Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 S.M. Kava. Todos los derechos reservados.
CAZADOR DE ALMAS, Nº 18 – diciembre 2011
Título original: The Soul Catcher
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Victoria Horrillo Ledesma
Publicada en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-359-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Este libro está dedicado a dos mujeres asombrosas: escritoras y colegas, sabias mentoras y amigas extraordinarias.
Para Patricia Sierra, que insistió en que me mantuviera con los pies en la tierra, concentrada y encarrilada, y me incordió hasta que le hice caso.
Y para Laura van Wormer, que insistió en que yo podía llegar muy alto y me dio luego un empujoncito en la dirección adecuada.
En un año más plagado de preguntas que de respuestas, vuestra confianza ha significado para mí más de lo que jamás podré expresar con palabras.
AGRADECIMIENTOS
Creo firmemente en la necesidad de compartir los méritos y dar las gracias, de modo que suplico paciencia al lector, pues esta lista parece ir alargándose con cada libro. Muchas gracias a todos los profesionales que tan generosamente me han brindado su tiempo y experiencia. Si doy algún dato erróneo o me he permitido alguna licencia creativa al consignar los hechos, la culpa es mía, y no de ellos. Quisiera expresar mi admiración y respeto a los siguientes expertos:
A Amy Moore-Benson, mi editora, mi adalid, mi socia creativa y mi sentido común: eres la mejor.
A Dianne Moggy, por su paciencia, su concentración y sus sabios consejos: eres un fenómeno.
A todo el equipo de Mira Books por su entusiasmo y dedicación, y especialmente a Tania Charzewski, Krystyna de Duleba y Craig Swinwood. Muchas gracias en particular a Alex Osuszek y a un maravilloso equipo de ventas que sigue superándose y batiendo marcas que nunca soñé alcanzar, y menos aún sobrepasar. Gracias a todos por permitirme formar parte del equipo, y no sólo del producto.
A Megan Underwood y a los expertos de Goldberg McDuffie Communications, Inc., de nuevo, por su incesante dedicación y su incuestionable pericia.
A Philip Spitzer, mi agente: siempre te estaré agradecida por arriesgarte conmigo.
A Darcy Lindner, director de una funeraria, por contestar a mis morbosas preguntas con gracejo profesional, simpatía, franqueza y minuciosidad suficiente como para inculcarme un tremendo respeto por su profesión.
A Tony Friend, agente de la policía de Omaha, por una in de las cucarachas que no olvidaré fácilmente.
A los agentes especiales Jeffrey John, Art Westveer y Harry Kern, de la Academia del FBI en Quantico, por abrir un hueco en sus apretadas agendas para enseñarme las instalaciones y darme cierta idea de lo que significa ser un verdadero agente del FBI y un experto en perfiles criminales. Gracias también al agente especial Steve Frank.
Al doctor Gene Egnoski, psicólogo y primo extraordinario, por sacar tiempo para ayudarme a psicoanalizar a mis asesinos y no extrañarse por ello. Y gracias en particular a Mary Egnoski, por escuchar con paciencia y darnos ánimos.
A John Philpin, escritor y psicólogo forense retirado, por contestar con tanta generosidad y sin vacilación a todas mis preguntas.
A Beth Black y a su maravilloso equipo, por su energía, su apoyo constante y su amistad.
A Sandy Montang y al capítulo de Omaha de las Sisters in Crime, por su inspiración.
Y, una vez más, a todos los compradores de libros, libreros y lectores, por hacer sitio a una nueva voz en sus listas, estanterías y hogares.
Gracias en especial a todos mis amigos y familiares por su cariño y apoyo, y en particular a las siguientes personas:
A Patti El-Kachouti, Jeanie Shoemaker Mezger y John Mezger, LaDonna Tworek, Kenny y Connie Kava, Nicole Friend, Annie Belatti, Ellen Jacobs, Natalie Cummings y Lilyan Wilder por permanecer a mi lado en los días sombríos de este pasado año, y por festejar los luminosos.
A Marlene Haney, por ayudarme a mantener las cosas en perspectiva y luego, naturalmente, por ayudarme a «plantarles cara».
A Sandy Rockwood, por insistir en que no se puede esperar al producto acabado, lo cual es siempre en sí mismo una palmadita en la espalda muy de agradecer.
A Mary Means por ocuparse con tanto cariño de mis chicos cuando estoy en la carretera. No podría hacerlo sin la tranquilidad que ella me proporciona.
A Rick Kava, bombero jubilado y sanitario, así como primo y amigo, por escucharme, darme ánimos, compartir conmigo anécdotas y hacerme reír siempre.
A Sharon Car, colega y amiga, por dejar que me desahogue a pesar de mi buena suerte.
A Richard Evnen, por su ingeniosa conversación, sus amables y sinceras palabras de aliento y una amistad que incluye fingir que sé lo que estoy haciendo, aunque los dos sepamos que no es así.
Al padre Dave Korth por hacer que me diera cuenta del extraordinario don que significa ser un cocreador.
A Patricia Kava, mi madre, cuya fortaleza es una auténtica inspiración.
A Edward Kava, mi padre, que falleció el 17 de octubre de 2001, y quien sin duda era a su modo un cocreador.
Y, por último, y sin menoscabo de su importancia, quisiera dar las gracias de todo corazón a Debbie Carlin. Tu espíritu y energía, tu generosidad, tu amistad y afecto han supuesto un cambio asombroso en mi vida. Siempre me sentiré dichosa porque nuestros caminos se hayan cruzado.
1
MIÉRCOLES, 20 de noviembre
Condado de Suffolk, Massachusetts.
Junto al río Neponset.
Eric Pratt apoyó la cabeza contra la pared de la cabaña. El yeso se desmoronaba. Le caía por el cuello de su camisa y se le pegaba al sudor de la nuca como insectos diminutos que intentaran meterse bajo su piel. Fuera se había hecho el silencio. Un silencio excesivo, que convertía los segundos en minutos y los minutos en horas. ¿Qué coño estaban tramando?
La luz de los focos no entraba ya por las ventanas rotas. Eric tuvo que forzar la vista para distinguir las sombras agazapadas de sus compañeros. Estaban dispersos por la cabaña. Exhaustos y tensos, pero en guardia, esperando. En la penumbra apenas podía verlos; sentía, sin embargo, su olor. Un olor penetrante a sudor, mezclado con lo que Eric había llegado a reconocer como el perfume del miedo.
Libertad de expresión. Liberación del miedo.
¿Dónde quedaba ahora la libertad? Gilipolleces. Eran todo gilipolleces. ¿Por qué no se había dado cuenta mucho antes?
Aflojó el agarre de su rifle de asalto AR-15. Durante la hora anterior, el arma se le había ido haciendo cada vez más pesada y, no obstante, seguía siendo la única cosa que le producía cierta sensación de seguridad. Le daba vergüenza admitir que le ofrecía más consuelo que las oraciones farfulladas de David y que las palabras de aliento del Padre que les llegaban por radio. Ambas habían cesado hacía horas.
¿De qué servían las palabras, de todos modos, en un momento así? ¿Qué poder podían tener ahora que seis de ellos permanecían atrapados en aquella casucha de una sola habitación? ¿Ahora que se hallaban rodeados de bosques infestados de agentes del FBI y de la ATF? Ahora que los guerreros de Satán habían caído sobre ellos, ¿qué palabras podrían protegerlos del inminente estallido de las balas? El enemigo había llegado, tal y como el Padre había predicho. Sin embargo, se necesitarían algo más que palabras para detenerlo. Las palabras eran una mierda. Le importaba un carajo que Dios escuchara sus pensamientos. ¿Qué más podía hacerle Dios?
Apretó el cañón del rifle contra su mejilla; su frío metal le pareció sedante, tranquilizador.
Matar o morir.
Sí, esas palabras sí las entendía. En ellas aún podía creer. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el yeso se desmoronara entre su pelo. Sus fragmentos le recordaron de nuevo a insectos, a piojos escarbando en su grasiento cuero cabelludo. Cerró los ojos y deseó desconectar su mente. ¿Por qué había tanto silencio? ¿Qué coño estaban haciendo ahí fuera? Contuvo el aliento y escuchó.
La bomba del rincón goteaba. En alguna parte un reloj marcaba los segundos. Fuera, una rama arañaba el tejado. Sobre su cabeza una áspera brisa otoñal entraba por las grietas de la ventana, arrastrando el aroma de las agujas de los pinos y el ruido de las hojas secas que volaban a ras de tierra como un traqueteo de huesos en una caja de cartón.
Es lo único que queda. Sólo una caja de huesos.
Huesos y una vieja camiseta gris. La camiseta de Justin. Eso era todo lo que quedaba de su hermano. El Padre le había dado la caja y le había dicho que Justin era fuerte. Pero que su fe no lo era. Eso era lo que ocurría cuando no se tenía fe.
Eric no podía desprenderse del recuerdo de aquellos huesos blancos, mondados por los animales salvajes. No soportaba pensar en ello: en los osos o los coyotes (o tal vez ambos), gruñendo y luchando por la carne hecha jirones.
¿Cómo podía soportar la culpa? ¿Por qué lo había permitido? Justin había ido al complejo para intentar salvarlo, para convencerlo de que se marchara, y ¿qué había hecho él a cambio? Jamás debería haber permitido que el ritual de iniciación tuviera lugar. Debería haber escapado mientras Justin y él tenían aún una oportunidad. Ahora ¿qué oportunidad tenía? Lo único que le quedaba de su hermano pequeño era una caja de cartón llena de huesos. El recuerdo le hizo correr un escalofrío por la espalda. Se lo sacudió de encima y abrió los ojos para ver si alguien lo había notado, pero sólo descubrió que la oscuridad se había tragado el interior de la cabaña.
–¿Qué está pasando? –rechinó una voz.
Eric se levantó de un salto, se agachó y colocó el rifle en posición. Distinguía entre las sombras los movimientos sobresaltados y automáticos de los otros, el pánico que repicaba en metálico ritmo a medida que posicionaban sus armas.
–David, ¿qué está pasando? –preguntó de nuevo aquella voz, esta vez más suave y acompañada de un chisporroteo eléctrico.
Eric se permitió respirar y volvió a deslizarse hasta el suelo, pegado a la pared, mientras veía cómo se acercaba David a gatas a la radio, situada al otro lado de la habitación.
–Todavía estamos aquí –murmuró David–. Nos tienen…
–No esperéis –lo interrumpió una voz–. María se reunirá con vosotros dentro de quince minutos.
Hubo una pausa. Eric se preguntó si a los demás también les parecían absurdas las palabras del Padre. O, en todo caso, ¿le parecerían extrañas o intolerables a cualquiera que pudiera escucharlas? Oyó que David giraba los botones sin vacilar para cambiar la frecuencia de la radio al canal 15.
La habitación quedó en silencio otra vez. Eric vio que los otros iban acercándose a la radio, que esperaban, ansiosos, instrucciones o quizás una intervención divina. David también parecía hallarse a la espera. Eric deseó poder verle la cara. ¿Estaba tan asustado como los demás? ¿O seguiría desempeñando su papel de valeroso líder de aquella misión chapucera?
–David –croó la voz de la radio; el canal 15 de la radiofrecuencia tenía interferencias.
–Estamos aquí, Padre –contestó David con un inconfundible temblor en la voz, y a Eric le dio un vuelco el estómago. Si David tenía miedo, las cosas estaban peor de lo que creía.
–¿Cuál es la situación?
–Estamos rodeados. Aún no ha habido disparos –David hizo una pausa para toser, como si quisiera escupir su miedo–. Me temo que no queda más remedio que rendirse.
Eric sintió una oleada de alivio. Luego recorrió rápidamente la cabaña con la mirada, y se alegró de que el embozo de la penumbra ocultara a los demás su alivio y su traición. Dejó a un lado el rifle. Permitió que sus músculos se relajaran. Rendirse, sí, claro. Era su única salida. Pronto acabaría la pesadilla.
Ni siquiera recordaba cuánto había durado. Durante horas había bramado fuera un altavoz. Los focos anegaban la casucha con una luz cegadora. Mientras tanto, en la radio, la chirriante voz del Padre les recordaba que debían ser valientes. Ahora Eric se preguntaba si quizá no era muy fina la línea que separaba la valentía de la estupidez.
De pronto se dio cuenta de que el Padre tardaba en contestar. Sus músculos se tensaron. Contuvo el aliento y aguzó el oído. Fuera crujían las hojas. Había movimiento. ¿O acaso le estaba jugando una mala pasada su imaginación? ¿Habría dado paso el cansancio a la paranoia?
Entonces el Padre susurró:
–Si os rendís, os torturarán –sus palabras eran lúgubres, pero su voz sonaba serena y tranquilizadora–. No permitirán que sigáis vivos. Acordaos de Waco. Acordaos de Ruby Ridge –guardó entonces silencio, mientras los demás aguardaban en vilo, esperando instrucciones o, al menos, alguna palabra de aliento. ¿Dónde estaban aquellas palabras poderosas que podían sanar y proteger?
Eric oyó un crujir de ramas. Asió su rifle. Los demás, que también lo habían oído, gatearon y se arrastraron por el suelo de madera para ocupar sus puestos.
Eric aguzó el oído, a pesar del molesto redoble de su corazón. El sudor le corría por la espalda. Le temblaban tanto los dedos que los apartó del gatillo. ¿Habrían ocupado sus posiciones los francotiradores? O, peor aún, ¿se estaban preparando los agentes para prenderle fuego a la cabaña, como habían hecho en Waco? El Padre les había avisado sobre las llamas de Satán. Con todo el explosivo que guardaban en el zulo, bajo el suelo, aquello se convertiría en un infierno en cuestión de segundos. No habría escapatoria.
Los focos inundaron de nuevo la casucha.
Todos ellos se desbandaron como ratas, pegándose a las sombras. Eric se apoyó el rifle en la rodilla y se deslizó hasta el suelo. Se le había puesto la piel de gallina. El cansancio le erizaba los nervios. El corazón le martilleaba contra las costillas y le hacía difícil respirar.
–Aquí vamos otra vez –masculló al tiempo que el altavoz comenzaba a bramar otra vez.
–No disparéis. Soy el agente especial Richard Delaney, del FBI. Sólo quiero hablar con vosotros, a ver si podemos resolver este malentendido con palabras y no con balas.
A Eric le dieron ganas de reír. Más gilipolleces. Pero la risa exigía moverse, y en ese momento su cuerpo permanecía paralizado contra la pared. El único movimiento que registraba era el temblor de sus manos, aferradas al rifle. Él apostaba por las balas. Nada de palabras. Ya no.
David se apartó de la radio y se acercó a la ventana delantera, con el rifle colgando del costado. ¿Qué demonios iba a hacer? Eric vio su cara a la luz de los focos, y su expresión apacible le causó una nueva oleada de terror.
–No permitáis que os atrapen vivos –rechinó la voz del Padre por encima del chisporroteo de la electricidad estática–. Sois héroes, bravos guerreros. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
David siguió caminando hacia la ventana como si no lo oyera, como si se hubiera vuelto sordo. Hipnotizado por la luz cegadora, se quedó allí parado, su alta y flaca figura envuelta en un halo, y Eric pensó en las estampas de santos de su catecismo.
–Denos un minuto –le gritó David al agente–. Luego saldremos, señor Delaney, y hablaremos. Pero sólo con usted. Con nadie más.
Eric vio que mentía. Incluso antes de que David se sacara la bolsa de plástico del bolsillo de la chaqueta, supo que no habría encuentro, ni conversación alguna. La visión de las cápsulas rojas y blancas le hizo sentirse aturdido y mareado. No, aquello no podía estar ocurriendo. Tenía que haber otra salida. No quería morir. Allí, no. Así, no.
–Recordad que hay honor en la muerte –dijo la voz del Padre, tersa y clara. El chisporroteo eléctrico había desaparecido, y el Padre parecía casi estar allí, en la habitación, con ellos. Casi como si estuviera replicando a los pensamientos de Eric–. Sois héroes, todos y cada uno de vosotros. Satán no podrá destruiros.
Los otros se pusieron en fila como ovejas de camino al matadero. Cada uno recogió su píldora mortal y la tomó entre las manos con fervor, como los invitados a la comunión. Nadie opuso resistencia. La expresión de sus caras era de alivio. El cansancio y el miedo les habían conducido a aquello.
Pero Eric no podía moverse. Las convulsiones del pánico le tenían paralizado. Tenía tan flojas las rodillas que no se sostenía en pie. Asió su rifle con fuerza y se aferró a él como si fuera su único salvavidas. David, que advirtió su aversión, le llevó la cápsula y se la ofreció en la palma de la mano.
–No pasa nada, Eric. Trágatela. No sentirás nada.
Su voz era tan serena e inexpresiva como su cara. Sus ojos parecían vacíos, como si la vida hubiera escapado ya de ellos.
Eric se quedó allí sentado, mirando fijamente la pequeña cápsula, incapaz de moverse. La ropa, empapada en sudor, se le pegaba al cuerpo. Al otro lado de la habitación la radio seguía emitiendo el zumbido de aquella voz.
–Os espera un lugar mejor. No tengáis miedo. Sois bravos guerreros y nos sentimos orgullosos de vosotros. Vuestro sacrificio salvará a cientos.
Eric tomó la cápsula con dedos temblorosos. David percibió su vacilación y se cernió sobre él. Se metió su píldora en la boca y se la tragó con determinación. Luego esperó a que Eric y los otros hicieran lo mismo. Su calma empezaba a desmadejarse. Eric lo notaba en su cara picada, ¿o era el cianuro, que empezaba a corroer su tubo digestivo?
–¡Tragáoslas! –ordenó David con los dientes apretados. Todos obedecieron, incluido Eric.
Satisfecho, David regresó a la ventana.
–¡Estamos listos, señor Delaney! –gritó–. ¡Estamos listos para hablar con usted! –entonces se llevó el rifle al hombro, apuntó y esperó.
Por la posición del rifle, Eric dedujo que sería un disparo limpio a la cabeza, sin arriesgarse a desperdiciar munición en un chaleco antibalas. El agente habría muerto antes de caer al suelo. Igual que morirían ellos antes de que el rifle de David se quedara sin balas y las hordas de Satán echaran abajo la puerta de la cabaña.
