darwin, conforme su viaje avanzaba y él gestaba las nociones que lo llevarían a su teoría de la evolución, decidió exponer sus ideas a otros. Primero, en el Beagle, las discutió con el capitán y asimiló con paciencia las vehementes críticas de éste contra la idea. Ésta, se dijo Darwin, sería más o menos la reacción del público y él tendría que prepararse para ello. Comenzó asimismo a escribir cartas a diversos científicos y sociedades científicas en Inglatera. Las respuestas que recibió indicaban que había encontrado algo importante, pero que tendría que investigar más. En el caso de Leonardo da Vinci, a medida que progresaba en el estudio de Verrocchio, empezó a experimentar y afirmar su estilo propio. Descubrió, para su sorpresa, que al maestro le impresionaba su inventiva. Esto le hizo saber que su aprendizaje estaba por concluir.
La mayoría de la gente espera demasiado para dar este paso, generalmente por miedo. Siempre es más fácil aprender las reglas y permanecer en tu zona de confort. Pero a menudo debes obligarte a iniciar esos actos o experimentos antes de creerte preparado para hacerlo. Pruebas tu carácter, superas tus miedos y desarrollas cierto desapego de tu trabajo, viéndolo con ojos ajenos. Obtienes así un gusto por la fase siguiente, en la que lo que produzcas estará bajo constante escutrinio.
Sabrás que tu aprendizaje terminó cuando sientas que ya no te queda nada por aprender en ese medio. Es hora entonces de que declares tu independencia, o continúes tu aprendizaje en otro lugar para seguir ampliando tu base de habilidades. Más tarde, cuando enfrentes un cambio en tu carrera o la necesidad de aprender nuevas aptitudes, este proceso será para ti como una segunda naturaleza, porque ya lo conoces. Has aprendido a aprender.
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Muchas personas podrían creer que la noción de aprendizaje y adquisición de habilidades es una reliquia exótica de épocas pasadas, cuando trabajar significaba hacer cosas. Después de todo, estamos ya en la era de la información y la computación, en la que la tecnología nos permite hacer infinidad de cosas sin los inconvenientes de la práctica y la repetición; así, muchas cosas se han vuelto virtuales en nuestra vida, haciendo obsoleto el modelo del artesano. O al menos así lo cree este argumento.
Pero la verdad es que esa idea sobre la naturaleza de nuestro tiempo es por completo incorrecta y hasta peligrosa. La era en que vivimos no se caracteriza porque la tecnología lo facilite todo, sino por la mayor complejidad que afecta todos los campos. En los negocios, la competencia se ha globalizado e intensificado. Una persona de negocios debe dominar un panorama mucho mayor que en el pasado, lo que significa más conocimientos y habilidades. El futuro de las ciencias no está en la mayor especialización, sino en la combinación e intergeneración de conocimientos de diversos campos. En las artes, los gustos y estilos cambian ya a un ritmo acelerado. Un artista debe estar al tanto de esto y ser capaz de crear nuevas formas, permaneciendo siempre en la sección delantera de la curva. Esto suele requerir la posesión de algo más que conocimientos especializados de una forma de arte particular, lo que implica conocer otras artes, e incluso ciencias, junto con lo que sucede en el mundo.
En todas estas áreas, se pide al cerebro humano hacer y manejar más que antes. Hoy nos las vemos con muchos campos de conocimiento en cruce constante con el nuestro, y todo este caos es exponencialmente incrementado por la información disponible gracias a la tecnología. Esto quiere decir que todos debemos poseer diferentes formas de conocimiento y un conjunto de habilidades en campos diferentes, así como una mente capaz de organizar grandes cantidades de información. El futuro pertenece a quienes adquieren más habilidades y las combinan en formas creativas. Y, por virtual que sea, el proceso de aprender habilidades sigue siendo el mismo de siempre.
En el futuro, la gran división estará entre quienes se hayan preparado para manejar tales complejidades y quienes se vean abrumados por ellas; entre quienes puedan adquirir habilidades y disciplinar su mente y quienes se distraigan irrevocablemente con todos los medios a su alrededor y no puedan concentrarse para aprender. Así, la fase de aprendizaje es hoy más relevante e importante que nunca, y quienes desestiman esta noción casi sin duda serán dejados atrás.
Vivimos, por último, en una cultura que suele valorar el intelecto y el razonamiento con palabras. Tendemos a concebir el trabajo con las manos, de armar algo físico, como una habilidad degradada, para los menos inteligentes. Éste es un valor cultural contraproducente. El cerebro humano evolucionó en íntima conjunción con la mano. Muchas de nuestras más antiguas habilidades de sobrevivencia dependieron de la elaborada coordinación ojo-mano. Hasta la fecha, gran parte de nuestro cerebro se dedica a esta relación. Cuando trabajamos con las manos y armamos algo, aprendemos a secuenciar nuestras acciones y organizar nuestras ideas. Al desarmar algo para repararlo, adquirimos habilidades de resolución de problemas, con amplias aplicaciones. Así sea sólo como actividad secundaria, busca la manera de trabajar con las manos o de conocer mejor la operación interna de las máquinas y dispositivos tecnológicos que te rodean.
Muchos maestros han intuido esta relación. Thomas Jefferson, ávido reparador e inventor, creía que los artesanos eran ciudadanos de excelencia porque sabían cómo funcionaban las cosas y poseían un sentido común práctico, todo lo cual les servía para satisfacer necesidades cívicas. Albert Einstein era un violinista apasionado. Pensaba que trabajar así con las manos y tocar música contribuía a sus procesos mentales.
En general, sea cual fuere tu campo, concíbete como un constructor que usa materiales e ideas. Produces algo tangible con tu trabajo, algo que afecta a la gente en forma directa y concreta. Para erigir bien cualquier cosa –una casa, una organización política, una empresa o una película– debes conocer el proceso de construcción y poseer las habilidades necesarias para practicarlo. Eres un artesano que está aprendiendo a adherirse a los más altos estándares. Por todos estos motivos, debes pasar por un aprendizaje detallado. En este mundo no harás nada que valga la pena si no empiezas por desarrollarte y transformarte a ti mismo.
ESTRATEGIAS PARA LLEVAR
A CABO EL APRENDIZAJE IDEAL
No pienses que lo que se te dificulta es humanamente imposible; y si es humanamente posible, considéralo a tu alcance.
–MARCO AURELIO
A lo largo de la historia, maestros de todos los campos han ideado para sí diversas estrategias para emprender y consumar un aprendizaje ideal. Las ocho estrategias clásicas siguientes se han destilado de la historia de su vida y se ilustran con ejemplos. Aunque algunas de ellas podrían parecer más relevantes que otras para tus circunstancias, todas exponen verdades fundamentales del proceso de aprendizaje que te sería útil interiorizar.