Antes del primer disparo, Eric se tumbó junto a los otros alrededor de David. Dejarían que el cianuro se abriera paso por sus estómagos vacíos y se filtrara en su sangre. Sólo sería cuestión de minutos. Con suerte, morirían antes de que les fallara el sistema respiratorio.
Empezó el tiroteo. Con la mejilla apoyada sobre el frío suelo de madera, Eric sentía las vibraciones y el estallido de los cristales, oía los gritos de estupor allá fuera. Y, mientras los otros cerraban los ojos y aguardaban la muerte, Eric Pratt escupió sin hacer ruido la cápsula roja y blanca que había ocultado cuidadosamente dentro de su boca. Él, a diferencia de su hermano, no se convertiría en una caja de huesos. Él se arriesgaría con Satán.
2
Washington D. C.
Un repiqueteo de tacones sobre el linóleo barato anunció la llegada de Maggie O’Dell. El pasillo profusamente iluminado –más un túnel de cemento enlucido que un corredor– parecía desierto. A su paso no se oían voces, ni ruidos procedentes del otro lado de las puertas cerradas. El guardia de seguridad del piso principal la había reconocido antes de que le mostrara su insignia; le había abierto la puerta y saludado con una sonrisa al decir ella «Gracias, Joe», sin darse cuenta de que para ello había tenido que mirar la placa con su nombre.
Maggie aminoró el paso para mirar su reloj. Faltaban aún dos horas para que amaneciera. Una llamada de su jefe, el director adjunto Kyle Cunningham, la había sacado de la cama. No había nada de extraño en ello. Maggie era agente del FBI: estaba acostumbrada a que la llamaran en plena noche. Tampoco había nada de extraño en el hecho de que la llamada de Cunningham no la hubiera despertado. Lo único que había interrumpido era su rutinario dar vueltas en la cama. La habían despertado otra vez las pesadillas. Guardaba en el banco de la memoria suficientes imágenes sangrientas y nauseabundas como para atormentar su subconsciente durante años. La sola idea le hizo crujir los dientes, y sólo entonces se dio cuenta de que había desarrollado la costumbre de cerrar las manos junto a los costados al andar. Abrió los puños, sacudiéndolos, y flexionó los dedos como si les reprendiera por haberla traicionado.
Lo que resultaba extraño en la llamada de Cunningham era su voz cansada y afligida. Ello explicaba en parte la tensión de Maggie. Cunningham era la personificación de la frialdad y la templanza. Maggie llevaba casi nueve años trabajando con él, y no recordaba que su voz hubiera sido nunca otra cosa que firme, serena, precisa y directa. Incluso cuando la reprendía. Esa mañana, sin embargo, a Maggie le había parecido notar en su voz un leve temblor, un atisbo de emoción que le obstruía la garganta. Aquello había bastado para ponerla nerviosa. Si Cunningham estaba afectado, el caso tenía que ser atroz. Realmente atroz.
Su jefe le había contado los pocos datos de que disponía. Era aún demasiado pronto para conocer los pormenores. Había habido un enfrentamiento entre la ATF y el FBI, por un lado, y un grupo de hombres encerrados en una cabaña, en algún paraje de Massachusetts cerca del río Neponset. Tres agentes habían resultado heridos, uno de ellos mortalmente. De los ocupantes de la cabaña, cinco habían muerto. El único superviviente se hallaba bajo custodia federal y había sido trasladado a Boston. Los servicios de inteligencia no habían averiguado aún quiénes eran aquellos hombres, a qué grupo pertenecían, ni por qué disponían de un arsenal de armas y habían disparado a la policía para quitarse la vida después.
Mientras docenas de agentes y miembros del Departamento de Justicia peinaban el bosque y la cabaña en busca de respuestas a esas preguntas, Cunningham había recibido orden de confeccionar el perfil criminal de los sospechosos. Había enviado al compañero de Maggie, el agente especial R. J. Tully, al lugar de los hechos, y, debido a sus conocimientos en medicina forense, había ordenado a Maggie ir al depósito de cadáveres de la ciudad, donde esperaban los muertos: cinco jóvenes y un agente.
Al abrir la puerta del final del pasillo vio las bolsas negras puestas en fila sobre mesas de acero, una tras otra, como una macabra exposición artística. Aquello parecía casi demasiado extraño para ser real, pero ¿acaso no ocurría lo mismo con muchos otros acontecimientos recientes de su existencia? Algunos días le costaba distinguir lo que era real de lo que formaba parte de sus pesadillas recurrentes.
Le causó cierta sorpresa encontrar a Stan Wenhoff esperándola con la bata puesta. Stan solía dejar los avisos de madrugada en las competentes manos de sus ayudantes.
–Buenos días, Stan.
–Hmm –gruñó él, como solía, a modo de saludo, dándole la espalda al tiempo que levantaba un portaobjetos hacia la luz del fluorescente.
Wenhoff fingía que no era la urgencia y la magnitud del caso lo que le había hecho salir a rastras de la cama para personarse allí, cuando su método habitual consistía en llamar a uno de sus ayudantes. Ello no se debía tanto a sus exigencias de rigor profesional como a su deseo de no desperdiciar la ocasión de ser el centro de atención de la prensa. La mayoría de los patólogos y forenses que conocía Maggie eran personas taciturnas, graves, a menudo hurañas. A Stan Wenhoff, jefe de forenses del distrito, le encantaba, en cambio, ser el centro de atención, hallarse ante una cámara de televisión.
–Llegas tarde –masculló, mirándola por fin.
–He venido lo antes posible.
–Hmm –repitió él para manifestar su descontento al tiempo que, con sus dedos gordos y carnosos, colocaba el portaobjetos en su caja.
Maggie no le hizo caso, se quitó la chaqueta y, sabiendo que no recibiría invitación alguna, abrió el armario de la ropa y se sirvió. Le daban ganas de decirle a Stan que no era el único al que le fastidiaba estar allí.
Se ató los cordones del delantal de plástico y de pronto se descubrió preguntándose hasta qué punto habían condicionado su vida los asesinos al sacarla de la cama en plena noche para perseguirlos por bosques iluminados por la luna, a lo largo de negros ríos turbulentos, a través de pastizales plagados de lampazos y de campos de maíz. Era, sin embargo, consciente de que en esa ocasión había tenido suerte. A diferencia de Tully, esa mañana tendría al menos los pies calientes y secos.
Cuando regresó del armario de la ropa, Stan había desenvuelto a su primer cliente y estaba retirando cuidadosamente la bolsa para que no se desperdigara su contenido, incluidos los fluidos. A Maggie le sorprendió lo joven que parecía el chico, cuya tersa cara grisácea parecía no haber conocido aún el filo de la navaja de afeitar. No podía tener más de quince o dieciséis años. No tenía –saltaba a la vista– edad suficiente para beber, ni para votar. Seguramente ni siquiera tenía edad para tener coche, o incluso carné de conducir. Pero sí para saber cómo se conseguía y se usaba un rifle semiautomático.
Parecía en paz. No tenía sangre, ni desgarrones, ni abrasiones. Ni una sola marca que explicara su muerte.
–Creía que Cunningham había dicho que se suicidaron. Pero no veo heridas de bala.
Stan agarró una bolsa de plástico que había tras él, en la encimera, y se la tendió por encima del cuerpo del chico.
–El que sobrevivió escupió esto. Imagino que será arsénico o cianuro. Seguramente cianuro. Bastan setenta y cinco miligramos de cianuro de potasio para matarse. Atraviesa el tejido estomacal en un abrir y cerrar de ojos.
La bolsa contenía una cápsula roja y blanca de aspecto corriente. Maggie vio sin esfuerzo el nombre del fabricante estampado en uno de sus lados. Aunque era en apariencia un simple medicamento para el dolor de cabeza, alguien había sustituido su contenido y usado la cápsula como recipiente para el veneno.
–Así que iban dispuestos a suicidarse.
–Sí, eso parece. ¿De dónde coño sacan los chicos de hoy en día esas ideas?
Maggie tenía la sensación de que la idea no procedía de los chicos. Otra persona les había convencido de que no podían dejarse atrapar con vida. Alguien que almacenaba armas, preparaba píldoras mortales caseras y no vacilaba a la hora de sacrificar las vidas de unos chicos. Alguien mucho más peligroso que aquellos críos.
–¿Podemos echarles un vistazo a los otros antes de que empieces?
Maggie adoptó a sabiendas un tono despreocupado. Quería ver si todos los chicos eran caucásicos para confirmar su sospecha de que tal vez pertenecieran a un grupo supremacista blanco. A Stan no pareció importarle. Tal vez él también sentía curiosidad.
Empezó a abrir la cremallera de la siguiente bolsa y señaló a Maggie con un dedo gordezuelo.
–Por favor, ponte las gafas primero. Encima de la cabeza no te sirven de nada.
Maggie odiaba aquellos chismes sofocantes, pero sabía que Stan era muy puntilloso con las normas. Obedeció y se puso también un par de guantes de látex. Miró la bolsa que había abierto Stan al tiempo que bajaba la cremallera de la que tenía ante sí. Otro chico caucásico de cabello rubio dormía apaciblemente mientras Stan apartaba el tejido negro de nailon alrededor de su cara. Entonces Maggie miró la bolsa que estaba abriendo. Apenas había avanzado cuando se detuvo y apartó las manos como si se hubiera pinchado.
–¡Dios mío! –se quedó mirando el rostro macilento de aquel hombre.
El orificio perfectamente redondo de la bala, pequeño y negro, se destacaba sobre su blanca frente. Maggie oía el bisbiseo del líquido que se derramaba detrás de su cabeza y que seguía aún contenido dentro de la bolsa.
La voz de Stan la sobresaltó.
–¿Qué pasa? –dijo, inclinándose sobre el cuerpo para ver qué la había asustado–. Debe de ser el agente. Me dijeron que había muerto uno –parecía impaciente.
Maggie retrocedió. Un sudor frío bañaba su cuerpo. De pronto le flaquearon las piernas y se agarró a la encimera. Stan la miraba fijamente; la preocupación parecía haber reemplazado a la impaciencia en su expresión.
–Lo conozco –fue la única explicación que logró darle Maggie antes de correr hacia el lavabo.
3
Condado de Suffolk, Massachusetts
R. J. Tully odiaba el estruendo de las aspas del helicóptero. No le daba miedo volar, pero cuando iba en helicóptero se daba cuenta de que se movía a cientos de pies sobre la tierra, metido en una burbuja motorizada. Y un armatoste tan ruidoso no podía ser seguro. Se alegraba, sin embargo, de que el ruido estorbara cualquier intento de conversación. El director adjunto Cunningham le había parecido agitado y nervioso durante todo el viaje. Aquello preocupaba a Tully. Hacía casi un año que conocía a Cunningham, y en ese tiempo nunca le había visto revelar emoción alguna, fuera de fruncir el ceño. Aquel tipo ni siquiera decía tacos.
Cunningham llevaba un rato toqueteando la radio del helicóptero. Intentaba conseguir información actualizada del equipo de tierra que estaba inspeccionando el lugar de los hechos. Lo único que les habían dicho de momento era que los cuerpos habían sido trasladados por aire a Washington. Dado que el tiroteo era un asunto de la policía federal, la investigación –incluido el examen post mortem– quedaba bajo su jurisdicción. Y el director Mueller en persona había insistido en que los cuerpos fueran llevados a Washington; especialmente, el del agente.
No les habían comunicado aún las identidades de los fallecidos. Tully sabía que era la identidad del agente muerto la que hacía rebullirse a Cunningham en el asiento, buscando en qué ocupar las manos y reajustándose cada pocos segundos los auriculares, como si una nueva frecuencia de radio pudiera proporcionarle nuevos datos. Tully deseaba que se estuviera quieto. Sentía cómo sus movimientos hacían sacudirse el helicóptero, aunque se daba cuenta de que casi con toda probabilidad era científicamente imposible que así fuera. ¿O no?
Mientras el piloto pasaba rozando las copas de los árboles en busca de un claro donde aterrizar, Tully intentó no pensar en el traqueteo de debajo de su asiento, que se parecía sospechosamente al que hacían las tuercas y los tornillos sueltos. Intentó recordar si había dejado suficiente dinero suelto en la mesa de la cocina para Emma. ¿Era hoy su excursión con el colegio? ¿O era ese fin de semana? ¿Por qué no le anotaba Emma aquellas cosas? Aunque, pensándolo bien, ¿no tenía edad suficiente su hija para acordarse de sus cosas? ¿Y por qué a él todo aquello se le hacía cada vez más cuesta arriba?
Últimamente tenía la impresión de que había aprendido a ser padre de la manera más dura. En fin, si la excursión era ese día, tal vez a Emma le conviniera un escarmiento. Si le escatimaba el dinero, tal vez la convenciera por fin para que se buscara un empleo a tiempo parcial. Tenía, a fin de cuentas, quince años. A los quince años, él trabajaba ya después de clase y en las vacaciones de verano, sirviendo gasolina en Ozzie’s 66 por dos dólares la hora. ¿Tanto habían cambiado las cosas desde que él era un adolescente? Entonces se paró en seco. De eso hacía treinta años: una eternidad. ¿Cómo podía hacer ya treinta años?
El helicóptero inició el descenso y Tully volvió al presente con un vuelco del estómago. El piloto había decidido aterrizar en una extensión de hierba del tamaño de un felpudo. Tully deseó cerrar los ojos, pero se quedó mirando una raja que había en el respaldo del asiento del piloto. No le sirvió de nada. La visión de la espuma del relleno y de los muelles le recordó a las tuercas y tornillos que rodaban, sueltos, bajo él, y que posiblemente habían desconectado el tren de aterrizaje.
A pesar de sus temores, el helicóptero aterrizó en cuestión de segundos con un rebote, un golpe sordo y un último vuelco de su estómago. Pensó en la agente O’Dell y se preguntó si hubiera preferido estar en su lugar. Pero enseguida se imaginó a Wenhoff diseccionando un cadáver. Fácil respuesta. Nada que pensar: seguía prefiriendo el viaje en helicóptero, con tuercas sueltas y todo.
Un soldado uniformado había salido de entre los árboles para darles la bienvenida. Tully no había reparado en ello, pero era lógico que se hubiera avisado a la Guardia Nacional de Massachusetts para acordonar la extensa zona boscosa. El soldado esperó en posición de firmes mientras Tully y Cunningham sacaban del helicóptero sus per trechos –ropa para la lluvia, un termo Coleman y dos maletines–, intentando mantener la cabeza agachada y evitar que las poderosas aspas les seccionaran el cuello. Cuando acabaron, Cunningham le hizo una seña al piloto, y el helicóptero despegó al instante, levantando la hojarasca con un súbito y crujiente chaparrón de rojo y amarillo.
–Señores, si me siguen, les llevaré al lugar de los hechos. El soldado –que había adivinado inmediatamente a quién debía darle coba– echó mano del maletín de Cunningham. Tully quedó impresionado. Cunnigham, sin embargo, no quería apresurarse y levantó una mano.
–Necesito saber los nombres –dijo. No era una pregunta. Era una orden.
–No estoy autorizado para…
–Lo entiendo –le interrumpió Cunningham–. Le doy mi palabra de que no se meterá en un lío, pero, si lo sabe, necesito que me lo diga. Necesito saberlo ya.
El soldado se puso firme otra vez, pero le sostuvo la mirada a Cunningham sin vacilar. Parecía decidido a no divulgar ningún dato. Cunningham pareció darse cuenta, y a Tully lo dejó estupefacto lo que le oyó decir a su jefe un instante después.
–Por favor, dígamelo –dijo Cunnigham en tono apacible y casi conciliador.
A pesar de que no conocía al director adjunto, el soldado pareció percibir cuánto esfuerzo le había costado pronunciar aquellas palabras. Se relajó y su rostro pareció suavizarse.
–Le aseguro que no puedo decirle todos los nombres, pero el agente especial que resultó muerto era un tal Delaney.
–¿Richard Delaney?
–Sí, señor. Eso creo, señor. Era el negociador del equipo de rescate de rehenes. Por lo que he oído, les había convencido para hablar. Lo invitaron a entrar en la cabaña y entonces los muy cabrones abrieron fuego… Disculpe, señor.
–No, no se disculpe. Y gracias por decírmelo.
El soldado se giró para conducirlos a través de la arboleda, pero Tully se preguntó si Cunningham sería capaz de recorrer el abrupto sendero. Se había quedado blanco y su paso, normalmente firme y erguido, parecía un tanto tambaleante.
–La he jodido bien –dijo lanzándole a Tully una rápida mirada–. He mandado a la agente O’Dell a hacerle la autopsia a un amigo.
Tully comprendió entonces que aquel caso era distinto. El solo hecho de que Cunningham hubiera empleado las expresiones «por favor» y «joder» el mismo día, y en el intervalo de una hora, era una pésima señal.
4
Maggie aceptó la toalla fría y húmeda que le dio Stan y evitó los ojos del forense. Una ojeada le bastó para advertir su desasosiego. Tenía que estar preocupado. A juzgar por su suavidad, la toalla procedía del armario privado de Stan, no como las tiesas toallas institucionales que olían a lejía. Wenhoff tenía obsesión por la limpieza, una manía que parecía incongruente con su profesión; profesión que incluía una dosis semanal, cuando no diaria, de sangre y vísceras. Maggie no puso en duda, sin embargo, la amabilidad de su gesto, y sin decir palabra tomó la toalla y hundió la cara en su fresca y mullida felpa mientras aguardaba a que se le pasaran las náuseas.
No vomitaba al ver un cadáver desde sus primeros tiempos en la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Recordaba aún la primera escena de un crimen que vio: finos hilillos de sangre, como espaguetis, en las paredes de un remolque bochornoso e infestado de moscas. El dueño de aquella sangre había sido decapitado y colgado por el tobillo –naturalmente, dislocado– de un gancho del techo, como un pollo muerto al que hubieran dejado desangrarse entre convulsiones, lo cual explicaba las manchas de sangre de las paredes. Desde entonces, Maggie había visto cosas semejantes, si no peores: miembros depositados en contenedores de basura y niños pequeños mutilados. Pero una cosa que no había visto nunca, una cosa que nunca se había visto obligada a hacer, era contemplar el interior de una bolsa empapada con la sangre, el fluido espinal y los sesos de un amigo.
–Cunningham debió avisarte –dijo Stan, que la miraba ahora desde el otro lado de la sala, manteniendo las distancias como si su aflicción fuera contagiosa.
–Estoy segura de que no lo sabía. El agente Tully y él iban a salir hacia el lugar de los hechos cuando me llamó.
–Bueno, entonces entenderá que no me ayudes –parecía aliviado, incluso contento, ante la perspectiva de no tenerla pegada a él toda la mañana.
Maggie sonrió con la cara hundida en la toalla. El bueno de Stan volvía a ser el de siempre.
–Puedo tenerte preparados un par de informes para mediodía –se estaba lavando las manos otra vez como si, al mojar la toalla, se hubiera contaminado las manos.
Maggie sentía un abrumador deseo de escapar de allí. Su estómago vacío, pero revuelto, era razón suficiente para marcharse. Había, sin embargo, algo que la inquietaba. Recordaba una mañana, muy temprano, menos de un año antes, en una habitación de hotel de Kansas City. El agente especial Richard Delaney estaba preocupado por su estabilidad mental; tanto, que había puesto en peligro su amistad para asegurarse de que Maggie se hallaba a salvo. El agente Preston Turner y él llevaban por entonces casi cinco meses haciéndole de guardaespaldas para protegerla de un asesino en serie llamado Albert Stucky, y la mañana de su enfrentamiento, Delaney había opuesto su terquedad a la de Maggie con el solo propósito de protegerla.
En esa época, sin embargo, ella se negaba a considerar aquel gesto una medida de seguridad. Rehusaba contemplarlo simplemente como un intento de Delaney de desempeñar una vez más el papel de hermano mayor. No, en aquel tiempo, se había cabreado con él. De hecho, era la última vez que habían hablado. Y ahora allí estaba, tendido en una bolsa de nailon negro, incapaz de aceptar sus disculpas por ser tan cabezota. Quizá lo último que podía hacer por él fuera asegurarse de que recibía el respeto que merecía. Con náuseas o sin ellas, se lo debía a Delaney.
–Me recuperaré –dijo.
Stan, que estaba preparando sus rutilantes utensilios para hacerle la autopsia al primer chico, la miró por encima del hombro.
–Claro que te recuperarás.
–No, quiero decir que me quedo.
Stan la miró con el ceño fruncido por encima de las gafas protectoras, y Maggie comprendió que había tomado la decisión correcta. Siempre y cuando su estómago aguantara.
–¿Han encontrado el casquillo vacío? –preguntó mientras se ponía unos guantes limpios.
–Sí. Está encima de la repisa, en una de esas bolsas de pruebas. Parece de un rifle muy potente. Pero sólo le he echado un vistazo.
–Entonces, ¿sabemos con toda certeza la causa de la muerte?
–Puedes apostar a que sí. No hizo falta un segundo disparo.
–¿Y no hay duda alguna sobre los orificios de entrada y de salida?
–No. Supongo que no será difícil comprobarlo.
–Bien. Entonces, no hace falta que le cortemos. Podemos hacer el informe a partir de un examen externo.
Stan se detuvo y se giró para mirarla.
–Margaret –dijo–, espero que no estés insinuando que no le haga la autopsia completa.
–No, no estoy insinuando nada.
Stan se relajó y recogió sus herramientas antes de que ella añadiera:
–No lo estoy insinuando, Stan. Insisto en que no le hagas la autopsia completa. Y te aseguro que será mejor que, en este caso, no me lleves la contraria.
Maggie ignoró su mirada de enojo y acabó de abrir la cremallera de la bolsa del agente Delaney. Rezaba porque las piernas la sostuvieran. Tenía que pensar en Karen, la mujer de Delaney, que detestaba que Richard fuera un agente del FBI casi tanto como Greg, el pronto futuro ex marido de Maggie, odiaba que ésta lo fuera. Era hora de pensar en Karen y en las dos niñitas que crecerían sin su padre. Aunque no pudiera hacer otra cosa, se aseguraría de que no tuvieran que verlo más mutilado de lo necesario.
Aquella idea le trajo el recuerdo de su padre tendido en un enorme ataúd de caoba y ataviado con un traje marrón que nunca antes le había visto puesto. Y peinado de un modo que él jamás habría consentido. Era todo una chapuza. El embalsamador había intentado en vano maquillar la carne quemada y salvar los fragmentos de piel que aún quedaban. A los doce años, Maggie se había sentido horrorizada ante aquella visión, y el fuerte olor a perfume que no lograba ocultar el repulsivo hedor a ceniza y carne quemada le había provocado náuseas. Aquel olor… No había nada peor que el olor a carne quemada. ¡Dios! Aún podía sentirlo. Y las palabras del sacerdote no habían ayudado gran cosa: Polvo eres y en polvo te convertirás, cenizas en cenizas.
Aquel olor, aquellas palabras y la visión del cuerpo de su padre habían asaltado sus sueños infantiles durante semanas mientras intentaba recordar cómo era su padre antes de yacer en aquel ataúd, antes de que esas imágenes suyas se convirtieran en polvo en su memoria.
Recordaba lo terriblemente asustada que se había sentido al verlo así. Recordaba el crujido del plástico bajo la ropa de su padre, sus manos, envueltas como las de una momia, posadas junto a los costados. Recordaba cuánto le habían angustiado las ampollas de sus mejillas.
–¿Te dolió, papá? –le había susurrado.
Había esperado a que su madre y los demás no miraran. Entonces había reunido todas sus fuerzas y había pasado la mano por encima del borde de la tersa y reluciente madera y del lecho de raso. Con las puntas de los dedos había retirado el pelo de la frente de su padre, procurando ignorar el tacto plástico de su piel y la horrenda cicatriz frankensteniana de su cuero cabelludo. Pero, a pesar de su miedo, tenía que arreglarle el pelo. Tenía que ponérselo como a él le gustaba llevarlo, como ella recordaba. Necesitaba que su última in de él le fuera reconocible. Era una tontería, algo insignificante, pero de ese modo se sintió mejor.
Y, al contemplar el apacible rostro ceniciento de Delaney, comprendió que tenía que hacer cuanto pudiera para que otras dos niñas no sintieran horror al ver por última vez el rostro de su padre.
5
Condado de Suffolk, Massachusetts
Eric Pratt miraba fijamente a los dos hombres y se preguntaba cuál de ellos iba a matarlo. Estaban sentados frente a él, tan cerca que sus rodillas se rozaban. Tan cerca, que podía ver cómo se tensaban los músculos de la mandíbula del más mayor de los dos cada vez que dejaba de masticar. Menta. Era decididamente un chicle de menta lo que estaba masticando.
Ninguno de los dos se parecía a Satán. Se habían presentado bajo los nombres de Tully y Cunningham. Eric había llegado a oír sus nombres a través de la neblina. Los dos parecían muy limpios: llevaban el pelo muy corto, y no tenían mugre bajo las uñas. El más mayor llevaba incluso unas gafas de empollón de montura metálica. No, no se parecían a la in que Eric se había formado de Satán. Y, al igual que los que se arrastraban a gatas por el suelo de la cabaña y peinaban los bosques allá fuera, aquellos tipos llevaban parkas azul marino con las iniciales amarillas del FBI.
El más joven llevaba una corbata azul, algo suelta, y el cuello de la camisa desabrochado. El otro llevaba una corbata roja, muy apretada, y el cuello de la impecable camisa blanca abotonado hasta arriba. Rojo, azul y blanco, con aquellas iniciales estampadas en la espalda. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Claro: Satán se presentaría disfrazado, envuelto en simbólicos colores. El Padre tenía razón. Sí, claro, él siempre tenía razón. ¿Por qué había dudado del Padre? Debería haber obedecido, no dudado, no haberse arriesgado con el enemigo. Qué tonto había sido.
Se rascó el picor de los piojos que seguían horadando su cuero cabelludo, cada vez más profundamente. ¿Oían los soldados de Satán aquel arañar? O quizá fueran ellos quienes hacían que los piojos imaginarios le horadaran el cráneo. Satán tenía poderes, a fin de cuentas. Poderes increíbles que podía ejercer a través de sus soldados. Poderes que podían infligir dolor con apenas un roce. Eric lo sabía.
El que se hacía llamar Tully le estaba diciendo algo; sus labios se movían y sus ojos se clavaban en los de Eric, pero Eric había desconectado hacía horas. ¿O eran días? No lograba recordar cuánto tiempo había pasado. No recordaba cuánto tiempo había pasado en la cabaña, ni cuánto tiempo llevaba sentado en aquella silla de respaldo recto, con las muñecas esposadas y los pies sujetos con grilletes, esperando a que empezara la inevitable tortura. Había perdido la noción del tiempo, pero sabía en qué momento preciso había empezado a desconectarse su organismo, el segundo exacto en que su mente se había ofuscado. Había sido en el instante en que David cayó al suelo, y el golpe sordo de su cuerpo lo obligó a abrir los ojos. Fue entonces cuando se halló mirando fijamente los ojos de David, cuya cara había quedado a unos pocos centímetros de la suya.
Eric había visto la boca abierta de su amigo. Creía haber oído un leve susurro; tres palabras, nada más. Tal vez fuera su imaginación, porque los ojos de David parecían ya vacíos cuando las palabras «nos ha engañado» salieron de sus labios. Debía de haberle entendido mal. Satán no les había engañado. Eran ellos quienes le habían engañado. ¿Verdad?
De pronto los hombres se pusieron en pie. Eric se preparó lo mejor que pudo: cerró los puños, hundió los hombros, agachó la cabeza. Pero no hubo golpes, ni balazos, ni herida alguna. Y sus voces, cuya histeria traspasaba la barrera levantada por Eric, se fundían.
–Tenemos que salir de la cabaña enseguida.
Eric se removió en la silla al tiempo que uno de los hombres le hacía levantarse y lo empujaba hacia la puerta. Vio que otro que llevaba un extraño aparato montado sobre la cabeza surgía de debajo de las tablas del suelo. Claro, habían encontrado el arsenal escondido. El Padre se llevaría una desilusión. Necesitaban aquella reserva de armas para combatir a Satán. Su misión había fracasado antes de que lograran llevarlas al campamento base. Sí, el Padre se sentiría decepcionado. Les habían dejado a todos en la estacada. Tal vez se perdieran más vidas, porque todas aquellas armas, que había costado meses reunir, serían confiscadas y quedarían en manos de Satán. Quizá se perdieran vidas preciosas porque ellos habían fracasado en su misión. ¿Cómo iba a protegerlos el Padre sin aquellas armas?
Los hombres lo empujaban y tiraban de él. Salieron a toda prisa de la cabaña y se internaron entre los árboles. Eric no entendía nada. ¿De qué huían? Intentó escuchar, aguzar el oído. Quería saber de qué tenían miedo los soldados de Satán.
Se reunieron en torno al hombre que llevaba aquel extraño casco y que sostenía en las manos una caja metálica con luces parpadeantes y cables. Eric no tenía ni idea de qué era aquello, pero daba la impresión de que aquel hombre lo había encontrado en el zulo, con las armas.
–Ahí abajo hay explosivos suficientes para mandar este sitio al séptimo cielo.
Eric no pudo evitar sonreír, y al instante sintió una punzada en los riñones. Deseó decirle al señor Tully, dueño del codo que tenía clavado en la espalda, que no sonreía porque pudieran saltar en pedazos, sino más bien ante la idea de que creyeran posible que alguno de ellos fuera admitido alguna vez en el Reino de Dios.
Nadie más advirtió su sonrisa. Miraban fijamente al hombre de pelo negro, que se había subido hasta la coronilla aquel absurdo aparato con forma de anteojos y que a Eric le recordaba a un insecto de tamaño humano.
–Dinos algo que no sepamos ya –dijo otro.
–Está bien. ¿Qué os parece esto? Toda la cabaña está llena de cables –respondió el hombre-insecto.
–¡Mierda!
–Y eso no es todo. Esto sólo es una detonador secundario –les mostró la caja metálica que sostenía–. El verdadero detonador está en otra parte –señaló un botón rojo que parpadeaba y pulsó el interruptor. La luz se apagó. Al cabo de unos segundos, volvió a encenderse y siguió parpadeando como un palpitante ojo rojo.
Los hombres se giraron y se removieron, estiraron los cuellos y miraron en torno. Algunos habían sacado sus armas. Eric también giró la cabeza; de pronto tenía la mirada despejada. Forzó la vista para escudriñar las sombras de los árboles. No entendía nada. Se preguntaba si David sabía algo de la caja metálica.
–¿Dónde está? –preguntó con aspereza un tipo grandullón y cuellicorto al que todo el mundo parecía tratar como si estuviera al mando y que era el único que vestía un jersey azul marino en lugar de una parka–. ¿Dónde está el puto detonador?
Eric tardó un momento en darse cuenta de que se dirigía a él. Se topó con su mirada y lo miró fijamente, como le habían enseñado, clavando los ojos en sus pupilas negras, sin parpadear, sin vacilar, sin permitir que el enemigo le sacara una sola palabra.
–Espere un momento –dijo el que se hacía llamar Cunningham–. ¿Por qué no querían que el detonador estuviera dentro de la cabaña, desde donde podían controlar cuándo y cómo volarla? Ya sabemos que estaban dispuestos a quitarse la vida. Pero ¿por qué no se han hecho saltar en pedazos junto con el arsenal?
–Tal vez todavía piensen hacernos saltar por los aires.
Y hubo más arrastrar de pies y más giros de cabezas angustiadas.
Eric quería decirles que el Padre no tenía intención de volar la cabaña. No podía sacrificar las armas. Las necesitaba para combatir, para continuar la lucha. Pero se limitó a trasladar su mirada fija a Cunningham, que no sólo se la sostuvo, sino que pareció traspasarlo con los ojos, como si pudiera arrancarle la verdad con una sola mirada. Eric sintió que se le retorcía el estómago, pero no parpadeó. No podía mostrar debilidad alguna.
–No, si quisieran hacernos saltar por los aires, ya estaríamos muertos –prosiguió Cunningham sin desviar la mirada–. Creo que los verdaderos objetivos ya están muertos. Creo que su líder sólo quería asegurarse de que hacían lo que les había ordenado.
Eric seguía escuchando. Era un truco. Satán le estaba poniendo a prueba. Quería ver si se acobardaba. El Padre quería impedir que fueran capturados vivos y torturados. Aquello era simplemente el principio de la tortura, y aquel soldado de Satán, aquel tal Cunningham, conocía bien su trabajo. Sus ojos lo mantenían paralizado, pero Eric no pestañeó. No podía apartar la mirada. Debía ignorar el tronar de su corazón y el nudo que le tiraba de las tripas.
–Puede que el detonador fuera un plan alternativo –dijo Cunningham sin parpadear–. Si no se tragaban las píldoras, su líder los haría saltar en pedazos. Menudo jefe tenéis, chaval.
Eric no pensaba morder el anzuelo. El Padre jamás haría tal cosa. Ellos habían entregado voluntariamente sus vidas. Nadie les había forzado. Sencillamente, él no había tenido valor para secundarles. Era débil. Era un cobarde. Por un instante había osado perder la fe. No había sido un guerrero bravo y leal como los otros, pero ahora no se mostraría débil. No se daría por vencido.
Entonces recordó repentinamente las últimas palabras de David.
–Nos ha engañado.
Él había creído que se refería a Satán. Pero ¿y si se refería a…? No, no era posible. El Padre sólo quería impedir que fueran torturados. ¿Verdad? El Padre no los engañaría. ¿Verdad?
Cunningham, que aguardaba con la mirada fija en él, notó que parpadeaba. Entonces fue cuando dijo:
–Me pregunto si tu amado líder sabe que sigues con vida. ¿Crees que vendrá a rescatarte?
Pero Eric ya no estaba seguro de nada. Miraba fijamente la caja metálica, cuyas extrañas luces rojas y verdes brillaban y se apagaban como la vida y la muerte, como el cielo y el infierno. Tal vez David y los otros no fueran sólo los valientes; ahora Eric se preguntaba si no serían quizá también los más afortunados.
6
SÁBADO, 23 de noviembre
Cementerio Nacional de Arlington
Maggie O’Dell se agarró con una mano las solapas de la chaqueta, preparándose para otra embestida del viento. Se arrepentía de haber dejado la gabardina en el coche. Se la había quitado en la iglesia, creyendo que su acaloramiento se debía a ella. Ahora, allí, en el cementerio, entre los deudos enlutados y las sepulturas de piedra, echaba de menos algo, cualquier cosa, que le diera calor.
Se apartó y observó cómo se apiñaban los asistentes alrededor de la familia, bajo el palio, como si quisieran protegerla del viento y compensar de ese modo la desgracia que les había convocado a todos allí. Reconocía a muchos de ellos, pertrechados con sus trajes negros y sus semblantes de rutinaria gravedad. Pero allí, en medio del camposanto, ni siquiera los bultos que se adivinaban bajo sus abrigos impedían que parecieran indefensos, azotados por el viento en su rígida compostura gubernamental.
Maggie, que los observaba desde los márgenes, se congratulaba del instinto protector de sus colegas. Se alegraba porque le impedían ver los rostros de Karen y de las dos niñas que crecerían sin su padre. No quería seguir presenciando su dolor, su pena; una pena tan palpable que amenazaba con demoler las capas protectoras que había levantado cuidadosamente con los años para sofocar su propio dolor, su propia pena. Allí apartada, confiaba en mantenerse a salvo.
A pesar de las ásperas rachas de viento otoñal que sacudían sus piernas desnudas y tiraban de su falda, tenía las manos sudorosas. Le temblaban las piernas. Una fuerza invisible le golpeaba el corazón. ¡Señor! ¿Qué demonios le pasaba? Desde que abriera aquella bolsa y viera el rostro sin vida de Delaney tenía los nervios desquiciados y evocaba sin cesar fantasmas del pasado, imágenes y palabras que hubiera preferido mantener enterradas. Respiró hondo, pese a que el aire frío le laceraba los pulmones. Aquella punzada, aquel malestar, era preferible al del recuerdo.