1. Valora el aprendizaje más que el dinero
En 1718, Josiah Franklin decidió incorporar a Benjamin, su hijo, de doce años de edad, como aprendiz de su lucrativa empresa familiar de elaboración de velas en Boston. Su idea era que, tras siete años de aprendizaje y algo de experiencia, Benjamin se hiciera cargo del negocio. Pero el hijo pensaba otra cosa. Amenazó con hacerse a la mar si su padre no le permitía elegir dónde aprender. Josiah ya había perdido de esa forma a otro de sus hijos, así que cedió. Para su sorpresa, Benjamin decidió trabajar en la imprenta que uno de sus hermanos mayores acababa de poner. En ese ramo tendría que trabajar más y pasar por un periodo de aprendizaje de nueve años en lugar de siete. Asimismo, la actividad de impresión era notoriamente inestable, de manera que confiarle el futuro propio constituía un riesgo enorme. Pero ésa había sido la decisión de Benjamin, determinó el padre. Él tendría que aprender por la vía difícil.
Lo que el joven Benjamin no dijo a su padre era que estaba resuelto a ser escritor. Casi todo el trabajo en la imprenta implicaba labores manuales y operar máquinas, pero de vez en cuando él pedía leer galeras y corregir un folleto o texto. Y siempre había libros nuevos alrededor. Años después de iniciado este proceso, Franklin descubrió que algunos de sus textos favoritos provenían de los periódicos ingleses que se reeditaban en la imprenta. Solicitó entonces supervisar la impresión de esos artículos, para poder estudiarlos en detalle e imitar su estilo. Al paso de los años logró convertir eso en una manera muy eficiente de aprender a escribir, con el beneficio adicional de haber conocido en detalle el ramo de la impresión.
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Tras graduarse en el Politécnico de Zurich en 1900, Albert Einstein, entonces de veintiún años de edad, descubrió que sus perspectivas de empleo eran muy escasas. Habiendo ocupado uno de los últimos lugares en su clase, la posibilidad de obtener un puesto como maestro era prácticamente nula. Feliz de estar lejos de la universidad, planeaba investigar por su cuenta ciertos problemas de la física que lo habían obsesionado durante años. Sería, así, autodidacta en teorías y experimentos mentales. Pero, entre tanto, tendría que ganarse la vida. Le habían ofrecido un empleo como ingeniero en la empresa de turbinas de su padre en Milán, pero ese puesto no le dejaría tiempo libre. Un amigo podía conseguirle un trabajo bien remunerado en una compañía de seguros, pero esto anquilosaría su cerebro y agotaría su energía para pensar.
Un año después, otro amigo mencionó una vacante en la Oficina Suiza de Patentes, en Berna. El salario no era muy jugoso, el puesto era de bajo nivel y el horario muy prolongado, además de lo cual el trabajo consistía en la muy trivial tarea de revisar solicitudes de patente, pero Einstein aceptó de inmediato. Eso era justo lo que necesitaba. Su tarea sería analizar la validez de solicitudes de patente, muchas de las cuales incluían aspectos de la ciencia que le interesaban. Esos papeles serían para él como pequeños acertijos o experimentos mentales; podría visualizar el modo en que las ideas se traducirían en inventos. Trabajar con ellos afinaría sus facultades intelectuales. Luego de varios meses en el empleo, Einstein se había vuelto tan bueno para ese juego mental que terminaba su trabajo en dos o tres horas, lo que le dejaba el resto del día para enfrascarse en sus experimentos. En 1905 publicó su primera teoría de la relatividad, gran parte de la cual había elaborado en su escritorio de la Oficina de Patentes.
Martha Graham (para más información sobre sus primeros años, ver aquí) se educó originalmente como bailarina en la Denishawn School de Los Ángeles, pero años más tarde decidió que ya había aprendido suficiente y debía pulir sus aptitudes en otra parte. Fue a dar así a Nueva York, donde en 1924 se le ofreció un empleo de dos años como bailarina en un espectáculo de revista; la paga era buena, de modo que aceptó. Bailar es bailar, pensó ella, y en su tiempo libre podría trabajar en sus propias ideas. Pero casi al final de ese periodo, decidió que nunca más volvería a aceptar un empleo comercial. Esto le quitaba toda su energía creativa y destruía su deseo de aprovechar su tiempo libre. También le hacía sentir que dependía de un salario.
Cuando se es joven, decidió Graham, lo importante es aprender a arreglárselas con poco dinero y aprovechar al máximo la gran energía que se posee. En los años siguientes, trabajaría como maestra de danza, aunque apenas las horas suficientes para ganar un salario que le permitiera sobrevivir. El resto del tiempo lo dedicaría a desarrollar el nuevo estilo dancístico que deseaba crear. Sabiendo que la opción era esclavizarse en un trabajo comercial, sacaba el mayor provecho posible de cada minuto a su disposición, lo que le permitió sentar en esos años las bases de la revolución más radical en la danza moderna.
Como se contó en el capítulo I (ver aquí), cuando la carrera de Freddie Roach como boxeador llegó a su fin, en 1986, él consiguió trabajo como vendedor por teléfono en Las Vegas. Un día entró en el gimnasio donde había entrenado, bajo la conducción del legendario mánager Eddie Futch, y encontró ahí a muchos boxeadores que no recibían atención personalizada de Futch. Aunque nadie se lo pidió, empezó a merodear por el gimnasio todas las tardes, para prestar ayuda. Esto se volvió un trabajo no remunerado, así que él conservó su empleo de ventas por teléfono. Cumplir ambas labores le dejaba tiempo apenas suficiente para dormir. Y aunque la situación era casi insoportable, pudo resistir porque aprendía el oficio al que se sabía destinado. En pocos años había impresionado con sus conocimientos a suficientes boxeadores jóvenes para montar su propio establecimiento y pronto se convirtió en el mánager más exitoso de su generación.
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Es una sencilla ley de la psicología humana que tus pensamientos tenderán a girar en torno a lo que más valoras. Si es el dinero, escogerás como sitio de aprendizaje el lugar que te ofrezca el sueldo más alto. Inevitablemente, sentirás ahí grandes presiones para demostrar que vales lo que se te paga, con frecuencia antes de estar preparado siquiera para hacerlo. Fijarás tu atención en ti mismo, tus inseguridades y la necesidad de complacer e impresionar a la gente indicada, no en adquirir habilidades. Cometer errores y aprender de ellos será tan costoso que desarrollarás un enfoque cauto, conservador. Al avanzar en la vida, te volverás adicto a un salario abultado y esto determinará la dirección que sigas, lo que pienses y lo que hagas. A la larga, el tiempo que no dedicaste a adquirir habilidades te cobrará la factura y tu caída será dolorosa.
Valora en cambio el aprendizaje sobre todo lo demás. Esto te llevará a todas las decisiones correctas. Optarás por la situación que te ofrezca más oportunidades de aprender, en particular un trabajo de acción directa. Elegirás un lugar con personas y mentores capaces de inspirarte y enseñarte. Un empleo con un salario mediocre tiene el beneficio adicional de enseñarte a arreglártelas con menos, habilidad vital muy valiosa. Si tu aprendizaje debe hacerse sobre todo en tu tiempo libre, elegirás un lugar que te permita pagar tus cuentas, quizá uno que mantenga activa tu mente pero que también te brinde tiempo y espacio mental para trabajar por tu cuenta. Nunca desdeñes un aprendizaje sin remuneración. De hecho, suele ser el colmo de la sabiduría hallar el mentor perfecto y ofrecerle gratuitamente tus servicios como asistente. Satisfecho de poder explotar tu ansioso espíritu a bajo costo, ese mentor tenderá a revelarte algo más que los usuales secretos del oficio. Al final, gracias a que valoraste el aprendizaje sobre lo demás, habrás sentado las bases para tu expansión creativa y el dinero no tardará en llegar.
2. Amplía siempre tus horizontes
Para la escritora Zora Neale Hurston (1891-1960), su infancia fue una especie de edad de oro. Creció en Eatonville, Florida, ciudad relativamente anómala en el sur de Estados Unidos. Fundada como poblado exclusivamente negro en la década de 1880, sus ciudadanos la gobernaban y administraban. Todos sus conflictos y sufrimientos eran obra exclusiva de sus residentes. Así, Zora no conoció el racismo. Niña animosa y de voluntad recia, pasaba sola casi todo el tiempo, vagando por el pueblo.
En esos años tuvo dos grandes pasiones. Primero, le encantaban los libros y leer. Leía todo lo que llegaba a sus manos, aunque en particular le atraían los libros de mitología, griega, romana y nórdica. Se identificaba con los personajes más fuertes: Hércules, Odiseo, Odín. Segundo, dedicaba mucho tiempo a escuchar las historias de los lugareños cuando se reunían a rumorear en portales, o a relatar tradiciones populares, muchas de ellas de los años de la esclavitud. Le fascinaba la forma en que contaban historias: las ricas metáforas, las lecciones simples. En su mente, los mitos griegos y las historias de los ciudadanos de Eatonville se fundían en otra realidad, la de la revelación de la naturaleza humana en su forma más pura. Paseando sola, echaba a volar su imaginación y se contaba extraños relatos. Algún día escribiría todo eso y se convertiría en la Homero de Eatonville.
En 1904 murió su madre y su edad de oro llegó a un abrupto fin. Ella la había protegido siempre de su padre, quien la creía extraña y antipática. Ansioso de echarla de casa, la envió a una escuela en Jacksonville. Años después dejó de pagar su colegiatura y la abandonó en esencia al mundo. Hurston vagó durante cinco años de una casa a otra de sus parientes, aceptando para sostenerse todos los empleos a su alcance, principalmente como sirvienta.
Al recordar su niñez, evocaba una sensación de expansión, de aprender acerca de otras culturas y su historia, así como de su cultura propia. En ese ámbito no parecía haber límites a su exploración. Ahora, sin embargo, su circunstancia era la opuesta. Agobiada por el trabajo y la depresión, todo a su alrededor se encogía, hasta que lo único en lo que podía pensar era en su diminuto mundo y lo lamentable que se había vuelto. Pronto le sería difícil imaginar cualquier cosa aparte de limpiar casas. Pero la paradoja de esto es que la mente es libre en esencia. Puede viajar a todas partes, en el tiempo y en el espacio. Si Hurston se permitía confinarse en sus restringidas circunstancias, sería culpa suya. Por imposible que pareciera, no podía dejar de soñar en que un día sería escritora. Para hacer realidad este sueño, tendría que aprender sola y no dejar de ampliar sus horizontes mentales por todos los medios necesarios. Un escritor debe conocer el mundo. Pensando de este modo, Zora Neale Hurston procedió a crear para sí uno de los aprendizajes autodirigidos más extraordinarios de la historia.
Como los únicos empleos que podía conseguir entonces eran de limpieza, se propuso trabajar en las casas de los blancos más adinerados de la ciudad, donde encontraría infinidad de libros. Robando unos minutos aquí y allá, leía en secreto partes de esos libros, memorizando rápidamente algunos pasajes a fin de tener algo que repasar en su cabeza en su tiempo libre. Un día encontró en un basurero un maltrecho ejemplar del Paraíso perdido, de Milton, que fue como oro puro para ella. Lo llevaba a todas partes y lo leía una y otra vez. De esta forma, su mente no se estancaba; había creado para sí un curioso tipo de educación literaria.
En 1915 consiguió empleo como sirvienta de la cantante principal de una compañía itinerante de artistas blancos. Para la mayoría, esto habría representado otro puesto subordinado, pero para ella fue una fortuna. Muchos miembros de esa compañía contaban con estudios. Por todos lados había libros que leer e interesantes conversaciones por escuchar a hurtadillas. Observando atentamente, ella pudo ver lo que pasaba por refinamiento en el mundo de los blancos, y cómo podría fascinarlos con sus historias de Eatonville y sus conocimientos literarios. Como parte de su trabajo, tuvo que adiestrarse como manicurista. Más tarde usaría esta habilidad para buscar trabajo en las peluquerías de Washington, cerca del Capitolio. La clientela de esos sitios incluía a los más poderosos políticos de la época, quienes solían chismorrear como si ella no estuviera presente. Para Hurston, esto era casi tan bueno como leer un libro; le enseñaba más cosas sobre la naturaleza humana, el poder y la operación interna del mundo blanco.
Su mundo se ampliaba poco a poco, pero aún había severas limitaciones en los lugares en que podía trabajar, los libros que podía hallar y la gente que podía conocer y con la que podía asociarse. Aprendía, pero su mente carecía de estructura y sus pensamientos de orden. Lo que necesitaba, decidió, era una educación formal y la disciplina que esto le procuraría. Podía intentar graduarse juntando las piezas en varias escuelas nocturnas, pero lo que realmente deseaba era recuperar lo que su padre le había arrebatado. A los veinticinco años parecía joven para su edad, así que se quitó diez en su solicitud y consiguió ser admitida en una preparatoria pública gratuita de Maryland.
Tendría que sacar el máximo provecho a sus estudios; su futuro dependía de ello. Leía muchos más libros de los requeridos y se esforzaba particularmente en sus tareas de redacción. Trabó amistad con sus maestros gracias al encanto del que se había apropiado con los años, haciendo así las relaciones que en el pasado la habían eludido. De esta forma, años después fue admitida en la Howard University, la principal institución de educación superior para negros, donde trabó conocimiento con figuras clave del mundo literario de color. Con la disciplina que había obtenido en la escuela, se puso a escribir cuentos. Luego, con la ayuda de uno de sus conocidos, logró publicar uno de ellos en una prestigiosa revista literaria de Harlem. Aprovechando oportunidades cuando aparecían, decidió dejar Howard y mudarse a Harlem, donde vivían los principales escritores y artistas negros. Esto aportaría una nueva dimensión al mundo que finalmente ella era capaz de explorar.