Transcurridos veintiún años desde la muerte de su padre, le irritaba que los funerales pudieran dejarla aún reducida al estado de aquella niña de doce años. Sin previo aviso, sin que mediara acto de voluntad alguno por su parte, lo recordaba todo como si hubiera sucedido ayer. Veía cómo bajaban el féretro de su padre al hoyo. Sentía cómo la tiraba su madre del brazo, exigiéndole que arrojara un puñado de tierra sobre la pulida superficie del ataúd. Y sabía que, en cuestión de minutos, el solitario toque de la corneta bastaría para hacerle un nudo en el estómago.
Quería marcharse. Nadie se daría cuenta; se hallaban todos ellos envueltos en sus propios recuerdos, en sus propias indefensiones. Pero debía quedarse, por Delaney. En su última conversación habían hablado de ira y de traición. Era demasiado tarde para disculparse, pero tal vez el estar allí pudiera procurarle, si no la absolución, sí cierta paz.
El viento volvió a azotarla, arrastraba en remolino crujientes hojas secas como espíritus que se elevaran de la tierra y vagaran entre las tumbas. Su aullido, sus gemidos fantasmales, la hicieron estremecerse otra vez. De niña sentía que los espíritus de los muertos la rodeaban, la incitaban, se reían de ella, le siseaban que se habían llevado a su padre. Fue aquella la primera vez que experimentó una tremenda soledad que seguía pegada a ella como el puñado de tierra mojada que había apretado entre los dedos con todas sus fuerzas mientras su madre insistía en que lo arrojara a la tumba.
–Vamos, Maggie –oía aún decir a su madre–. Hazlo ya y acaba de una vez –insistía su madre, impaciente, más avergonzada que preocupada por el dolor de su hija.
Una mano enguantada le tocó el hombro. Maggie se sobresaltó y sofocó el impulso de meterla bajo la chaqueta para sacar el arma.
–Lo siento, agente O’Dell. No quería asustarla –el director adjunto Cunningham dejó la mano sobre su hombro y mantuvo los ojos fijos al frente.
Maggie pensó que era el único que no se había sumado al grupo que rodeaba la tumba recién excavada, el negro agujero en la tierra que pronto acogería el cuerpo del agente especial Richard Delaney. ¿Por qué había sido Delaney tan temerario, tan estúpido?
Como si le leyera el pensamiento, Cunningham dijo:
–Era un buen hombre. Y un excelente negociador. Maggie deseó preguntarle por qué, si así era, estaba allí, y no en casa, con su mujer y sus hijas, preparándose para pasar la tarde del sábado viendo el fútbol con sus amigos. Pero susurró:
–Era el mejor.
Cunningham se rebulló a su lado y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Maggie se dio cuenta de que, pese a que jamás la avergonzaría ofreciéndole su chaqueta, su jefe procuraba protegerla del viento. Pero no había ido a buscarla sólo para servirle de parapeto. Maggie notaba que algo le rondaba por la cabeza. Tras casi diez años, reconocía aquellos labios fruncidos, el ceño en la frente, el nerviosismo con que cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, los sutiles pero reveladores indicios que delataban a un hombre que, por lo general, ejemplificaba el término profesional.
Maggie aguardó, sorprendida porque también Cunningham pareciera estar esperando el momento apropiado.
–¿Se sabe algo más sobre esos chicos? ¿A qué grupo pertenecían? –intentó sonsacarle manteniendo la voz baja, a pesar de que estaban tan apartados que el viento impedía que los demás los oyeran.
–Aún no. No eran más que chiquillos. Chiquillos con armas y munición suficientes para conquistar un país pequeño. Pero está claro que hay alguien detrás de esto. Algún fanático al que no le importa sacrificar a los suyos. Pronto lo averiguaremos. Tal vez cuando descubramos a quién pertenece esa cabaña –se subió el puente de las gafas y al instante volvió a guardarse la mano en el bolsillo–. Le debo una disculpa, agente O’Dell.
Había llegado el momento. Y, sin embargo, Cunningham titubeó. Su incomodidad sorprendió a Maggie y al mismo tiempo la inquietó. Le recordaba el nudo que sentía en el estómago y el dolor que oprimía su pecho. No quería hablar de eso, no quería recordarlo. Quería pensar en otra cosa, en cualquier cosa que no fuera Delaney cayendo al suelo. Con escaso esfuerzo oía aún el siseo de sus sesos y veía los fragmentos de su cráneo en la bolsa de plástico.
–No tiene por qué disculparse, señor. Usted no lo sabía –dijo por fin, pero la pausa duró demasiado.
Cunningham seguía mirando al frente.
–Debí comprobarlo antes de enviarla –dijo en voz baja–. Sé lo difícil que habrá sido para usted.
Maggie levantó la mirada hacia él. El semblante de su jefe seguía siendo tan estoico como siempre, pero había un atisbo de emoción en la comisura de su boca. Maggie siguió su mirada hasta los soldados que habían entrado en formación en el cementerio y aguardaban en formación.
«Dios mío. Aquí llega».
Sus rodillas se aflojaron. Al instante se apoderó de ella un sudor frío. Quería escapar, y de pronto deseaba que Cunningham no estuviera a su lado. Él, sin embargo, no parecía notar su desasosiego. Permanecía absorto mientras los rifles chasqueaban al montarse.
Maggie se sobresaltó con cada tiro; cerró los ojos para ahuyentar los recuerdos y deseó hallarse muy lejos de allí. Todavía podía oír la voz amenazadora de su madre:
–No te atrevas a llorar, Maggie. Se te pondrá la cara toda roja e hinchada.
No había llorado entonces, ni lloraría ahora. Pero, cuando la corneta comenzó a proferir su solitaria tonada, tembló y se mordió el labio. «Maldito seas, Delaney», quiso gritar. Hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que Dios tenía un macabro sentido del humor. O quizá fuera simplemente que miraba para otro lado.
El gentío se abrió de pronto y de él, por debajo del palio, salió una niña pequeña: un destello azul brillante entre el negro, como un pajarito azul entre una bandada de cuervos. Maggie reconoció a Abby, la hija menor de Delaney. Vestida con un abriguito azul marino y un sombrero a juego, iba de la mano de su abuela, la madre de Delaney. Se dirigían directamente hacia Maggie y Cunningham, dispuestas a destruir cualquier esperanza de aislamiento que tuviera Maggie.
–Abigail insiste en que tiene que ir al servicio –le dijo la señora Delaney a Maggie al acercarse–. ¿Saben dónde puede haber uno?
Cunningham señaló el edificio principal, que se alzaba tras ellos, en lo alto de la colina, semi oculto entre los árboles que lo circundaban. La señora Delaney echó un vistazo y su rostro enrojecido pareció fruncirse por entero, como si, en aquel día interminablemente cuesta arriba, no pudiera remontar la pendiente de aquella nueva colina.
–Yo puedo llevarla –se ofreció Maggie antes de darse cuenta de que era la persona menos indicada para reconfortar a la niña. Pero sin duda podía ocuparse de aquel pequeño deber.
–¿Te importa, Abigail? ¿Quieres que la agente O’Dell te lleve al servicio?
–¿La agente O’Dell? –la cara de la pequeña se contrajo en una mueca cuando miró alrededor, intentando encontrar a la persona de la que hablaba su abuela. Luego, de pronto, dijo–. Ah, te refieres a Maggie. Se llama Maggie, abuela.
–Sí, lo siento. Me refería a Maggie. ¿Te importa ir con ella?
Pero Abby ya había tomado a Maggie de la mano.
–Tenemos que darnos prisa –le dijo sin alzar al mirada, y tiró de ella hacia el lugar que había señalado Cunningham.
Maggie se preguntaba si, a sus cuatro años, la pequeña se daba cuenta de lo ocurrido y de por qué se hallaban en el cementerio. Se sentía aliviada, sin embargo, porque su único cometido consistiera de momento en trepar por la colina combatiendo el viento y dejando atrás los recuerdos y los espíritus que cabalgaban montados en las ráfagas de viento. Pero, cuando se acercaban al edificio, que se cernía sobre las hileras de blancas cruces y lápidas grises, Abby se detuvo y se giró para mirar atrás. El viento azotaba su abrigo azul, y Maggie vio que se estremecía. Sintió que su manita le apretaba los dedos.
–¿Estás bien, Abby?
La niña asintió con la cabeza dos veces, y su sombrerito se tambaleó. Luego mantuvo la cabeza agachada.
–Espero que no tenga frío –dijo.
A Maggie se le encogió el corazón.
¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía explicarle algo que ni siquiera ella comprendía? Tenía treinta y tres años y aún echaba de menos a su padre; aún no entendía por qué se lo habían arrebatado hacía tantos años. Años que deberían haber curado aquella herida abierta, que un simple toque de corneta o la contemplación de un ataúd siendo bajado a tierra podían abrir con toda facilidad.
Antes de que Maggie pudiera ofrecerle consuelo, la niña levantó la mirada y dijo:
–Le he dicho a mami que le ponga dentro una manta –luego, como si aquel recuerdo la complaciera, se volvió hacia la puerta y tiró de Maggie, lista para proseguir su camino–. Una manta y una linterna –añadió–. Así estará calentito y no tendrá miedo de la oscuridad hasta que llegue a la casa de Dios.
Maggie sonrió. Quizás aquella sabia niña de cuatro años tuviera algo que enseñarle.
7
Washington D. C.
Sentado en la escalinata del monumento a Jefferson, Justin Pratt fingía reposar los pies. Sí, tenía los pies doloridos, pero no era ése el motivo por el que ansiaba escapar. Llevaban horas caminando entre monumentos, repartiendo panfletos a los grupos de chavales de instituto que se paseaban por allí entre gritos y risas. Habían llegado a la ciudad en el momento idóneo: durante las excursiones otoñales. Debía de haber más de cincuenta grupos de todo el país. Y eran todos un puto coñazo. Costaba creer que él fuera sólo uno o dos años mayor que aquellos idiotas.
No, la verdadera razón por la Justin se había excusado llevaba aparejada pensamientos muchos más turbadores que sus pies cansados; pensamientos ilícitos conforme al evangelio del reverendo Joseph Everett y sus seguidores. Dios, ¿se acostumbraría alguna vez a considerarse uno de sus seguidores, uno de los elegidos? Probablemente no, mientras siguiera tomándose descansos para sentarse un rato y admirar los pechos de Alice Hamlin, en lugar de difundir la palabra de Dios.
Alice levantó la mirada y lo saludó con la mano como si le hubiera leído el pensamiento. Justin se removió. Tal vez debiera quitarse los zapatos para que se notara que le dolían los pies. ¿O acaso le había descubierto Alice? Seguro que a ella no le importaba. ¿Por qué, si no, se había puesto aquel jersey rosa tan ajustado? Sobre todo, teniendo en cuenta que habían tomado el autobús para pasar el día repartiendo propagando religiosa. Y luego, una hora después, se irían al puto mitin.
¡Dios! Tenía que tener cuidado con su lenguaje.
Miró a su alrededor para comprobar si alguno de los pequeños mensajeros del Padre podía oír sus pensamientos. A fin de cuentas, el Padre daba la impresión de poder. Parecía tener poderes telepáticos, o como se llamara el don de leerle la mente a los demás. Ponía los pelos de punta.
Agarró un panfleto para que Alice pensara que se tomaba en serio su trabajo y tal vez no notara lo de los pechos. Los satinados panfletos a cuatro tintas eran impresionantes. Llevaban la palabra Libertad en letras gordas. ¿Cómo lo llamaba Alice? ¿En relieve? Muy profesional. Hasta incluían una fotografía en color del reverendo Everett y, al dorso, una lista de las siguientes concentraciones, ciudad por ciudad. Por el aspecto del folleto, cualquiera pensaría que podían permitirse comer algo mejor que alubias con arroz siete días a la semana.
Cuando volvió a mirarla, Alice estaba rodeada por un nuevo grupo de posibles reclutas que la escuchaban y observaban con atención, mientras su rostro y sus gestos se iban animando. Alice era tres años mayor que él. Toda una mujer. Con sólo pensarlo se le puso dura. Alice no sabía gran cosa de la vida de la calle, pero sabía tanto de otras cosas que a veces le dejaba pasmado. Como, por ejemplo, todas aquellas citas de Jefferson que había memorizado. Se las había recitado antes de que subieran todos aquellos peldaños para leerlas en las paredes. En historia, era un hacha. Y, además, se sabía ese rollo del un, dos, tres sobre Jefferson. Que había sido el primer secretario de esto o aquello, el segundo vicepresidente y el tercer presidente. ¿Cómo podía acordarse de aquella mierda?
Ésa era una de las muchas cosas que Justin admiraba en Alice. Eso tenía que ser buena señal, que no le interesara sólo aquel magnífico par de tetas, como le había pasado siempre con las chicas. De hecho, había un montón de cosas que le gustaban de ella. Para empezar, Alice hacía que la religión sonara tan emocionante como una carrera de fórmula uno con destino al cielo. Y le gustaba cómo miraba a los ojos a quien la escuchaba, como si en ese momento fuera la única persona que había sobre la faz de la tierra. Alice Hamlin podía conseguir que un maníaco suicida se sintiera especial y olvidara por qué estaba encaramado a una cornisa. O, al menos, así era como se sentía él. Después de todo, él había sido ese maníaco suicida hacía un par de meses.
A veces todavía lo sentía: aquel hormigueo, aquel impulso de olvidarse de todo y darse por vencido, tan fuerte que parecía que estaba jodido sin remedio. Sobre todo, ahora que Eric le había dejado tirado y se había ido a no sé qué misión.
De hecho, había sentido aquel impulso esa misma mañana, al descubrirse preguntándose cómo podía quitarle las cuchillas a la maquinilla de afeitar desechable. Sabía que, si las venas de las muñecas se cortaban verticalmente, y no en sentido horizontal, uno se desangraba mucho más rápido. Mucha gente la cagaba y se cortaba en horizontal. A él cortarse no le importaba. Seguramente dolía mucho más hacerse un tatuaje que cortarse las muñecas.
Alice estaba llevando a un grupo de chicas escaleras arriba, hacia él. Querría presentárselas. Un rato antes, le había dicho que era tan mono que podía convencer a cualquier chica de que asistiera a los mitines del Padre. A Justin, las palabras solían importarle una mierda. Llevaba toda la vida escuchando a la gente. Pero, cuando Alice le decía algo, era difícil no creerla. Así que no le molestaba. Además, le gustaba ver a las chicas subir por las escaleras. Habría preferido, naturalmente, verlas por detrás, pero aquella vista tampoco estaba mal.
Hacía mucho frío, pero las tres llevaban camisas de manga corta. Una llevaba incluso una camiseta de punto muy ceñida y tan corta que dejaba al aire su vientre plano. Era un falso indicio de desparpajo, porque hasta de lejos se notaba que no llevaba ningún piercing. Pero, aun así, era agradable mirarlo.
Si cerraran el pico… ¿Es que todas las chicas de instituto tenían aquella risita aguda? ¿Dónde coño aprendían a chillar así? Aquella risa le crispaba los nervios, pero sonrió de todos modos y se tocó la gorra de béisbol, lo cual sólo pareció disparar la risita otra vez, un octavo más alta. A los perros tenían que estar pitándoles los oídos a un kilómetro a la redonda.
–Justin, quiero que conozcas a mis nuevas amigas.
Alice y las tres chicas se detuvieron frente a él, de modo que sus ojos quedaron al nivel de sus braguetas, y de pronto Justin se olvidó de sus pies doloridos y hasta de las magníficas tetas de Alice. Durante unos minutos, al menos. La rubia más alta y su compañera, más baja, se protegieron los ojos de una rara y momentánea aparición del sol. La tercera, una chica baja y de ojos oscuros, parecía algo más mayor. A diferencia de las otras, a aquélla no le daba miedo mirarlo a los ojos.
–Éstas son Emma, Lisa y Ginny. Emma y Lisa son muy amigas y viven en Reston, Virginia. Ginny vive aquí, en el Distrito. No se conocían de antes, y mira, ya nos hemos hecho amigas.
Las dos rubias soltaron una risita.
–La verdad –dijo la alta– es que se llama Alesha, pero lo odia, así que la llamamos Lisa.
–Bueno, yo en realidad me llamo Virginia –dijo la chica de los ojos oscuros, que parecía sentir la necesidad de superar a sus nuevas amigas, como si aquello fuera un concurso.
–No fastidies –dijeron al unísono las rubias.
–A mi padre le hacía gracia. Como somos de Virginia… Por cierto, que me mataría si supiera que voy a ir a una cosa de éstas. Odia esa clase de rollos –esto se lo dijo a Alice, y, al igual que el comentario acerca de su nombre, hizo que sonara como un desafío, y no como una simple aseveración.
Justin observó la reacción de Alice. Aquella chica no era precisamente una recluta modelo, y Justin se preguntaba por qué la había invitado Alice a quedarse al encuentro de esa noche. Ginny-me-llamo-Virginia empezaba a mostrar ya señales de duda. Se suponía que eso era como una gran bandera roja. A continuación habría preguntas. Y el Padre odiaba las preguntas.
Alice sonrió.
–No siempre podemos confiar en que nuestros padres nos lleven por el buen camino –dijo en tono maternal.
La chica asintió con la cabeza como si supiera exactamente a qué se refería Alice, porque Alice era demasiado simpática para llevarle la contraria o mostrarse en desacuerdo con ella.
Justin cruzó los brazos para no levantar los ojos al cielo. De pronto oyeron un revuelo al pie de la escalinata y todos se volvieron. Las chicas giraron sobre sus ridículos zapatos de plataforma, con peligro de caerse por los escalones. Justin se levantó y subió unos peldaños para ver mejor. Allá abajo, un chico con aires de James Dean estaba zarandeando a un tío más mayor al que intentaba arrancarle una cámara de fotos de las manos.
–¡Guau! ¡Está buenísimo! –logró decir la tal Ginny sin que le saliera un gallito.
Justin volvió a sentarse y exhaló un suspiro de frustración en el que nadie reparó. El puto Brandon se las llevaba a todas de calle, como siempre.