A través de los años, Hurston había estudiado a personas poderosas e importantes –negras y blancas–, y el modo en que podía impresionarlas. Ahora, en Nueva York, usó esa habilidad, con excelentes resultados, hechizando a ricos patrocinadores blancos de las artes. Por medio de uno de ellos recibió la oportunidad de ingresar en el Barnard College, donde podría terminar su educación universitaria. Sería ahí la primera y única estudiante negra. Hasta entonces su estrategia había sido mantenerse en movimiento, en expansión; el mundo podía cerrarse fácilmente para quien permanecía fijo y estancado. Por lo tanto, aceptó aquella oferta. A los estudiantes blancos de Barnard les intimidaba su presencia; sus conocimientos de tantos campos excedían con mucho los suyos propios. Varios profesores del departamento de antropología cayeron bajo su hechizo y la enviaron al sur a recopilar tradiciones y cuentos populares. Ella utilizó este viaje para sumergirse en la versión sureña del vudú y otras prácticas rituales. Quería ahondar en sus conocimientos de la cultura negra, con toda su riqueza y variedad.
En 1932, mientras la depresión económica se abatía sobre Nueva York y las oportunidades de empleo de Hurston se contraían, ella decidió regresar a Eatonville. Ahí podría vivir modestamente y la atmósfera sería inspiradora. Pidiendo prestado dinero a amigos, se puso a trabajar en su primera novela. De lo más hondo de su ser, todas sus experiencias, su largo y multifacético aprendizaje salieron a la superficie: las historias de su infancia, los libros que había leído aquí y allá al paso de los años, los diversos discernimientos del lado oscuro de la naturaleza humana, los estudios antropológicos, cada encuentro en el que había puesto atención con tanta intensidad. Esta novela, Jonah’s Gourd Vine (La calabacera de Jonah), contaría la relación de sus padres, pero fue en realidad la destilación de todos los empeños de su vida. Se desbordó de su interior en unos cuantos meses intensos.
El libro se publicó al año siguiente y fue un gran éxito. En los años posteriores, Hurston escribió más novelas, a un ritmo enloquecedor. Pronto se convirtió en la escritora negra más famosa de su tiempo y la primera en ganarse la vida con su trabajo.
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La historia de Zora Neale Hurston revela, en su forma más pura, la realidad de la fase de aprendizaje: nadie va a ayudarte ni orientarte. De hecho, todo está en tu contra. Si deseas tener un aprendizaje, si quieres aprender y prepararte para la maestría, debes hacerlo solo y con una energía descomunal. Cuando inicias esta fase, sueles hacerlo en la posición más baja. Tu acceso al conocimiento y la gente está limitado por tu condición. Si no tomas precauciones, aceptarás esta condición y permitirás que te defina, sobre todo si tienes un pasado desventajoso. Como Hurston, en cambio, lucha contra toda limitación y esfuérzate continuamente en ampliar tus horizontes. (En cada situación de aprendizaje tienes que rendirte a la realidad, pero esa realidad no quiere decir que debas permanecer en el mismo sitio.) Leer libros y materiales aparte de los requeridos es siempre un buen punto de partida. En contacto con ideas del amplio mundo, tenderás a desarrollar un ansia de conocimiento; te será difícil quedarte satisfecho en una esquina, que es justamente de lo que se trata.
Las personas en tu campo, en tu círculo inmediato, son como mundos; sus historias y puntos de vista ampliarán naturalmente tus horizontes y aumentarán tus habilidades sociales. Convive con tantos tipos de personas como te sea posible. Esos círculos se ampliarán poco a poco. Cualquier escolaridad adicional contribuirá a la dinámica. Sé implacable en la búsqueda de nuevos horizontes. Cada vez que sientas instalarte en un círculo, sacúdete y busca nuevos desafíos, como hizo Hurston cuando dejó Howard por Harlem. Con tu mente siempre en expansión, redefinirás los límites de tu mundo aparente. Pronto te llegarán ideas y oportunidades y tu aprendizaje se consumará en forma natural.
3. Recupera tu sensación de inferioridad
Cuando asistía a la preparatoria, a fines de la década de 1960, Daniel Everett era, en cierto modo, un alma perdida. Se sentía atrapado en la ciudad fronteriza de Holtville, California, donde creció, y totalmente desconectado del modo de vida vaquero de la localidad. Como se narró en el capítulo I (ver aquí), a Everett siempre le había atraído la cultura mexicana de los trabajadores migrantes a las afueras de la ciudad. Le gustaban sus rituales y modo de vida, el sonido de su idioma y sus canciones. Parecía tener facilidad para aprender lenguas extranjeras y se apropió rápidamente del español, con lo que obtuvo relativa entrada en ese mundo. Para él, aquella cultura representaba un destello de un mundo más interesante fuera de Holtville, pero a veces lo acometía un deseo desesperado de alejarse de su ciudad natal. Se aficionó entonces a las drogas, que, al menos por lo pronto, le ofrecían un escape.
Cuando tenía diecisiete años conoció a Keren Graham, compañera de la preparatoria, y todo pareció cambiar. Keren había pasado gran parte de su infancia en el noreste de Brasil, donde sus padres trabajaban como misioneros cristianos. A Everett le agradaba andar con ella y escuchar sus historias de la vida en Brasil. Conoció a su familia y se convirtió en invitado regular a cenar. Admiraba su noción de propósito y su dedicación a la obra misional. Meses después él mismo era ya un cristiano renacido y un año más tarde se casó con Keren. La meta de ambos era formar una familia y ser misioneros.
Everett obtuvo en el Moody Bible Institute de Chicago un título en misiones en el extranjero, y en 1976 su esposa y él se afiliaron al Instituto Lingüístico de Verano (ILV), organización cristiana que instruye a futuros misioneros en las habilidades lingüísticas necesarias para traducir la Biblia a lenguas indígenas y difundir el Evangelio. Luego de tomar los cursos correspondientes, él y su familia (que para entonces ya incluía a dos hijos) fueron enviados al campamento del ILV a las selvas de Chiapas, en el sur de México, para prepararse para los rigores de la vida misional. Durante un mes, la familia Everett tuvo que vivir en un pueblo y aprender lo mejor que pudo la lengua local, un dialecto maya. Everett pasó todas las pruebas con resultados excelentes. Dado su éxito en el programa, los profesores del ILV decidieron ofrecer a él y su familia el mayor de sus retos: vivir en un pueblo pirahã en el corazón del Amazonas.
Los pirahãs se cuentan entre los habitantes más antiguos del Amazonas. Cuando los portugueses llegaron al área, a principios del siglo XVII, la mayoría de las tribus aprendieron su lengua y adoptaron muchas de sus costumbres, pero los pirahãs opusieron resistencia y se refugiaron en la selva. Vivían en total aislamiento, con poco contacto con extraños. Cuando los misioneros llegaron a sus pueblos en la década de 1950, sólo quedaban trescientos cincuenta de ellos, dispersos en la zona. Los misioneros que trataron de aprender su lengua la encontraron imposible. Los pirahãs no hablaban portugués, no tenían lengua escrita y todas sus palabras sonaban igual para los occidentales. El ILV había enviado a una pareja en 1967 a aprender el idioma y traducir por fin al pirahã una parte de la Biblia, pero ella consiguió pocos avances. Después de más de diez años de batallar con la lengua, la tarea amenazaba con dejarla sin cordura, y la pareja quería abandonarla. Al enterarse de todo esto, Everett aceptó más que gustoso el desafío. Su esposa y él estaban decididos a ser los primeros en descifrar el código del pirahã.
Everett y su familia llegaron a un poblado pirahã en diciembre de 1977. En sus primeros días ahí, él aplicó todas las estrategias que se le habían enseñado; por ejemplo, levantar un palo y preguntar la palabra con que se le nombra, dejándolo caer después para preguntar la frase que describe esa acción. En los meses siguientes logró firmes progresos en el aprendizaje del vocabulario básico. El método que había aprendido en el ILV daba resultado, y él trabajaba con asiduidad. Cada vez que oía una nueva palabra, la escribía en tarjetas. Perforó agujeros en las esquinas de éstas, llevaba docenas de ellas en la presilla del pantalón y las practicaba repetidamente con los lugareños. Intentaba aplicar esas palabras y frases en contextos diferentes, haciendo reír en ocasiones a los pirahãs. Cada vez que se sentía frustrado, observaba a sus niños, quienes aprendían el idioma con facilidad. Si ellos podían hacerlo, él también, insistía para sí. Pero cada vez que sentía que aprendía más frases, tenía igual sensación de que no iba a ninguna parte. Empezó a comprender entonces la frustración de la pareja que lo había precedido.
Por ejemplo, luego de oír una y otra vez una palabra cuya traducción parecía ser “acaba de”, como en “el hombre se acaba de ir”, al oírla en otro contexto se daba cuenta de que, de hecho, se refería al momento justo en que algo aparece o desaparece: una persona, sonido, cualquier cosa. Esa frase, decidía, aludía en realidad a la experiencia de esos momentos transitorios, lo que parecía tener amplia resonancia para los pirahãs. “Acaba de” no cubría en absoluto los ricos significados de la expresión. Esto mismo empezó a ocurrir con todas las palabras que él creía haber entendido. Everett descubrió de igual forma que en aquella lengua faltaban cosas que iban contra todas la teorías lingüísticas que se le habían enseñado. No había palabras para los números, conceptos de derecha e izquierda ni palabras simples para los colores. ¿Qué significado podía tener esto?
Un día, luego de más de un año de vivir ahí, decidió acompañar a algunos pirahãs a la selva y, para su sorpresa, descubrió un lado completamente distinto de su existencia e idioma. Actuaban y hablaban de otra manera; empleaban una forma de comunicación distinta, hablando entre sí con complicados silbidos que evidentemente remplazaban el lenguaje hablado, lo que los volvía aún más sigilosos en sus excursiones de caza. Su capacidad para desplazarse en ese peligroso entorno era impresionante.
De repente, Everett vio claro una cosa: su decisión de confinarse a la vida de la aldea y aprender simplemente el pirahã era la causa de sus problemas. Aquella lengua no podía separarse del método de caza, cultura y hábitos diarios de sus dueños. Inconscientemente, él había interiorizado una sensación de superioridad sobre esas personas y su modo de vida, viviendo entre ellas como un científico que estudiara hormigas. Su incapacidad para descifrar el secreto de su lengua, sin embargo, revelaba las insuficiencias de su método. Si quería aprender pirahã como lo hacían los niños, tendría que volverse como uno de ellos, depender de aquellas personas para su sobrevivencia, participar en sus actividades diarias, introduciéndose en sus círculos sociales, sintiéndose realmente inferior y en necesidad de apoyo. (Perder toda sensación de superioridad conduciría más tarde a Everett a una crisis personal, en la que dejaría de creer en su papel como misionero y abandonaría la Iglesia para siempre.)
Empezó a aplicar entonces esta estrategia en todos los niveles, con lo que se introdujo en un espacio de la vida de los pirahãs que había permanecido oculto para él. Pronto se le ocurrieron ideas múltiples sobre su extraña lengua. Las particularidades lingüísticas del pirahã reflejaban la excepcional cultura que sus hablantes habían desarrollado viviendo aislados tanto tiempo. Al participar en su vida como si fuera uno de sus hijos, la lengua cobró vida para Everett desde dentro y él comenzó a hacer en ella los progresos que habían eludido a todos sus predecesores.
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En su aprendizaje en las selvas del Amazonas, que desembocaría más tarde en una carrera como lingüista seminal, Daniel Everett tropezó con una verdad que tiene aplicaciones más allá de su campo de estudio. Lo que impide a la gente aprender, aun algo tan difícil como el pirahã, no es el tema en sí –la mente humana tiene capacidades ilimitadas–, sino ciertas deficiencias de aprendizaje que tienden a enconarse y crecer en nuestra mente a medida que envejecemos. Entre ellas están una sensación de petulancia y superioridad cada vez que topamos con algo diferente de lo acostumbrado, así como ideas rígidas sobre lo real o cierto, a menudo inculcadas por la escuela o la familia. Si sentimos que sabemos algo, nuestra mente se cierra a otras posibilidades. Vemos reflejos de la verdad que ya hemos asumido. Tales sensaciones de superioridad suelen ser inconscientes y derivarse de un temor a lo diferente o desconocido. Es raro que tomemos conciencia de esto, y a menudo imaginamos ser modelos de imparcialidad.
Los niños tienden a estar libres de esos impedimentos. Dependen de los adultos para su sobrevivencia y se sienten naturalmente inferiores. Esta sensación de inferioridad los dota del ansia de aprender. Sacian esa ansiedad mediante el aprendizaje, y así no se sienten tan desvalidos. Su mente está totalmente abierta; prestan más atención. Por eso aprenden tan rápido y tan bien. A diferencia de otros animales, los seres humanos preservamos lo que se conoce como neotenia –rasgos mentales y físicos de inmadurez– hasta bien entrada la edad adulta. Tenemos una capacidad notable para recuperar el espíritu infantil, en especial en momentos en los que debemos aprender algo. Bien entrada nuestra cincuentena y más allá, podemos recobrar esa sensación de asombro y curiosidad, reviviendo nuestra juventud y aprendizaje.