8
Ben Garrison conocía una o dos formas de infligir dolor. El chaval era más joven y alto, pero Ben sabía que él era más fuerte y, ciertamente, también más espabilado. Aquel pringao duraría cinco segundos si le echaba la mano al cuello y apretaba en el lugar preciso.
–Nada de periodistas, Garrison. ¿Cuántas veces tenemos que decírtelo? –le gritó el chaval.
Agarró la Leica de Ben y logró quitarle de la correa que llevaba colgada al cuello. La cámara de 35 milímetros tenía casi tantos años como Ben, y seguramente era más dura. Qué demonios, había sobrevivido a una estampida de caribús en Manitoba, y hasta había rodado por una duna de arena en Egipto. Sin duda podía sobrevivir a un fanático religioso con muy mala hostia.
–¿Por qué no queréis periodistas? ¿De qué tiene miedo vuestro amado líder? ¿Eh? –siguió pinchándole Ben.
Conocía a aquel chaval de una breve visita que había hecho a su campamento al pie de los montes Apalaches. Hasta le caía bien, en cierto modo. Por lo que había visto en otras ocasiones, aquel chico, aquel tal Brandon, tenía pasión, tenía fuego en las tripas, pero ignoraba por completo qué hacer con él.
Brandon volvió a tirar de la cámara, y esta vez Ben le dio un empujón que lo tumbó de espaldas. De pronto, el chico se puso tan rojo como su pelo. Miraba a Ben como un toro listo para embestir. Ben veía cómo se hinchaban los alvéolos de su nariz y cómo se cerraban sus puños.
–Déjalo ya, chaval –Ben se echó a reír y le hizo un par de fotos para demostrarle que no se achantaba–. Puede que el reverendo Everett me haya echado de su escondrijo, pero no va a librarse de mí tan fácilmente. ¿Por qué no manda a hombres de verdad a hacer el trabajo sucio?
Brandon había vuelto a levantarse; tenía la mandíbula y los dientes apretados, y los puños listos para golpear. Ben imaginó que de sus orejas salían nubecillas de vapor, como en las tiras cómicas. Pero aquel chaval necesitaría algo más que bocadillos en los que pusiera «¡Bum!» y «¡Bang!» para asustar a Ben Garrison. Él había sobrevivido a la cerbatana de un aborigen y al machete de un tutsi. Al igual que su Leica, había presenciado unas cuantas luchas a muerte, y ésa no era una de ellas. Ni de lejos. Pobre chaval. Y con todos sus amigos mirando. El reverendo Everett, sin embargo, no acudiría para salvar a aquellos pobres tontos.
A su alrededor se había reunido un pequeño gentío que se encaramaba a la escalinata del monumento a Jefferson para ver mejor el espectáculo. Sin embargo, todo el mundo se mantenía a distancia. Incluso la pandilla de chavales –los amigos del pelirrojo– merodeaban por allí como perros en celo, pero, al igual que perros cobardes, se mantenían alejados. Ben se rascó la áspera mandíbula, harto de todo aquello. Se había pasado la tarde haciendo fotos insulsas a nínfulas de culo prieto y cadera plana. A algunas las conocía. A una hasta la había seguido durante un tiempo, confiando en poder hacerle una fotografía obscena para el Enquirer y de ese modo poner en ridículo a su papaíto, un pez gordo. Se quedaría por allí y haría algunas fotos de la concentración para captar en acción al cabronazo del reverendo Joseph Everett. Aquel remedo barato de rebelde sin causa no iba a impedírselo. Ninguno de los miembros de la organización de Everett podría impedírselo, particularmente si se empeñaban en hacer uso de lugares públicos.
Subió varios peldaños, dejando que el toro bufara y pateara, y fingió seguir el divino precepto de poner la otra mejilla. Veía a lo lejos que la gente empezaba a acudir en bandadas al monumento a Franklin Delano Roosevelt.
Le extrañaba que Everett hubiera elegido aquel lugar para su mitin en Washington, en lugar de preferir el monumento a Jefferson. Jefferson parecía más en la onda del credo de Everett sobre las libertades individuales y el papel limitado del gobierno. ¿Acaso no había puesto en marcha Roosevelt algunos programas gubernamentales que Everett aborrecía? El bueno del reverendo era un cabrón retorcido. Pero él estaba decidido a exponer públicamente su verdadera faz. Y para impedírselo haría falta algo más que aquel gamberro con tantos humos.
9
Sede del FBI
Washington D. C.
Maggie esperaba a que Keith Ganza acabara la tarea que ella había interrumpido. Keith estaba acostumbrado a que irrumpiera en su laboratorio con invitación o sin ella. Normalmente, sin ella. Y, aunque a veces refunfuñaba, Maggie sabía que no le molestaba, aunque fuera sábado por la tarde, a última hora, y todos los demás se hubieran ido ya a casa.
Ganza, jefe del laboratorio de criminalística del FBI, había visto más cosas en sus treinta y tantos años de vida de las que debía ver cualquier persona en el curso de su existencia. Parecía, no obstante, tomárselo todo con calma, como si nada –pese a su apariencia exterior– pudiera desmadejarlo. Mientras aguardaba, observando su figura alta y flaca inclinada sobre el microscopio, Maggie se preguntó si alguna vez lo había visto vestido con algo que no fuera una bata blanca, o, mejor dicho, una chaquetilla de laboratorio arrugada, con el cuello amarillento y las mangas demasiado cortas para sus largos brazos.
Maggie sabía que no debía estar allí, que debía aguardar el informe oficial. Pero la tenacidad de Abby, aquella cría de cuatro años, sólo había logrado fortalecer su resolución de descubrir quién era el asesino de Delaney. Lo cual le recordó algo. Sacó una tira de regaliz rojo que le había dado Abby y comenzó a desenvolverlo. Ganza se detuvo al oír el crujido del plástico y la miró por encima del microscopio y de las medias gafas que llevaba en la punta de la nariz. La miraba con el sempiterno ceño fruncido, ceño que permanecía en su lugar ya estuviera contando un chiste, hablando sobre alguna prueba o, como en ese caso, observando a Maggie con impaciencia.
–Hoy no he comido –explicó ella.
–Hay medio sándwich de ensalada de atún en la nevera.
Maggie sabía que su ofrecimiento era generoso y sincero, pero nunca había podido acostumbrarse a comer algo que hubiera pasado algún tiempo en la nevera entre muestras de sangre y de tejidos.
–No, gracias –le dijo–. He quedado con Gwen dentro de un rato para cenar.
–¿Y te compras regaliz para matar el hambre? –Ganza frunció de nuevo el ceño.
–No. Este me lo han dado en el entierro de Delaney.
–¿Repartían regaliz rojo?
–Su hija, sí. ¿Ya puedo interrumpirte?
–¿Quieres decir que aún no lo has hecho? Esta vez, fue ella quien arrugó el ceño.
–Muy gracioso.
–Le llevaré el informe a Cunninghan el lunes a primera hora. ¿No puedes esperar hasta entonces?
Maggie no contestó. Dobló por la mitad la larga tira de regaliz, la sostuvo delante de sí para medirla y a continuación la partió por el pliegue y le dio una mitad a Ganza. Éste aceptó el soborno sin rechistar. Satisfecho, abandonó el microscopio, se puso a mordisquear el regaliz y buscó en la encimera una carpeta.
–En las cápsulas había cianuro de potasio. Un noventa por ciento, con una mezcla de hidróxido de potasio, un poco de carbonato y una pizca de cloruro potásico.
–¿Es difícil conseguir cianuro de potasio hoy día?
–No, no es difícil. Se usa en muchas industrias. Normalmente, como fijador o para limpiar. Se utiliza en la fabricación de plásticos, en algunos procesos de revelado fotográfico, hasta en la fumigación de barcos. Había unos setenta y cinco miligramos en la cápsula que escupió el chico. Habiendo poca comida en el tracto digestivo, esa dosis causa un colapso casi instantáneo y una parada respiratoria. Naturalmente, los efectos empiezan a notarse cuando la cobertura plástica de la cápsula se disuelve. Pero yo diría que es cuestión de minutos. El cianuro absorbe todo el oxígeno de las células. No es una forma agradable de morir. La víctima muere literalmente asfixiada de dentro afuera.
–Entonces, ¿por qué no se pegaron un tiro en la boca, como hacen casi todos los adolescentes que se suicidan? –ambas imágenes desagradaban a Maggie, y Ganza levantó las cejas al notar su tono de impaciencia y su sarcasmo.
–Tú conoces la respuesta a esa pregunta tan bien como yo. Psicológicamente, es mucho más fácil tragarse una píldora que apretar el gatillo. Sobre todo, si no estás muy por la labor desde el principio.
–Entonces, ¿no crees que fuera idea suya?
–¿Tú sí?
–Ojalá fuera tan sencillo –Maggie se pasó los dedos por el pelo y notó que lo tenía enredado–. Encontraron una radio en la cabaña, así que estaban en contacto con alguien. Pero no sabemos con quién. Y debajo de la cabaña había un arsenal enorme, claro.
–Ah, sí, el arsenal –Ganza abrió una carpetilla y rebuscó entre sus papeles–. Hemos podido seguir el rastro de los números de serie de unas cuantas armas.
–Qué rápido. Supongo que eran robadas, ¿no?
–No exactamente –sacó varios documentos–. Esto no va a gustarte.
–Ponme a prueba.
–Proceden de un almacén de Fort Bragg.
–Así que fueron robadas.
–Yo no he dicho eso.
–Entonces, ¿qué quieres decir exactamente? –Maggie se acercó a él y miró por encima de su brazo el documento que había sacado.
–El ejército no se enteró nunca de que habían desaparecido.
–¿Cómo es posible?
–Esas armas las retiraron hace tiempo y las mandaron al almacén. La persona que se las llevó debía tener acceso oficial, o algún tiempo de salvoconducto.
–¿Bromeas?
–Esto se pone cada vez más interesante –Ganza le entregó un sobre con el sello del Departamento de Documentación y le indicó que lo abriera.
Maggie sacó una escritura del estado de Massachusetts sobre un terreno de diez acres que incluía una cabaña y derechos de embarcadero en el río Neponset.
–Genial –dijo tras leer por encima la copia–. Así que el terreno fue donado a una organización sin ánimo de lucro. Esos tipos saben lo que hacen.
–Es lo de siempre –dijo Ganza–. Muchos de esos grupos consiguen armas, dinero y hasta propiedades a través de falsas organizaciones benéficas. Así no pagan impuestos y al mismo tiempo pueden tocarle las narices al gobierno al que tanto dicen odiar. Eso suele ser lo único que se atreven a hacer.
–Pero este grupo está metido en algo mucho más peligroso que la evasión de impuestos. La persona que está detrás de esto es un maníaco dispuesto a sacrificar a sus propios hombres. Niños, en realidad –Maggie pasó las hojas–. ¿Qué demonios es la Iglesia de la Libertad Espiritual? Nunca la había oído nombrar –miró a Ganza y éste encogió sus huesudos hombros. ¿En qué clase de trampa se había metido Delaney?
10
Justin hubiera preferido no tener que quedarse al sermón. A fin de cuentas, llevaban todo el día trabajando para atraer a la gente. ¿No se merecían un descanso? Estaba cansado y hambriento. ¿Se daría cuenta el Padre si Alice y él se largaban? Aunque Justin sabía que Alice no querría. Ella vivía para aquel tostón, y parecía disfrutar de verdad con los cánticos, las palmas y los abrazos. La verdad era que él también disfrutaba con los abrazos, eso tenía que admitirlo. Y esa noche había allí algunas tías buenísimas.
Notó que Brandon estaba hablando con las rubias inseparables y que señalaba una de las paredes de granito, la que tenía grabada la frase: Libertad de Expresión, Libertad de Religión, Liberación de la Miseria, Liberación del Miedo. Justin había oído repetir aquellas mismas palabras al Padre muchas veces, sobre todo cuando le daba por ponerse a rajar sobre el gobierno y sus conspiraciones para liquidar a la gente. En realidad, durante un tiempo había creído que el creador de esas palabras era él.
Fuera cual fuese el rollo que les estaba contando Brandon, Justin notaba que las chicas se lo estaban tragando. Emma, la alta, se echaba el pelo hacia atrás cada dos por tres y ladeaba la cabeza de esa forma que las chicas de instituto tenían para ligar.
–Hola, Justin.
Sintió una palmada en el hombro y al volverse vio a Alice y a Ginny, la de los ojos negros. Enseguida se fijó en el enorme bollo y en la lata de coca-cola que llevaba Ginny. El olor del bollo hizo que le sonaran las tripas. Las dos lo oyeron y se echaron a reír. Ginny le ofreció el bollo.
–¿Quieres un poco?
Él miró a Alice para ver si ponía mala cara, pero ella estaba mirando para otro lado como si buscara a alguien, y Justin se preguntó de inmediato si sería a Brandon.
–Bueno, sólo un poco –le dijo a Ginny.
Se inclinó, dio un mordisco y arrancó un trozo del esponjoso bollo mientras Ginny lo sujetaba y tiraba de él. Sabía de maravilla, y Justin pensó en pedirle otro trozo, pero Ginny ya estaba dándole un mordisco, exactamente en el mismo sitio donde había mordido él; a continuación se humedeció los labios sin dejar de mirarlo. ¡Hostia! ¡Se le estaba insinuando! Justin miró a Alice para ver si se había dado cuenta, pero Alice estaba saludando a alguien con la mano. Al darse la vuelta, vio al Padre flanqueado por su núcleo duro: varias mujeres mayores y un joven negro. Tras ellos, pisándoles los talones, iban sus guardaespaldas, tres tíos a lo Arnold Schwarzenegger.
Justin pensó que el Padre parecía más un actor de cine que un reverendo. Esa mañana, en el bus, hasta había visto a Cassie, su guapa ayudante negra, aplicándole maquillaje. Seguramente también le peinaba. El Padre se desvivía con aquellos mítines. Por lo general llevaba el pelo negro, tirando a largo, echado hacia atrás con gomina, pero esa tarde lo llevaba perfectamente peinado y colocado sobre las orejas y el cuello de la camisa, de tal manera que tenía un aspecto moderno, pero pulcro. Más tarde, durante el mitin, cuando experimentara uno de sus raptos, como él decía, se le caerían los mechones sobre la frente. A Justin le recordaba a Elvis Presley cuando le daba el tembleque. Se preguntó si al Padre le molestaría la comparación. Lo que estaba claro era que no le importaría que la gente lo llamara El Rey.
Por lo demás, el Padre parecía un ejecutivo bien pagado. Esa noche llevaba un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata de seda negra. Los trajes parecían siempre caros. Justin lo notaba. Se parecían a los que llevaba su padre; seguro que costaban varios miles de pavos cada uno. Y luego estaban los gemelos de oro, y el Rólex, y el alfiler de corbata, todo ello regalo de ricos benefactores. Aquello ponía enfermo a Justin. ¿Por qué siempre había donantes para comprar joyas caras, pero ellos tenían que usar periódicos viejos en vez de papel higiénico? Y encima cachitos tan pequeños que ni siquiera podían leerse en ellos los resultados de la liga de fútbol universitario.
El sol acababa de ponerse; sólo quedaban de él algunas manchas púrpuras y doradas. El Padre, sin embargo, llevaba gafas oscuras. Se las quitó mientras se acercaba. Sonrió a Alice y le tendió las manos, esperando que ella hiciera lo mismo. Justin vio cómo sus manos se tragaban las de Alice y le agarraban acariciadoramente las muñecas.
–Alice, querida mía, ¿quién es tu joven invitada? –el Padre, cuyos ojos habían empezado a obrar su hechizo, sonrió a Ginny.
Ésta pareció azorarse por la repentina atención del Padre, e intentó desembarazarse torpemente del bollo y la cocacola. Justin iba a ofrecerse a encargarse de ambas cosas, pero ella se volvió y tiró el suculento bollo a una papelera. Justin se preguntó si los demás habrían oído su suspiro de desilusión, pero todos parecían hipnotizados por el encanto del Padre. Justin se apartó; no quería arriesgarse a que los trillizos Schwarzenegger le dieran un empujón.
Se sentó en un banco. Todo el mundo estaba mirando al Padre. Hasta Brandon y las rubias. Pero Brandon parecían un poco mosqueado. Justin se preguntó si le jorobaba que el Padre le robara la atención de las chicas.
El Padre tomó a Ginny de las manos como había hecho con Alice, sólo que con mucha ceremonia, seguramente porque sabía que todo el mundo lo estaba mirando. La miró a los ojos, sonrió y siguió hablando de lo guapa que era. Ginny era aún más bajita que Alice, así que las grandes manos del reverendo le abarcaban prácticamente los antebrazos.
Ginny la escéptica, la que les había dicho varias veces que su padre se cabrearía si se enteraba de que había ido a la concentración, parecía estar flipando. Justin tenía que admitir que el tío era un encantador… de serpientes. Justo en ese momento el Padre lo miró y frunció el ceño.
Joder, pensó Justin. Tal vez fuera cierto que leía el pensamiento.
11
Ginny Brier apenas oía las palmas y los cánticos allá abajo. Las hojas secas crujían bajo ellos, y una ramita se le clavaba en el muslo, pero en lo único que pensaba era en que Brandon le estaba jadeando en la oreja mientras luchaba con los botones de su blusa.
–Ten cuidado, no los rompas –susurró, pero sólo consiguió que él se aturullara aún más.
Brandon tenía la nuca húmeda. Ginny siguió acariciándosela con la esperanza de que se calmara, aunque le gustaba ver que le ponía tan cachondo. Se preguntaba si es que llevaba mucho tiempo sin hacerlo o algo así. Eso explicaría su torpeza. ¿O es que le daba miedo que les pillaran? ¿Le preocupaba que aquel tío, el reverendo, se enfadara si se enteraba? A decir verdad, a ella eso era lo que más la excitaba. Le gustaba aquel tío tan guay, que no le había quitado ojo en toda la noche, se había acercado a ella por detrás, la había tomado de la mano y la había llevado detrás del monumento.
El fuerte resplandor de los focos del monumento no llegaba hasta aquella zona boscosa, justo por encima y por detrás de la pared de granito. Si prestaba atención, podía oír la cascada de más abajo. Pero prefirió concentrarse en los jadeos de Brandon. Éste había conseguido por fin superar el obstáculo de los botones y se disponía a desabrocharle el sujetador. De pronto, agarró el botón del sujetador y se lo subió por encima de los pechos con un gesto rápido y brusco. Ginny estuvo a punto de protestar, pero en ese momento él comenzó a comerle los pezones, y se le olvidó. Bajó las manos, le desabrochó la hebilla del cinturón y el botón del pantalón y le bajó la cremallera suavemente. Pero Brandon no esperó. Se sacó el pene y empujó a Ginny contra el suelo cubierto de hojas. Ella intentó tranquilizarlo y empezó a acariciarle la espalda y los hombros.
–Tranquilo, Brandon –le susurró al oído–. Vamos a disfrutarlo.
Pero era ya demasiado tarde. Él ni siquiera había acabado de penetrarla cuando se corrió. En cuestión de segundos, se desplomó como un fardo sobre ella y siguió jadeando mientras intentaba recobrar el aliento. Sus jadeos ahogaron el suspiro de exasperación de Ginny. Luego se sentó, se apartó el pelo mojado de la frente y se subió la cremallera con la misma naturalidad que si se estuviera vistiendo por la mañana. Ginny se sintió como si se hubiera vuelto invisible. ¿Por qué los guapos siempre tenían el gatillo flojo y la cabeza hueca?
–¿Ya está? –preguntó con fastidio.
Ya no le importaba si les oía alguien, aunque su voz no podía competir con el ruido de la cascada, el parloteo del reverendo y el barullo de los aplausos.
–Serás patoso –le mostró el desaguisado–. ¿Y ahora qué hago?
–Y yo qué sé. ¿Qué hacen las putas como tú?
Ella lo miró estupefacta. Tenía que aferrarse a su ira, porque, si no, empezaría a asustarse.
–Eres un cabronazo, ¿lo sabías?
A aquel juego podían jugar dos, sólo que, esta vez, Brandon no contestó con palabras, sino con un puñetazo que se incrustó en su boca. Ginny cayó entre las hojas, se agarró la mandíbula y notó que la sangre le caía por la barbilla. Se apartó de él gateando. La ira dio pasó al miedo.
–Déjame en paz o te juro que me pondré a gritar.
Él se echó a reír; levantó la cara hacia las estrellas y se rió aún más alto, como si quisiera demostrarle que nadie los oía. Y tenía razón. Sus risotadas parecían un simple armónico de los cánticos que llegaban desde abajo.
Brandon recogió el bolso de Ginny, lo sacudió con la mano para quitarle la suciedad y se lo tiró.
–No olvides abrocharte la blusa antes de bajar –le dijo.
Su voz sonaba de pronto educada y tranquila, casi solemne, pero tan indiferente que Ginny sintió un escalofrío. ¿Cómo podía hacer eso? ¿Cómo podía desconectar así? Y tan rápidamente.
Agarró su bolso y se apartó un poco más, apoyándose contra un árbol como si buscara cobijo. Sin decir palabra, Brandon dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido para subir.
Allá abajo, una voz de mujer sustituyó a la del reverendo, pero Ginny no prestó atención a lo que decía. Un instante después volvieron a oírse aquellos cánticos, que iban subiendo de volumen a medida que caía la noche. Decían algo de abandonar el hogar para ir a un sitio mejor. ¡Qué panda de tarados!
Ginny exhaló un suspiro de alivio. Dios, qué idiota había sido esta vez. Seguro que ese tal Justin no la hubiera tratado así. ¿Por qué siempre elegía a los peores, a los más capullos? Tal vez lo hiciera simplemente por fastidiar a su padre y avergonzar a su futura madrastra, que sólo se preocupaban por su in pública y su preciosa reputación. En privado se chillaban el uno al otro, pero en público se ponían ojos de cordero. Era patético. Por lo menos ella actuaba conforme a sus verdaderas emociones, sus verdaderos sentimientos, sus anhelos y necesidades.
Algo se removió entre los matorrales, tras ella. ¿Había cambiado de idea Brandon? Tal vez volvía para disculparse. Entonces se dio cuenta de que Brandon había tomado el camino en dirección contraria. Se giró bruscamente, se levantó tambaleándose y escudriñó las sombras.
Algo se movía. Algo entre las sombras. ¡Mierda! Era sólo una rama.
Tenía que salir de allí. Se estaba poniendo histérica. Se inclinó para recoger el bolso. Algo restalló delante de ella. Un cordel brillante le enlazó la cabeza y le ciñó el cuello antes de que lograra asirlo.
Intentó gritar, pero sólo le salió un gemido estrangulado. Boqueó, intentando tomar aire. Echó mano del cordel, y luego de las manos que lo sujetaban. Clavó las uñas en la piel, desgarró su propia carne. No lograba respirar. No podía impedirlo. No podía impedir que el cordel la apretara cada vez más. Se sintió caer de rodillas. Vio destellos de luz tras los párpados. No había aire. No podía respirar. Movió frenéticamente los pies, pero resbaló. Su cuello soportaba todo el peso de su cuerpo, que pendía de un solo cordel.
No podía recobrar el equilibrio. No veía. No podía respirar. Las rodillas no le respondían. Sus brazos se agitaban. Sus dedos se hundían cada vez más en su propia piel, pero de nada servía. Cuando cayó la oscuridad, sintió alivio.
12
Washington D. C.
Centro de la ciudad
Gwen Patterson se cambió la correa del maletín de un hombro a otro y esperó a que llegara Marco. Escudriñó el interior en penumbra del pub, cuya atmósfera histórica preservaban las antiguas bujías de gas y los candelabros. Sabía que, a aquella hora de un sábado por la tarde, los políticos que frecuentaban el Old Ebbitt’s Grill se habrían ido ya, lo cual haría posible conseguir un asiento y alegraría a Maggie, que aborrecía el ambiente político de la capital.
Gran ironía, las mismas cosas que Maggie detestaba de Washington eran las que hacían las delicias de Gwen. Ésta no concebía un lugar más emocionante para vivir, y adoraba su casa en Georgetown y su oficina con vistas al Potomac. Llevaba viviendo allí más de veinte años, y aunque se había criado en Nueva York, Washington era su hogar.
Marco sonrió tan pronto la vio y le hizo señas para que se acercara al pasillo donde se había parado.
–Esta vez te ha ganado –dijo, y señaló el asiento al final del pasillo donde Maggie estaba ya sentada, con un vaso de whisky escocés sobre la mesa, delante de ella.
–Bueno, no es la primera vez –le guiñó un ojo a Maggie, que siempre llegaba puntual. Gwen solía ser quien llegaba tarde.
Maggie sonrió al ver que Marco ayudaba a su amiga a quitarse la chaqueta y se hacía cargo de su maletín. Hizo amago de colgarlo del gancho de bronce que había junto a la mesa, pero se lo pensó mejor y lo apoyó cuidadosamente en la parte interior del asiento.
–¿Qué llevas ahí? –se quejó–. Parece un cargamento de ladrillos.
–Casi, casi. Es un cargamento de mi nuevo libro.
–Ah, sí, olvidaba que ahora eres una escritora famosa, además de la psiquiatra predilecta de políticos y eruditos.
–De lo de escritora famosa no estoy muy segura –repuso ella al tiempo que se alisaba la falda con ambas manos y se acomodaba en el asiento–. Dudo que Investigaciones sobre la mentalidad criminal de varones adolescentes llegue a la lista de los más vendidos del New York Times.
Las pobladas cejas de Marco se elevaron junto con sus manos en un gesto de burlona sorpresa.
–Qué tema tan enjundioso y amplio para una mujer tan menuda y guapa.
–¿Sabes, Marco?, cada vez que me halagas así acabo pidiendo la tarta de queso.
–El dulce es para los dulces. Parece lo más apropiado.
Gwen hizo girar los ojos. Marco le dio una palmadita en el hombro y se alejó para dar la bienvenida a una pareja de japoneses que esperaban en la puerta.
–Perdona –le dijo Gwen a Maggie–. Siempre pasa lo mismo.
Se recostó en el asiento y miró a su amiga con detenimiento. Maggie parecía divertida. Pero tal vez fuera el efecto del whisky, porque, cuando esa tarde la había llamado parecía deprimida; casi triste y angustiada. Le había dicho a Gwen que estaba en la ciudad y que quería saber si tenía tiempo para salir a cenar. Gwen sabía que su amiga estaba trabajando. Maggie vivía en Virginia, casi a una hora de distancia, en uno de los ricos barrios residenciales del extrarradio de Washington. Rara vez iba a la ciudad por diversión, y menos aún movida por un impulso repentino.
–¿Qué tal fue la firma de libros? –Maggie bebió un sorbo de whisky y Gwen se preguntó si era el primero. Maggie se dio cuenta–. No te preocupes. Es el primero y el último. Tengo que volver a casa en coche.
–La firma fue bien –respondió Gwen. Había decidido dejar pasar aquella ocasión de sermonear a Maggie sobre su hábito recién adquirido. Lo cierto era que estaba preocupada por ella. Rara vez la veía sin un vaso de whisky en la mano–. Siempre me sorprende que a tanta gente le interesen las retorcidas mentes de los criminales –le hizo una seña a un camarero y pidió una copa de chardonnay. Luego le dijo a Maggie–. Yo voy en taxi, así que puedo tomar más de una.
–Tramposa.
A Gwen le alegró que Maggie fuera capaz de bromear aún sobre el tema. Especialmente porque, la última vez que habían quedado para cenar, le había insinuado a Maggie que, más que una apetencia, el whisky era para ella una necesidad. Maggie había respondido con una mirada de enojo que parecía decirle que no se metiera donde nadie la llamaba. Lo cual era inútil, a decir verdad. Maggie estaba condenada a cargar con su amistad, que, le gustara o no, llevaba aparejado un instinto de maternal entrometimiento que no dejaba de asombrar a la propia Gwen.
Gwen era quince años mayor que Maggie, y desde la primera vez que se vieron, cuando Maggie era becaria en Quantico y ella consultora en asuntos de psicología, sentía hacia su amiga un instinto de protección que nunca antes había experimentado hacia nadie. Siempre había creído que no tenía ni un pelo de maternal. Pero, por alguna razón, se había convertido en la proverbial mamá oso, capaz de sacarle los ojos a quien amenazara con hacerle daño a Maggie.
Gwen apartó su carta, dispuesta a hacer de psicóloga, amiga y madre. No había aprendido a separar esos papeles. ¿Y qué si nunca aprendía? A Maggie –lo creyera o no– le venía bien tener a alguien que velara por ella.
–¿Qué te trae por la ciudad? ¿Ha pasado algo?
Maggie trabajaba en Quantico, en la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y rara vez visitaba la sede del FBI sita entre las avenidas Novena y Pennsylvania.
Maggie asintió con la cabeza.
–Acabo de hacerle una visita a Ganza. Pero antes estuve en Arlington. Hoy era el entierro del agente Delaney.
–Oh, Maggie, no lo sabía –Gwen observó a su amiga, quien se empeñaba en evitar sus ojos y seguía bebiéndose el whisky y colocándose la servilleta en el regazo–. ¿Estás bien?
–Claro –dijo con excesiva premura, lo cual significaba «no, claro que no».
Gwen esperó a que pasara el silencio, confiando en que su amiga dijera algo más. Pero Maggie abrió su carta. De acuerdo, así que iba a hacer falta algún que otro tira y afloja. No importa. Gwen era doctora en tiras y aflojas, aunque en su diploma oficial ponía «doctora en psicología». Para el caso, era lo mismo.
–Por teléfono parecía que necesitabas hablar.
–La verdad es que estoy trabajando en un caso y me vendría bien tu opinión profesional.
Gwen estudió los ojos de Maggie. La razón de su llamada no era ésa, o se lo habría dicho. De acuerdo, si su amiga prefería charlar de esto y aquello y posponer la verdadera cuestión, ella podía mostrarse paciente.
–¿Qué caso es?
–El del tiroteo en la cabaña. Cunningham quiere un perfil criminal de esos chicos, por si podemos relacionarlos con alguna organización. Porque seis chavales no hacen eso ellos solos.
–Sí, desde luego. He leído algo sobre ese asunto en el Washington Times.
–Y la mentalidad criminal de los varones adolescentes es tu nueva especialidad –dijo Maggie con una sonrisa en la que Gwen creyó percibir cierto orgullo–. ¿Por qué iban a dejar esos seis chicos las armas, a tomarse unas cápsulas de cianuro y a tumbarse a esperar la muerte?
–Sin conocer los detalles, yo diría que no fue idea suya. Sencillamente hicieron lo que les había dicho u ordenado alguien a quien temían.
–¿Alguien a quien temían? –Maggie parecía de pronto interesada; se inclinó sobre la mesa, apoyó los codos en ella y la barbilla en las manos–. ¿Por qué piensas automáticamente que temían a esa persona? Tal vez creyeran hasta ese extremo en su causa. ¿No es esa la argumentación que suele haber detrás de estos grupos?
Un camarero le llevó a Gwen su copa de chardonnay y ella le dio las gracias. Rodeó la copa con las manos y meció suavemente el vino.
–A esa edad no saben necesariamente en qué creen. Sus opiniones, sus ideas son todavía moldeables, fáciles de manipular. Pero los chavales tienen por lo general tendencia natural a defenderse. De hecho, hay una razón neurológica que lo explica.
Gwen bebió de su vino. No quería dar la impresión de aleccionar a su amiga sobre algo que ésta ya sabía, pero Maggie parecía ansiosa por escucharla.
–No se trata únicamente de sus altos niveles de testosterona –añadió–. Los chicos tienen niveles más bajos de serotonina, un neurotransmisor. La serotonina inhibe la agresividad y la impulsividad. Eso podría explicar por qué muchos más chicos que chicas –y especialmente chicos adolescentes– se suicidan, se hacen alcohólicos o se lían a tiros en el patio del colegio como forma de resolver sus conflictos.
Maggie se recostó en el asiento y encogió los hombros.
–Pero, según eso, si se encontraran atrapados en una cabaña con un arsenal de armas, su primer impulso sería abrirse paso a tiros. Lo cual me lleva a la misma pregunta. ¿Por qué se tumbaron para morir?
–Y a mí a la misma respuesta –sonrió Gwen–. Por miedo. Alguien tuvo que convencerles de que no tenían alter nativa –observó a Maggie mientras ésta acunaba su whisky–. Pero todo eso ya lo sabías, ¿verdad? Vamos, no te estoy contando nada nuevo. ¿Por qué me has llamado para cenar? ¿De qué querías hablarme?
El silencio se prolongó más de lo que Gwen solía permitir. Maggie tomó de nuevo la carta y evitó mirarla a los ojos.
–Para serte sincera, estoy hambrienta –miró por encima del borde de la carta y logró esbozar una tensa sonrisa al ver el ceño fruncido de Gwen–. Y necesitaba estar con una amiga, ¿vale? Con una amiga maravillosa, que está viva, respira y a la que adoro.
Gwen vislumbró un instante sus ojos castaños. Tenían una expresión grave, incluso un poco llorosa, razón por la cual Maggie se ocultaba tras la carta. Gwen se dio cuenta de que intentaba encubrir una debilidad que había aflorado en exceso; una debilidad que Maggie O’Dell procuraba guardarse para sí y ocultar a los demás, incluso a sus maravillosos amigos que aún seguían vivos y respiraban.
–Deberías probar la hamburguesa –dijo Gwen, señalando la carta.
–¿La hamburguesa? ¿La gourmet me recomienda una hamburguesa?
–Eh, que no se trata de una hamburguesa cualquiera, sino de la mejor hamburguesa de la ciudad.
Gwen vio que Maggie se relajaba. Su sonrisa parecía de pronto sincera. En fin, tendría que dejar el tira y afloja para otro momento. Esa noche, comerían hamburguesas, se tomarían un par de copas y serían sencillamente dos amigas que estaban vivas y aún respiraban.
13
Necesitaba sentarse. La bruma parecía más densa esta vez. ¿Habría tomado demasiado brebaje? Sólo lo necesitaba para afinar sus sentidos, para ver más allá de la oscuridad. Pero aquello le sacaba de quicio. Tenía que sentarse. Sí, sentarse y esperar a que la bruma de detrás de sus ojos se disipara.
Se sentaría y se concentraría en su respiración, como le habían enseñado. Haría caso omiso de la ira. Un momento. ¿Era ira? Exasperación, tal vez. Desilusión, sí. Pero no ira. La ira era una energía negativa. No estaba a su altura. No, era simple exasperación. ¿Y por qué no iba sentirse exasperado? Estaba convencido de que aquella duraría más. Y ella lo había intentado, desde luego. Estaba seguro de que, la tercera vez, lo había visto. Sí, estaba seguro de que había visto la luz en los ojos de la chica, justo en el instante en que exhalaba su último suspiro. Sí, lo había visto. Había estado muy cerca.
Ahora pasarían días, tal vez hasta una semana, antes de que pudiera intentarlo otra vez. Se le estaba agotando la paciencia. ¿Por qué coño había tenido que darse por vencida tan pronto? Una oportunidad más era lo único que necesitaba. Había estado tan cerca… Tan cerca que no quería esperar.
Tomó el libro y dejó que el tacto suave de sus tapas de piel le reconfortara. Se sentó en un duro banco, en un rincón en penumbra de la terminal de autobuses, ajeno al chirrido de los frenos hidráulicos, al interminable taconeo apresurado, a los cuerpos que se empujaban y estrujaban, ansiosos por llegar adonde fueran.
Cerró los ojos para no ver cómo se elevaba la bruma y escuchó. Odiaba el ruido. Pero más aún odiaba los olores: la peste del gasóleo, y un hedor que se parecía al de unos calcetines sucios y húmedos. Y el olor de los cuerpos. Sí, el olor corporal de los cerdos que abandonaban sus casitas de cartón en el callejón y se aventuraban en la estación para pedir unas monedas. Cerdos inmundos.