Comprende: cuando te incorporas a un entorno nuevo, tu tarea debe ser aprender y asimilar lo más posible. Con ese propósito debes tratar de recuperar una sensación infantil de inferioridad, la impresión de que los demás saben mucho más que tú y que dependes de ellos para aprender y desenvolverte sin problemas en tu aprendizaje. Abandona todas tus ideas preconcebidas sobre un entorno o campo, toda persistente sensación de petulancia. No tengas miedo. Interactúa con la gente y participa en su cultura lo más posible. Llénate de curiosidad. Al asumir esta sensación de inferioridad, tu mente se abrirá y tendrás ansias de aprender. Esta posición debe ser temporal, por supuesto. Recobras una sensación de dependencia a fin de poder aprender en cinco o diez años lo suficiente para declarar tu independencia y entrar de lleno en la madurez.
4. Confía en el procedimiento
El padre de Cesar Rodriguez era un veterano oficial del ejército de Estados Unidos, pero cuando Cesar (1959) decidió asistir al Citadel, el colegio militar de Carolina del Sur, no fue porque hubiera decidido seguir sus pasos. Le interesaba hacer carrera en los negocios. Sin embargo, resolvió que necesitaba un poco de disciplina y no había sitio más exigente que el Citadel.
Una mañana de 1978, cuando cursaba el segundo año, su compañero de habitación le contó que iba a presentar los exámenes que entonces ofrecían el ejército, la marina y la fuerza aérea para sumarse a las divisiones de aviación de sus fuerzas. Rodriguez decidió acompañarlo y presentar aquellos exámenes por mera diversión. Para su sorpresa, días después se le notificó que se le había aceptado en el programa de instrucción de pilotos de la fuerza aérea. La instrucción inicial, la cual tendría lugar mientras aún estaba en el Citadel, implicaba tomar lecciones de vuelo en una Cessna. Pensando que resultaría interesante, Rodriguez participó en el programa, aunque sin saber bien a bien cuán lejos llegaría. Aprobaba los exámenes con facilidad. Le agradaba el desafío mental, la total concentración que volar requería. Tal vez sería interesante dar el paso siguiente. Así, tras egresar del Citadel en 1981, se le envió diez meses a la escuela de instrucción de pilotos en la base de la fuerza aérea de Vance, en Oklahoma.
Ahí, no obstante, descubrió de repente que las cosas se complicaban. La instrucción se hacía esta vez en un jet subsónico, el T-37. Él tenía que usar un casco de cuatro kilos y medio y un paracaídas de dieciocho. La cabina era insoportablemente pequeña y caliente. El instructor se sentaba demasiado cerca, en el asiento junto a él, observando cada uno de sus movimientos. El estrés del desempeño, el calor y las presiones físicas de volar a tal velocidad lo hacían sudar profusamente y temblar. Él sentía como si el avión lo golpeara y batiera al volar. Además, había muchas otras variables que atender al pilotar la nave.
Trabajando en el simulador, Rodriguez podía volar con seguridad relativa y sentir que tenía el control. Pero una vez en el jet, le era imposible contener la sensación de pánico e incertidumbre; su mente era incapaz de seguir el paso de toda la información que debía procesar y batallaba para asimilar las tareas. Para consternación de Rodriguez, varios meses después de iniciada la instrucción recibió malas calificaciones en dos vuelos consecutivos y se le prohibió volar una semana entera.
Nunca antes había fracasado en nada; se tomaba a orgullo haber conquistado todo lo que se le había presentado hasta entonces. Pero ahora enfrentaba una posibilidad que lo devastaría. Setenta estudiantes habían comenzado el curso, pero casi cada semana uno de ellos era excluido. Aquél era un cruel proceso de reducción gradual. Todo indicaba que Rodriguez sería el siguiente en ser eliminado, y las expulsiones eran irrevocables. Una vez que se le permitiera volver al avión, si acaso, tendría pocas oportunidades de mostrar su valía. Ya había empeñado su mejor esfuerzo. ¿Qué había hecho mal? Quizá inconscientemente, el proceso de vuelo había terminado por intimidarlo y atemorizarlo. Y ahora tenía más miedo de fracasar.
Recordó sus días en la preparatoria. Pese a su estatura relativamente baja, había llegado a ser el mariscal de campo del equipo de futbol americano de su escuela. En ese entonces también había tenido momentos de duda y hasta de pánico. Pero había descubierto que con una preparación –mental y física– rigurosa podía vencer su temor y casi cualquier deficiencia en sus habilidades. En los entrenamientos, ponerse en circunstancias que lo hacían sentir inseguro le había ayudado a familiarizarse con la situación y no temerle tanto. Le era indispensable confiar en el procedimiento, y en los resultados de practicar más. Este mismo tenía que ser el camino en su actual situación.
Triplicó su tiempo en el simulador, habituando a su mente a sentir demasiados estímulos. Pasaba sus horas de descanso visualizándose en la cabina, repitiendo las maniobras que más se le dificultaban. Una vez que se le permitió volver al avión, se concentró mucho más, sabiendo que tendría que sacar el máximo provecho de cada preciosa sesión. Cada vez que surgía la oportunidad de pasar más tiempo en el aire, como cuando, por ejemplo, un compañero se enfermaba, él la aprovechaba. Lentamente, día tras día, halló la manera de tranquilizarse en el asiento del piloto y controlar mejor todas esas complejas operaciones. Dos semanas después de haber regresado al avión, había logrado salvar por lo pronto el pellejo; ya se le ubicaba en el nivel promedio del grupo.
Faltando diez semanas para que concluyera el programa, Rodriguez evaluó la situación. Había llegado demasiado lejos para no tener éxito. Le agradaban los retos, le fascinaba volar, y para entonces nada quería más en la vida que ser piloto de caza. Esto implicaba terminar el curso casi en la cima. En su clase había varios “niños mimados”, jóvenes con un instinto natural para volar. No sólo manejaban las intensas presiones; prosperaban gracias a ellas. Él era lo opuesto a un niño mimado, pero tal era su historia. Antes había triunfado gracias a su determinación y ahora tendría que ser igual. En esas últimas semanas entrenó en el T-38 supersónico y pidió a su nuevo instructor, Wheels Wheeler, que trabajara a muerte con él; tenía que subir en la clasificación y estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para lograrlo.
Wheeler cumplió su deseo. Le hacía repetir la misma maniobra diez veces más que los niños mimados, hasta fastidiarse físicamente. Atacó todas sus debilidades de vuelo y lo hizo practicar las cosas que más detestaba. Sus críticas eran brutales. Un día, sin embargo, mientras volaba el T-38, Rodriguez tuvo una sensación extraña y maravillosa: parecía sentir el avión en la punta de los dedos. Eso era lo que debían sentir los niños mimados, pensó él, sólo que él mismo había tenido que pasar cerca de diez meses de intenso entrenamiento para lograrlo. Su mente ya no se empantanaba en tantos detalles. La sensación era vaga, pero percibía la posibilidad de una manera superior de pensar: ver el panorama de vuelo en formación y controlar al mismo tiempo las complejas operaciones en cabina. Esta sensación iba y venía, pero hacía que tanto trabajo hubiera valido la pena.
Rodriguez ocupó al final el tercer sitio de su clase y se le envió a instrucción preliminar como piloto de caza. Ahí vería repetirse el mismo procedimiento, aunque en un entorno más competitivo aún. Tendría que superar a los niños mimados a fuerza de práctica y determinación. Fue así como ascendió por las filas hasta convertirse en coronel de la fuerza aérea estadunidense. En la década de 1990, sus tres derribamientos en el aire estando en servicio activo lo acercaron a la designación como as más que a ningún otro piloto estadunidense desde la guerra de Vietnam, y le merecieron el mote de “Último as estadunidense”.
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Lo que distingue a los maestros de los demás suele ser algo sorprendentemente simple. Cada vez que aprendemos una habilidad solemos llegar a un punto de frustración: lo que aprendemos parece estar más allá de nuestras capacidades. Cediendo a esta sensación, desistimos inconscientemente antes de rendirnos de verdad. Entre las docenas de pilotos en el grupo de Rodriguez a quienes no se les expulsó, casi todos tenían el mismo talento que él. La diferencia no es simple cuestión de determinación, sino de confianza y fe. Muchos de quienes triunfan en la vida experimentaron en su juventud el dominio de alguna habilidad: un deporte o juego, un instrumento musical, una lengua extranjera, etcétera. En su mente está oculta la sensación asociada con vencer las propias frustraciones y arribar al ciclo de rendimientos acelerados. En momentos de duda en el presente, el recuerdo de tal experiencia sale a la superficie. Llenos de confianza en el procedimiento, ellos rebasan trabajosamente el punto en el que otros aflojan el paso o renuncian en su cabeza.
Cuando se trata de dominar una habilidad, el tiempo es el ingrediente mágico. Partiendo del supuesto de que tu práctica avanza en forma estable, al cabo de días y semanas ciertos elementos de esa habilidad se fijan en ti. Interiorizas poco a poco la habilidad, hasta volverla parte de tu sistema nervioso. Tu mente ya no se atasca en los detalles, sino que puede ver el panorama. La sensación es milagrosa y la práctica te llevará a ese punto, sea cual fuere el nivel de talento con que hayas nacido. El único impedimento verdadero contra esto son tú mismo y tus emociones: hastío, pánico, frustración, inseguridad. No puedes suprimir esas emociones; son parte normal del proceso, y todos las experimentamos, incluidos los maestros. Lo que puedes hacer es tener fe en el procedimiento. El hastío pasará una vez que inicies el ciclo. El pánico desaparece tras una exposición repetida. La frustración es un signo de progreso, una señal de que tu mente procesa la complejidad y requiere más práctica. Las inseguridades se volverán lo contrario cuando alcances maestría. Confiando en que todo esto sucederá, darás libre curso al proceso natural de aprendizaje y todo lo demás ocupará el lugar que le corresponde.
5. Ataca la resistencia y el dolor
A. Bill Bradley (1943) se enamoró del basquetbol cuando tenía diez años. Poseía una ventaja sobre sus iguales: era alto para su edad. Más allá de esto, sin embargo, en realidad no tenía un don natural para ese deporte. Era torpe y lento, y no llegaba muy alto al saltar. Ningún aspecto de esta disciplina se le facilitaba. Así, tendría que compensar todas sus insuficiencias practicando con tesón. Procedió entonces a idear una de las rutinas de entrenamiento más rigurosas y eficientes en la historia del deporte.
Tras lograr apoderarse de las llaves del gimnasio de la preparatoria, se impuso un programa: tres horas y media de entrenamiento después de clases y los domingos, ocho horas los sábados y tres horas diarias en el verano. A lo largo de los años, cumplió rigurosamente este horario. En el gimnasio ponía pesas de cuatro kilos y medio en sus zapatos para fortalecer sus piernas y dar más elasticidad a su salto. Sus principales debilidades, advirtió, eran el dribleo y su lentitud general. Tendría que trabajar en ellas y perfeccionar también sus pases para compensar su falta de velocidad.
Con este propósito ideó varios ejercicios. Se ponía anteojos con piezas de cartón adheridas en la base, para no ver el balón mientras practicaba el dribleo. Esto le enseñaría a mirar siempre a su alrededor, no la pelota, habilidad clave para hacer pases. Ponía sillas en la cancha que representaban a sus adversarios. Los dribleaba una y otra vez horas enteras hasta poder deslizarse junto a ellos, cambiando rápidamente de dirección. Dedicaba muchas horas a ambos ejercicios, superando toda sensación de aburrimiento o dolor.
Al recorrer la calle principal de su ciudad, en Missouri, mantenía al frente la vista y trataba de ver las mercancías en los aparadores de ambos lados sin voltear. Trabajaba incesantemente en esto para desarrollar su visión periférica a fin de ver más allá de la cancha. En su habitación practicaba movimientos de pivote y fintas hasta bien entrada la noche, habilidades que le ayudarían, asimismo, a compensar su falta de velocidad.
Bradley invirtió toda su energía creativa en dar con formas de entrenamiento originales y eficaces. Una vez, su familia viajó a Europa en un trasatlántico. Por fin, pensaron los suyos, él haría una pausa en su régimen de entrenamiento, pues, en efecto, no había dónde practicar a bordo. Pero bajo cubierta y a todo lo largo del barco había dos corredores, de casi trescientos metros de longitud y muy angostos, con espacio apenas suficiente para dos pasajeros. Aquél era el lugar perfecto para practicar el dribleo a gran velocidad, manteniendo absoluto control del balón. Para hacerlo más difícil todavía, Bradley decidió usar anteojos especiales que estrecharan su visión. Todos los días dribleaba horas enteras de un lado a otro, hasta que el viaje terminó.
Trabajando así durante años, Bradley se transformó paso a paso en una de las mayores estrellas del basquetbol, primero como atleta colegial en la Princeton University y luego como profesional, con los Knicks de Nueva York. Los aficionados admiraban su habilidad para hacer los más asombrosos pases, como si tuviera ojos atrás y a los lados de la cabeza, para no hablar de su destreza para driblear, su increíble arsenal de fintas y giros y su absoluta agilidad en la cancha. Ignoraban que esa aparente soltura era resultado de horas incontables de intensa práctica a lo largo de muchos años.