Abrió los ojos y notó con alivio que se le había aclarado la visión. Ya no había bruma. Vio a uno de aquellos cerdos junto a las máquinas expendedoras, manoseando las ranuras en busca de monedas. ¿Era una mujer? Resultaba difícil adivinarlo. Llevaba encima todas sus pertenencias, capa mugrienta tras capa mugrienta; se movía absorta, arrastrando los pies, y remolcaba tras ella el bajo de los pantalones. El gorro de fibra, astroso y dado de sí, le daba a su cabeza una terminación picuda y torcida; de él salían, como hebras de paja, sus sucios cabellos rubios. Menuda cobarde. No tenía instinto de conservación. Ni dignidad. Ni alma.
Apoyó el libro sobre su regazo y dejó que se abriera por la página en la que había dejado el marcapáginas casero, un billete de avión sin usar, arrugado en las esquinas y caducado desde hacía mucho tiempo. Tenía que dejar que el libro lo calmara. Le había funcionado en otros momentos; las palabras le ofrecían consejo e inspiración, incluso indicaciones y argumentos. Sus manos ya no temblaban.
Se bajó el cuello de la camisa sobre la sangre seca. La chica le había arañado bien. De momento, sin embargo, podía ignorar el dolor. Más tarde se lavaría las manos. Ahora necesitaba experimentar alguna sensación de plenitud y justificación. Necesitaba calmar su frustración y hacer acopio de paciencia. Sin embargo, sólo podía pensar en lo cerca que había estado de alcanzar su meta. No quería esperar. Si pudiera encontrar un modo para no tener que esperar…
Justo en ese momento, la pordiosera de cabeza picuda le puso ante la cara su mano enguantada y pestilente.
–¿Podría darme un dólar o dos?
Él levantó la mirada hacia su cara sucia y vio que era bastante joven; tal vez incluso fuera atractiva bajo toda aquella mugre y aquel olor a podredumbre, a descomposición, a basura agria. Escrutó sus ojos. Azules y claros como el cristal, había luz tras ellos, no una hueca mirada de desesperanza. Aún.
Tal vez no tuviera que esperar, después de todo.
14
Newburgh Heights, Virginia
El viento frío le laceraba la piel, pero Maggie seguía corriendo. El viento le sentaba bien. La muerte de Delaney había disparado en ella una oleada de emociones que no esperaba, que no estaba preparada para asumir. El entierro había liberado una avalancha de recuerdos de su infancia, recuerdos que durante años se había esforzado por mantener tras una barrera de seguridad. La batalla por contenerlos la aturdía y, al instante siguiente, la encolerizaba. Era asombroso que ambas emociones pudieran ser tan fatigosas. O tal vez su cansancio procediera más bien del esfuerzo de ocultarlas, de alejarlas de la superficie, para que nadie pudiera advertir la facilidad con que podía no sentir nada en un momento dado y estallar al siguiente. Nadie, excepto Gwen, claro.
Maggie sabía que su amiga percibía sus flaquezas, a pesar de sus intentos de ocultárselas. Aquella era una de las maldiciones de su amistad; una fuente de consuelo y también de irritación. A veces se preguntaba por qué coño la aguantaba Gwen y, al mismo tiempo, no quería conocer la respuesta. Se alegraba simplemente de contar con aquella sabia y afectuosa mentora que con sólo mirarla a los ojos era capaz de adivinar sus tormentos, rebuscar entre los restos del naufragio e ingeniárselas para extraer fuerza y ánimo de alguna reserva escondida cuya existencia la propia Maggie desconocía. Y esa noche Gwen había sido capaz de hacer todo eso sin una sola palabra. Pero si ella pudiera aferrarse a esa fuerza…
Al convertirse en especialista en perfiles criminales, había creído que podría aprender a compartimentar sus sentimientos y sus emociones, a separar su vida personal de las horrendas imágenes que veía cotidianamente en el desempeño de su trabajo. En Quantico no enseñaban tales cosas, pero ¿por qué no iba poder hacer con su carrera lo que había hecho siempre con los recuerdos desagradables de su niñez? El problema era que, siempre que creía conocer la técnica al dedillo, uno de aquellos malditos compartimentos empezaba a gotear. Era para volverse loca. Y particularmente irritante resultaba el hecho de que Gwen se diera cuenta por más que intentara ocultárselo.
Apretó el paso. Harvey resollaba a su lado, pero no se quejaba. Desde que lo había adoptado, el perro, un labrador blanco, se había convertido en su sombra. La protegía quizás en exceso, saltaba al oír ruidos que Maggie no advertía y ladraba al oír pasos, ya fueran los del cartero o los de un repartidor de pizza. Claro, que Maggie no podía reprochárselo.
La primavera anterior, Harvey había presenciado cómo su dueña era violentamente secuestrada de su propia casa por un asesino en serie llamado Albert Stucky al que Maggie había enviado a la cárcel ya una vez y que, sin embargo, había logrado escapar. Y aunque Harvey había defendido a su dueña con uñas y dientes, no había podido detener al asesino. Después de que Maggie lo adoptara, se había pasado meses mirando por las ventanas de la enorme casa estilo Tudor, como si esperara el regreso de su ama. Cuando por fin se dio cuenta de que no volvería, se pegó a Maggie con tal celo que ésta se preguntaba a veces si había decidido no perder por segunda vez a su dueña.
¿Qué pensaría Harvey si pudiera comprender que su anterior dueña había sido secuestrada y asesinada sencillamente porque la conocía a ella? Era culpa de Maggie que Albert Stucky se hubiera llevado a su ama. Ésa era una de las cosas que llevaba sobre su conciencia; uno de los motivos de sus pesadillas. Y una de las cosas que, supuestamente, tenían su propio compartimento estanco.
Maggie respiraba rítmicamente, al compás de sus pies y del latido de su corazón. Durante un par de minutos su mente se aclaró, y se concentró en los reflejos elementales de su cuerpo, en sus ritmos naturales, en su energía. Llevó su cuerpo hasta el límite de sus fuerzas y, cuando sintió que se le agarrotaban las piernas, aceleró aún más. Luego, de pronto, notó que Harvey cojeaba de la pata derecha, a pesar de que no había aminorado el paso y seguía corriendo a su lado. Maggie se paró en seco y tiró de la correa.
–Harvey –se detuvo para tomar aliento y el perro esperó, levantando la cabeza–. ¿Qué te pasa en la pata?
Señaló la pata y Harvey se sentó como si esperara una regañina. Maggie tomó su recia pata con las dos manos. Antes de darle la vuelta sintió un pinchazo. Incrustada profundamente entre las almohadillas del perro había una espina de lampazo.
–Harvey…
El perro se pegó al suelo, acobardado, a pesar de que Maggie no pretendía regañarle.
Le rascó detrás de las orejas para que comprendiera que no había hecho nada malo. Harvey odiaba que le sacaran las espinas de entre los dedos, y prefería disimular y soportar el dolor. Pero Maggie había aprendido a actuar con rapidez y eficacia. Agarró el pincho con las uñas, en lugar de con las yemas de los dedos, y dio un tirón. Harvey se lo agradeció al instante lamiéndole los dedos.
–Harvey, tienes que avisarme en cuanto te pasen estas cosas. Creía que habíamos acordado que ninguno de los dos volvería a hacerse el héroe.
El perro la escuchaba mientras le daba lengüetazos, con una oreja más alta que la otra.
–¿Trato hecho?
Él la miró y profirió un fuerte ladrido. Luego se levantó, listo para emprender de nuevo la carrera, y comenzó a agitar los cuartos traseros.
–¿Qué te parece si nos tomamos con calma el resto del camino?
Maggie sabía que se había excedido. Al levantarse sintió que le amagaba un calambre en la corva. Sí, harían andando el resto del camino, a pesar de que el viento helaba su cuerpo empapado en sudor y la hacía temblar.
Una voluminosa luna anaranjada asomaba tras la hilera de pinos y las colinas que separaban el nuevo vecindario de Maggie del resto del mundo. Las casas se hallaban alejadas de la calle, y los grandes terrenos ajardinados que mediaban entre ellas impedían ver a los vecinos de al lado. A Maggie le encantaba aquel aislamiento, aquella sensación de intimidad. Aunque, sin farolas en las calles, la oscuridad caía de golpe. Todavía la asustaba un poco correr de noche. Había muchos Albert Stucky por el mundo. Y aunque sabía que Stucky estaba muerto –ella misma lo había matado–, a veces todavía salía a correr con su Smith & Wesson sujeta a la cintura.
Antes de llegar a la amplia glorieta que daba acceso a su casa distinguió el brillo de un parabrisas. Reconoció el impecable Mercedes blanco y quiso dar media vuelta. Lo habría hecho, si él no la hubiera visto. Pero Greg la saludó desde el porche, en cuya barandilla se había apoyado como si estuviera en su casa.
–Es un poco tarde para andar corriendo por ahí, ¿no?
Aquel saludó sonó más bien como un reproche, y Maggie se puso en guardia instintivamente, como había hecho Harvey poco antes. Aquel gesto representaba el microcosmos de su relación, que había quedado reducida a una serie de tácticas instintivas de supervivencia. Y Greg todavía se extrañaba aún de que quisiera el divorcio…
–¿Qué quieres, Greg?
Él parecía salido de las páginas de GQ. Iba vestido con un traje oscuro cuyas minuciosas costuras Maggie veía incluso a la tenue luz de la luna. No se veía en él una sola arruga. Llevaba el pelo peinado con espuma, sin un solo mechón fuera de su sitio. Sí, su futuro ex marido era ciertamente guapo, de eso no había duda. Maggie sabía que debía de ir camino a casa tras cenar con unos amigos o algún socio. Tal vez tuviera una cita. Maggie se preguntó al instante qué sentía al respecto. Alivio, se dijo enseguida.
–No quiero nada –parecía dolido, y Maggie notó que adoptaba una actitud defensiva, otra táctica de supervivencia de su propio arsenal–. Sólo se me ha ocurrido pasar a ver qué tal estabas.
A medida que se acercaban, Harvey comenzó a gruñir; de esa forma advertía a cualquier extraño que hubiera en su propiedad. Greg, que no se había fijado en él, retrocedió.
–¡Cielo santo! ¿Ese es el perro que adoptaste?
–¿Para qué has venido a verme?
Greg seguía pendiente de Harvey. Maggie sabía que odiaba a los perros, aunque durante su matrimonio alegaba como excusa que era alérgico a ellos. Pero, al parecer, sólo era alérgico al gruñido de Harvey.
–Greg –Maggie esperó hasta que volvió a prestarle atención–, ¿a qué has venido?
–Me he enterado de lo de Richard.
Maggie se quedó mirándolo como si esperara una explicación. Al ver que no decía nada, añadió:
–Eso ocurrió hace días.
Se refrenó para no decirle que, si tan preocupado estaba, por qué había esperado tanto.
–Sí, ya lo sé. Lo oí en las noticias, pero al principio el nombre no me dijo nada. Pero esta mañana estuve hablando con Stan Wenhoff sobre un caso que estoy preparando, y me contó lo que pasó en el depósito.
–¿Te lo contó? –Maggie no podía creerlo. Se preguntaba qué más le habría dicho Wenhoff.
–Estaba preocupado por ti, Maggie. Y sabe que estamos casados.
–Nos estamos divorciando –puntualizó ella.
–Pero seguimos casados.
–Por favor, Greg, ha sido un día muy largo. Y una semana muy larga. No necesito que me eches un sermón. Esta noche, no, ¿de acuerdo? –pasó a su lado y se dirigió a la puerta principal.
Greg se apartó para dejar pasar a Harvey.
–Maggie, te aseguro que sólo he venido para ver si estabas bien.
–Estoy bien –abrió la puerta y, al entrar en el recibidor, se apresuró a desconectar el sistema de alarma.
–Podrías mostrarte un poco más agradecida ya que he venido hasta aquí.
–La próxima vez tal vez debas llamar primero.
Se disponía a cerrarle la puerta cuando él dijo:
–Podrías haber sido tú, Maggie.
Ella se detuvo, se apoyó contra la jamba de la puerta y miró sus ojos. Su frente perfecta parecía arrugada por la preocupación. En sus ojos había un atisbo de humedad que no reconocía y que la sorprendió.
–Cuando Stan me dijo lo de Richard… bueno, yo… –hablaba con voz baja y apacible, casi en un susurro, con una emoción que Maggie no percibía desde hacía años–. Lo primero que pensé fue ¿y si hubieras sido tú?
–Yo sé cuidar de mí misma, Greg.
Durante su matrimonio, su trabajo había sido fuente constante de controversia. No, de discusión, mejor dicho. Había sido un motivo constante de discusión entre ellos durante varios años. Y Maggie no estaba de humor para reprimendas.
–Apuesto a que Richard también creía que sabía cuidar de sí mismo –Greg se acercó y alzó la mano para acariciarle la mejilla, pero el gruñido de Harvey lo detuvo en seco–. Eso ha hecho que me dé cuenta de lo mucho que me importas todavía, Maggie.
Ella cerró los ojos y suspiró. ¡Maldito fuera! No quería oír todo aquello. Cuando abrió los ojos, él le estaba sonriendo.
–¿Por qué no vienes conmigo? Puedo esperarte mientras te arreglas.
–No, Greg.
–He quedado con mi hermano Mel y con su nueva mujer. Vamos a tomar una copa en su hotel.
–Greg, no…
–Vamos, ya sabes que Mel te adora. Seguro que le encantará verte.
–Greg… –quería decirle que parara, que seguramente jamás volvería a salir con Mel y con él. Su matrimonio había acabado. No había marcha atrás. Pero aquellos ojos grises y acuosos parecían convertir su enojo en tristeza. Pensó en Delaney y en Karen, su mujer, que odiaba la profesión de su marido tanto como Greg la de ella. Así que se limitó a decirle:
–Tal vez en otra ocasión, ¿de acuerdo? Es tarde y esta noche estoy hecha polvo.
–De acuerdo –contestó él, titubeando.
Por un instante Maggie pensó con preocupación que tal vez intentara besarla. Greg le miró la boca, y ella sintió que su espalda se erguía contra el quicio de la puerta. Sin embargo, en ese momento de vacilación se dio cuenta de que no podría soportar que la besara, y aquella certeza la sorprendió. ¿Qué coño le pasaba? No había por qué preocuparse, sin embargo. Los gruñidos de Harvey volvieron a atajar cualquier acercamiento.
Greg se puso de nuevo alerta, miró a Harvey con mala cara y luego sonrió a Maggie.
–Por lo menos, con él estás segura –se dio la vuelta para marcharse y luego volvió a girarse–. Ah, casi se me olvidaba –dijo, y se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel roto y arrugado–. Esto debe de haberse volado de tu cubo de basura. Hoy el viento ha estado haciendo de las suyas.
Le entregó varios folletos rajados, trozos de los recibos de su tarjeta de crédito y la factura de su suscripción a la revista Smart Money.
–Tal vez debas cambiar la tapa del cubo –dijo él.
Típico de Greg, siempre tan práctico, incapaz de dejar pasar la ocasión de darle un consejo o rectificarla.
–¿Dónde has encontrado esto?
–Debajo de ese arbusto –señaló el laurel que había junto a un lado de la casa mientras se acercaba a su coche–. Adiós, Maggie.
Ella vio que la saludaba con la mano y aguardó a que se montara en el coche. Sabía que, como de costumbre, se miraría en el retrovisor y se pasaría la mano por el pelo, ya perfecto, antes de arrancar. Esperó a que su coche se perdiera calle abajo, y luego agarró la correa de Harvey y rodeó el garaje. Las luces conectadas al detector de movimiento se encendieron al instante, mostrando dos cubos de basura de acero galvanizado, alineados en el lugar exacto en que los había dejado, uno junto al otro, al lado de la pared del garaje. Las tapas de ambos estaban intactas.
Miró de nuevo aquellos fragmentos de papel arrugado. Los papeles importantes los hacía pedazos, así que no tenía por qué preocuparse. Tenía mucho cuidado. Pero aun así resultaba inquietante saber que alguien se hubiera tomado la molestia de hurgar en su basura. ¿Qué demonios esperaban encontrar?
15
Washington D. C.
Ben Garrison dejó caer la mochila junto a la puerta de su apartamento. Algo olía mal. ¿Otra vez había olvidado sacar la puta basura?
Se desperezó con un gruñido. Le dolía la espalda y tenía jaqueca. Se frotó el bulto de la sien derecha. Le sorprendió un poco que aún siguiera allí. ¡Mierda! Le dolía de cojones. Pero al menos se lo tapaba el pelo. A él lo mismo le daba. Pero odiaba que la gente se metiera donde no la llamaban. Como esa vieja bocazas del metro que iba sentada a su lado. La tía apestaba tanto que había tenido que bajarse del vagón antes de tiempo y tomar un taxi para recorrer lo que quedaba del camino, lujo éste que rara vez se permitía. Los taxis eran para pardillos.
Ahora lo único que quería era meterse en la cama, cerrar los ojos y dormir. Pero no podría hacerlo hasta que supiera si había hecho alguna foto decente. Joder, dormir también era para pardillos.
Agarró la mochila y desparramó su contenido sobre la encimera de la cocina. Sus grandes manos atraparon tres cilindros antes de que cayeran rodando por el borde. Luego comenzó a clasificar los carretes de acuerdo con las fechas y horas que había marcadas en sus tapas.
De los siete rollos, cinco eran de ese día. No se había dado cuenta de que había hecho tantas fotos, a pesar de que la luz seguía siendo un problema. La iluminación de los monumentos era demasiado desabrida en ciertos lugares y demasiado apagada en otros. Ben se hallaba con frecuencia en los rincones oscuros, entre las sombras, donde detestaba usar el flash, pero lo usaba de todos modos. Por lo menos los nublados de esa mañana habían desaparecido. Tal vez su suerte estuviera cambiando.
En aquel negocio se dejaban demasiadas cosas al azar. Él intentaba eliminar en lo posible todos los obstáculos. Pero, por desgracia, la oscuridad era la oscuridad, y a veces ni siquiera la película de alta velocidad ni los infrarrojos –aquel ridículo invento– podían atravesar la espesura de las sombras.