B. Cuando John Keats (1795-1821) tenía ocho años, su padre murió en un accidente hípico. Su madre jamás se recuperaría de esa pérdida, y falleció siete años después, dejando huérfanos y desamparados en Londres a John, sus dos hermanos y una hermana. John, el mayor de los hijos, fue sacado de la escuela por el albacea y enrolado como aprendiz de un cirujano y boticario; tendría que ganarse la vida lo más pronto posible, y ésta parecía ser la mejor carrera para lograrlo.
En sus últimos periodos en la escuela, Keats había desarrollado un amor por la literatura y la lectura. Para continuar su educación, volvería al mismo plantel en su tiempo libre y leería tantos libros como fuera posible en la biblioteca. Tiempo después tuvo el deseo de soltar la mano escribiendo poesía, pero, a falta de instructor o círculo literario que frecuentar, la única manera en que sabía que podía aprender era leyendo las obras de todos los grandes poetas de los siglos XVII y XVIII. Luego escribía sus poemas propios, usando la forma poética y estilo del escritor particular que se hubiese puesto en ese momento como modelo. Hábil para imitar, pronto estaba creando versos en docenas de estilos, imprimiendo siempre en ellos algo de su propia voz.
Años después de iniciado este proceso, Keats tomó una decisión profética: dedicaría su vida a escribir poesía. Éste era su llamado, y hallaría la forma de ganarse la vida en él. Para completar el riguroso aprendizaje que ya había puesto en marcha, determinó que lo que necesitaba era escribir un poema largo, de cuatro mil versos exactos. El poema giraría en torno al antiguo mito griego de Endimión. “Endimión”, escribió a un amigo, “será una prueba, un ensayo de mis facultades imaginativas, y principalmente de mi invención, […] para lo cual debo hacer cuatro mil versos a partir de ciertas circunstancias, y llenarlos de poesía”. Se fijó un plazo casi imposible –siete meses–, y el deber de escribir cincuenta versos diarios hasta que tuviera un borrador.
Cuando ya había avanzado en tres cuartas partes de su proyecto, dio en aborrecer por completo el poema que escribía. Pero no lo abandonó, llegó hasta el final y cumplió el plazo fijado. Lo que no le gustaba de Endimión era su lenguaje florido, el estilo recargado. Pero, gracias a este ejercicio, pudo descubrir qué surtía efecto. “En Endimión”, escribiría más tarde, “me arrojé de cabeza al mar y así conocí su fondo, las arenas movedizas y las rocas mejor que si hubiera permanecido en la verde playa […] tomando té y buenos consejos”.
Tras escribir un poema que consideraba mediocre, Keats evaluó las lecciones inapreciables que había aprendido. Nunca más volvería a sufrir el bloqueo del escritor; se había enseñado a escribir superando cualquier obstáculo. Había adquirido el hábito de escribir rápido, con intensidad y concentración, condensando su trabajo en unas cuantas horas. Podía revisar con igual rapidez. Había aprendido a criticarse a sí mismo y sus tendencias románticas excesivas. Podía examinar su trabajo con frialdad. Había aprendido que era en la redacción efectiva del poema cuando se le ocurrían las mejores ideas, y que debía seguir escribiendo osadamente para no perder tales descubrimientos. Pero sobre todo, y como contraejemplo de Endimión, había dado con un estilo que le sentaba a las mil maravillas: un lenguaje con imágenes denso y compacto, sin un solo verso de más.
Con estas lecciones en su haber, entre 1818 y 1819, antes de enfermar gravemente, Keats produjo algunos de los poemas más memorables de la lengua inglesa, entre ellos la totalidad de sus grandes odas. Eso contribuyó a los que son quizá los dos años de producción literaria más prodigiosos en la historia de la literatura occidental, y todo gracias al riguroso autodidactismo que el poeta se impuso a sí mismo.
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Los seres humanos nos apocamos por naturaleza ante cualquier cosa que parezca complicada o difícil, y llevamos esta tendencia natural a nuestra práctica de toda aptitud. Una vez que adquirimos experiencia en algún aspecto de esta habilidad (por lo general en aquel que nos resulta más sencillo), preferimos practicar este elemento una y otra vez. Nuestra habilidad se sesga por el hecho de eludir nuestras debilidades. Al tanto de que en nuestra práctica podemos bajar la guardia, porque nadie nos observa ni presiona, invertimos una atención dispersa. También tendemos a ser demasiado convencionales en nuestro desempeño rutinario. Seguimos por lo común lo que otros han hecho ya, realizando los ejercicios aceptados para tales habilidades.
Pero ése es el camino de los aficionados. Para alcanzar maestría, debemos adoptar lo que llamaremos la práctica de resistencia. El principio es simple: en lo que a practicar se refiere, sigue la dirección contraria a tus tendencias naturales. Primero, resiste la tentación a ser complaciente contigo mismo. Vuélvete tu peor crítico; ve tu trabajo como lo ven los demás. Reconoce tus debilidades, justo los elementos en los que no eres bueno. Éstos son los aspectos a los que debes dar prioridad en tu práctica. Busca un placer perverso en superar el dolor que esto pueda causarte. Segundo, resiste la tentación de relajar tu concentración. Aprende a sumergirte en la práctica con el doble de intensidad, multiplicando por dos tu atención. Sé lo más creativo que puedas al idear tus rutinas. Inventa ejercicios que pongan en juego tus debilidades. Imponte plazos arbitrarios para cumplir ciertas metas, rebasando sin cesar los que crees tus límites. De este modo desarrollarás tus propias normas de excelencia, generalmente más elevadas que las de los demás.
Al final, tus cinco horas de trabajo intenso y concentrado equivaldrán a diez de los otros. Pronto verás los resultados de esta práctica y los demás se maravillarán de la aparente facilidad con que realizas tus proezas.
6. Aprende del fracaso
Un día de 1885, Henry Ford, entonces de veintitrés años de edad, vio por primera vez el motor de gasolina y cayó rendido al instante. Había sido aprendiz de maquinista y trabajado con todos los aparatos imaginables, pero nada podía compararse con su fascinación por este motor de nuevo tipo, capaz de propulsarse solo. Ensoñó entonces una especie de carruaje completamente nuevo, ya no tirado por caballos, que revolucionaría el transporte. Y así, hizo de la delantera en el desarrollo del automóvil su tarea en la vida.
Trabajando como ingeniero en el turno nocturno de la Edison Illuminating Company, durante el día Ford hacía experimentos con el nuevo motor de combustión interna que estaba desarrollando. Puso un taller en un cobertizo atrás de su casa y empezó a armar el motor con trozos de metal que rescataba de todas partes. Para 1896, habiendo trabajado con amigos que le ayudaron a armar el coche, había terminado su primer prototipo, al que llamó cuadriciclo