Recogió los carretes y se dirigió al armario empotrado que había transformado en cuarto oscuro. De pronto le sobresaltó el teléfono. Vaciló, a pesar de que no tenía intención de responder. Había dejado de contestar al teléfono hacía meses, cuando comenzaron las llamadas ofensivas. Aun así esperó, atento, mientras saltaba el contestador automático y la voz telemática daba instrucciones a quien llamaba para que dejara un mensaje tras oír la señal.
Se preparó, preguntándose qué estupidez soltarían esta vez. Pero una voz de hombre que le resultaba familiar dijo:
–Garrison, soy Ted Curtis. Tengo tus fotos. Son buenas, pero no muy distintas a las de mis chicos. Necesito algo distinto, algo que no esté haciendo nadie más. Llámame cuando tengas algo, ¿vale?
A Ben le dieron ganas de tirar los carretes contra la pared. Todo el mundo quería algo distinto, una puta exclusiva. Hacía casi dos años que sus fotografías de unas vacas muertas a las afueras de Manhattan, Kansas, hicieron saltar la noticia de una posible epidemia de ántrax. Antes de eso, había tenido una buena racha, y hasta parecía que Suerte era su segundo nombre. O, al menos, así era como se explicaba él el hecho de haberse hallado junto al túnel en el que se estrelló el coche de la princesa Diana. ¿Y acaso no era también cuestión de suerte el haber estado en Tulsa el mismo día del atentado de Oklahoma City? En cuestión de horas estaba allí, haciendo fotos exclusivas y enviándolas por cable al mejor postor.
Después de eso, durante varios años, todo cuanto fotografiaba parecía volverse de oro, y los periódicos y las revistas le reclamaban sin descanso. A veces sólo llamaban para ver qué tenía disponible esa semana. Iba donde quería y fotografiaba cuanto le interesaba, desde enfrentamientos entre tribus africanas a ranas con patas que les salían de la puta cabeza. Y todo se lo quitaban de las manos en cuanto revelaba los negativos por el único motivo de que eran fotografías suyas.
Después, las cosas cambiaron. Tal vez se le había agotado la suerte. Estaba hasta los huevos de desvivirse por estar en el sitio preciso en el momento justo. Harto de esperar que sucediera algo. Tal vez fuera hora de tomar cartas en el asunto. Estrujó los carretes. Ojalá fueran buenos.
Cuando iba a volverse de nuevo hacia el cuarto oscuro, notó que la luz del contestador parpadeaba dos veces, indicando un mensaje que no era el de Curtis. En fin, tal vez a Parentino o a Rubins les gustaran las fotos que Curtis no quería.
Sin soltar lo que llevaba en las manos, apretó el botón del contestador con el nudillo.
–Tiene dos mensajes –recitó aquella voz mecánica que le crispaba los nervios–. Primer mensaje, grabado hoy a las 23:45.
Ben miró el reloj de pared. Debía de haberse perdido la primera llamada justo antes de entrar.
Se oyó un chasquido y una pausa; tal vez era alguien que se había equivocado de número. Luego, una educada voz de mujer dijo:
–Señor Garrison, le llamo del servicio de atención al cliente de Taxi Amarillo. Espero que haya disfrutado de su viaje con nosotros esta noche.
Los cartuchos de los carretes cayeron al suelo y rodaron en distintas direcciones. Ben se agarró a la encimera y miró fijamente el contestador. Ninguna compañía de taxis llamaba a sus pasajeros para ver si habían disfrutado del viaje. No, tenían que ser ellos. Lo cual significaba que habían pasado de llamar para insultarlo a seguirle los pasos. Y ahora querían que supiera que le estaban vigilando.
16
Justin Pratt esperaba fuera del aseo del McDonald. ¿Quién hubiera dicho que el local estaría tan lleno de gente a esas horas de la noche? Pero ¿dónde iban a ir si no los chicos? ¡Mierda! ¡Qué no daría por un Big Mac! El olor de las patatas fritas hacía que le rugieran las tripas y que la boca se le llenara de saliva.
Se le había ocurrido sugerirle a Alice que compraran algo de comer. Pero se había dado cuenta de que iba a decirle que no antes de que ella arrugara la nariz y lo mirara con exasperación. Esa era una de las cosas que admiraba de ella: su férrea autodisciplina. Pero ¿qué mal podía haber en comerse una puta hamburguesa con queso?
Tenía que andarse con ojo con las cosas que decía. Miró de nuevo a su alrededor. Estaba tomando la costumbre de comprobar si alguien podía oír sus pensamientos. ¿Qué coño le pasaba? Se estaba cagando de miedo.
No podía creerse lo nervioso que estaba. Era como si no tuviera control sobre su cuerpo y sus pensamientos. Se rascó la mandíbula y se pasó los dedos por el pelo grasiento. Odiaba darse duchas cronometradas. El agua nunca se ponía caliente, y esa mañana habían pasado los dos minutos antes de que le diera tiempo a aclararse el champú.
Se apoyó en la pared y cruzó los brazos para estarse quieto. ¿Por qué tardaba tanto Alice? Sabía que, en parte, su nerviosismo se debía a la falta de nicotina y cafeína. Nada de cigarrillos, ni de café, ni de hamburguesas. Joder, ¿es que se había vuelto loco?
Justo entonces, Alice salió del aseo. Se había recogido el largo pelo rubio, dejando al descubierto algo más de su tersa piel blanca y sus labios carnosos, que eran de un rojo cereza sin necesidad de cosméticos. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse con los de Justin, y sonrió como nadie le había sonreído jamás. Y, una vez más, a Justin dejó de importarle cuanto había dejado atrás, con tal de que aquel bello ángel siguiera sonriéndole así.
–¿Brandon ha dado señales de vida? –preguntó ella, y Justin se sintió al instante arrancado con violencia de su fugaz ensoñación.
–No, aún no –miró por la ventana, fingiendo que vigilaba.
Lo cierto era que se había olvidado de Brandon y que no le importaba si aparecía o no. No se explicaba por qué coño su hermano Eric hacía tan buenas migas con aquel tipo. Brandon no se parecía nada a Eric. De hecho, Justin deseaba que Brandon desapareciera de la faz de la tierra. Estaba harto de él y de su actitud de machito, de casanova y de mirad-cómo-molo. Y le importaba una mierda que fuera el preciado sucesor del Padre.
Justin tampoco entendía por qué Brandon tenía que pegarse siempre a Alice y a él. El muy capullo podía ligar con cualquier chica que le apeteciera. ¿Por qué coño no dejaba en paz a Alice? Claro, que Justin sabía que el Padre insistía en que ningún miembro de la iglesia viajara solo. Y, como Justin no era todavía un miembro de pleno derecho, se consideraba que cualquiera que viajaba con él viajaba solo.
Eric había intentado explicarle las normas y todo ese rollo, pero entonces el Padre mandó a Justin al bosque casi una semana. Decía que era un ritual de iniciación, y Eric no había rechistado, aunque Justin todavía no entendía qué tenía que ver con iniciarse en algo el hecho de acampar al aire libre, dormir en el suelo y comer latas de alubias frías.
Por suerte, se internó en el Parque Nacional de Shenandoah y se encontró con unos excursionistas que acabaron acogiéndole y dándole de comer. Le preocupaba haber ganado peso, en lugar de parecer el pajarito consumido y asustado que el Padre esperaba encontrar a su regreso. Por desgracia, cuando volvió, Eric se había ido; le habían mandado a una misión de alto secreto de la que no podía hablarse. Justin odiaba todo aquel teatro. Le parecía una gilipollez.
Alice se sentó a esperar en un asiento que hacía esquina. Justin vaciló. Le apetecía sentarse a su lado. Podía aprovechar la excusa de que tenía que estar pendiente de Brandon, pero eso ya lo estaba haciendo Alice, que parecía vigilar con tanto empeño que Justin odió de nuevo a Brandon por robarle su atención.
Se deslizó en el otro lado del asiento y paseó la mirada por el restaurante para ver si a alguien le molestaba que hubieran ocupado un asiento sin pedir nada. El local estaba lleno de clientes trasnochadores en busca de una cena rápida. Hacía largo rato que había pasado la hora de cenar. Con razón le dolía el estómago. No había tomado nada desde el almuerzo, excepto el bocado que le había dado al bollo de Ginny. Y, además, el arroz pegajoso y las judías que le daban de comer no le quitaban el hambre por mucho tiempo, a pesar de que parecían pegársele a las paredes del estómago. ¿Cómo coño podían comer esa bazofia día tras día? Y, encima, como estaban de viaje, la ración de ese día se había servido fría. ¡Qué asco! Todavía notaba el sabor en la boca.
Alice, que parecía haberse dado cuenta de que tal vez estuvieran allí un buen rato, se quitó la chaqueta. Justin hizo lo mismo mientras intentaba no mirarle las tetas. Aun así, no pudo evitar pensar en lo buena que estaba con aquel jersey rosa tan ajustado.
Ella metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la abultada bolsita de cuero; al dejarla sobre la mesa, las monedas tintinearon. Justin pensó en preguntarle si podían pedir al menos un par de coca-colas. Alice había usado sólo una moneda de un cuarto de dólar para hacer la llamada telefónica que parecía constituir una parte importante de su misión. Pero sólo había dejado un breve mensaje: un absurdo mensaje en clave sobre no sé qué viaje en taxi.
Justin no intentó averiguar de qué se trataba. Lo cierto era que no le interesaban mucho las actividades, ni las creencias religiosas del grupo. Ni siquiera sus viajes, a decir verdad. Él sólo quería estar con Alice. Y, además, no tenía mejor sitio donde ir.
Se había largado de casa hacía casi un mes, y dudaba que a sus padres les importara una mierda que se hubiera ido. Quizá ni siquiera habían notado su ausencia. Desde luego, no pareció importarles que Eric se fuera de casa. Lo único que dijo su padre fue que Eric tenía edad suficiente para buscarse la vida, si eso era lo que quería. Pero a Justin no le apetecía pensar en ellos. Ahora no. Ahora estaba sentado frente a la única persona que le hacía sentirse especial.
Alice le sonrió de nuevo, pero esta vez señaló hacia atrás.
–Ya viene.
Brandon se sentó en el asiento, junto a ella. Abultaba tanto que la estrujó contra la pared. A ella no pareció importarle, pero Justin cerró los puños y escondió las manos bajo la mesa.
–Siento llegar tarde –masculló Brandon, aunque Justin sabía que no lo decía en serio. Los tipos como Brandon decían «lo siento» con la misma facilidad con que otras personas preguntaban «¿qué tal?».
Justin observó a aquel tipo pelirrojo y alto que le recordaba a ese actor muerto que hacía de rebelde en las películas. James Dean. Brandon giraba la cabeza a un lado y otro; lo miraba todo, menos a ellos. Justin miró hacia atrás. ¿Le preocupaba que alguien lo hubiera seguido? Eso parecía. No paraba de mirar hacia todos lados. Parecía que estaba pedo, pero Justin sabía que eso era imposible. Brandon se las daba de rebelde, pero no se atrevía a contrariar al Padre. Y las drogas estaban prohibidas.
–Tenemos que volver al autobús –dijo Alice amablemente, en voz baja–. Los otros estarán esperando.
–Espera que recupere el aliento –Brandon vio la bolsa de monedas y echó mano de ella–. Me vendría bien beber algo.
Justin aguardó a que Alice reprendiera a Brandon con suave severidad. Pero ella se quedó mirándole las manos. Entonces Justin vio lo que la había dejado pasmada. Brandon tenía algo pegado en los nudillos de la mano izquierda. Algo rojo y oscuro que parecía sangre.
17
Reston, Virginia
R. J. Tully mantuvo apretado el botón del mando a distancia y vio cómo iban pasando uno tras otro los canales. Nada de lo que ponían en televisión podía apartar su atención del reloj de la pared, que marcaba ya las doce y veinte. Emma llegaba tarde. Otra noche que quebrantaba el toque de queda. Se acabó, no volvería a tirarse el rollo, fuera cual fuese su excusa. Había llegado el momento de hacerse el duro. Si pudiera descubrir una parte mecánica en sus entrañas que tomara el control sin que los sentimientos se pusieran en medio…
En noches como aquélla era cuando más echaba de menos a Caroline. Lo cual seguramente era señal inequívoca de que la paternidad le estaba sacando de quicio. A fin de cuentas, ¿no debería un tipo como él, con sangre en las venas, echar de menos las largas e incitantes piernas de su ex mujer, o incluso su deliciosa lasaña? Había una lista entera de cosas que podía añorar, aparte de su capacidad para sentarse a su lado y asegurarle tranquilamente que a su hija no le había pasado nada. A Caroline siempre se le ocurrían formas imaginativas de castigar a Emma. Siempre atinaba en lo que sabía que fastidiaría más a su hija. Cosas sencillas, como hacerle doblar todos los calcetines de la casa durante un mes entero; cosas que a él no se le habrían ocurrido ni en un millón de años. Doblar calcetines estaba bien cuando Emma tenía ocho o nueve años y la pillaban montando en bici más allá de los límites territoriales que le habían marcado. Pero, a los quince años, resultaba cada vez más difícil que hiciera caso, y mucho más encontrar formas eficaces de meterla en vereda.
Tully se pasó una mano por la cara, intentando sacudirse el sueño y el cabreo. Estaba cansado. Por eso estaba tan irritable. Dejó la tele puesta en Fox News y cambió el mando a distancia por la bolsa de ganchitos de maíz que había dejado sobre la mesa baja de segunda mano. Tuvo que incorporarse un poco para hacer el cambio, y sólo entonces notó que tenía la camiseta de los Indians de Cleveland llena de migas y polvillo de los aperitivos. ¡Mierda! ¡Qué desastre! Pero no se molestó en sacudirse la camiseta. Por el contrario, se recostó en el sillón. ¿Había algo más patético que estar allí sentado, un sábado por la noche, comiendo porquerías y viendo las noticias de madrugada?
La mayoría de los días no tenía tiempo para compadecerse de sí mismo. Pero la llamada de Caroline le había sacado de sus casillas. No, la verdad es que le había jodido a base de bien. Su ex mujer quería que Emma pasara Acción de Gracias con ella, y le iba a mandar el billete de avión por mensajero el lunes.
–Ya está todo arreglado –le había dicho–. Emma se muere de ganas.
Todo arreglado antes de consultarlo siquiera con él. Él tenía la custodia de Emma, cosa que a Caroline le vino de perlas cuando llegó a la conclusión de que tener una hija adolescente era un inconveniente para su carrera de consejera delegada y soltera sin compromiso. Caroline sabía que él podía negarse a que su hija saliera de viaje en Acción de Gracias, y que ella no tendría nada que hacer al respecto. Así que lo había planeado todo de antemano con Emma. Había ilusionado a la cría y la había utilizado como a un peón. De ese modo a él no le quedaba más remedio que acceder. Caroline dirigía una próspera agencia de publicidad. ¿Cómo no iba a ser una experta en manipulación?
Dejando a un lado sus sentimientos, Tully sabía que Emma necesitaba pasar algún tiempo con su madre. Había cosas de las que sólo podían hablar madre e hija, cosas para las que Tully se sentía un inepto y que le incomodaban sobremanera. Cierto, Caroline no era la persona más responsable del mundo, pero quería a Emma. Tal vez Tully sólo sentía lástima de sí mismo, porque iba a ser la primera vez desde hacía más de veinte años que pasaba Acción de Gracias solo.
La puerta de un coche se cerró de golpe. Tully se incorporó, agarró el mando a distancia y bajó el volumen de la tele. Oyó que se cerraba otra puerta y esta vez se convenció de que el ruido procedía de la entrada de su casa. En fin, ahora le tocaba poner su cara de malas pulgas, esa expresión de cuánto-me-has-decepcionado. Se hundió de nuevo en el sillón y fingió estar pendiente de las noticias mientras oía cómo se abría la puerta de la casa.
Se oyeron los pasos de más de una persona en la entrada. Se giró en el sillón y vio que la madre de Alesha entraba detrás de Emma. ¡Vaya! ¿Qué coño habría pasado esta vez?
Se levantó, se sacudió las migas de la camiseta y los vaqueros y se limpió rápidamente la boca. Seguramente estaba hecho un asco. La señora Edmund, por su parte, estaba tan impecable como siempre.
–Siento interrumpir, señor Tully.
–No, le agradezco que haya traído a Emma –miró a su hija, que parecía azorada, pero no le quedó claro si estaba así por vergüenza o por preocupación. Últimamente, todo lo que hacía o decía delante de sus amigas o de los padres de sus amigas parecía avergonzarla.
–Sólo he pasado para decirle que es culpa mía que Emma llegue tarde.
Tully seguía mirando a Emma por el rabillo del ojo. Aquella cría era una manipuladora, igual que su madre. ¿Habría convencido a la señora Edmund para que fuera a disculparse? Tully cruzó los brazos y fijó toda su atención en aquella rubia menudita, que parecía un retrato envejecido de su propia hija. Si esperaba encubrir a Emma sin darle una explicación, iba lista.
Tully esperó. La señora Edmund manoseó con nerviosismo la correa de su bolso y se echó hacia atrás un mechón de pelo rebelde. La gente, por lo general, no se ponía nerviosa a menos que se sintiera culpable por algo. Tully no se molestó en llenar el incómodo silencio, a pesar de que notó que Emma estaba rabiando. Sonrió a la señora Edmund y siguió esperando.
–Querían ir a una concentración que había en uno de los monumentos en vez de ir al cine. Yo pensé que estaría bien. Pero luego había un atasco horroroso. Odio conducir por Washington. Me perdí un par de veces. Ha sido todo un lío tremendo –se detuvo y levantó la mirada hacia él para ver si bastaba con eso. Luego prosiguió–. Después, no las encontraba. Tuvimos que mandarnos mensajes para quedar en un sitio exacto y que fuera a recogerlas. ¡Menos mal que no llovió! Y con todo ese tráfico…
Tully levantó una mano para atajarla.
–Me alegro de que estén sanas y salvas. Gracias otra vez, señora Edmund.
–Oh, por favor, debe empezar a llamarme Cynthia.
Tully notó que Emma giraba los ojos.
–Intentaré recordarlo. Muchísimas gracias, Cynthia –la acompañó hasta la puerta y esperó en el umbral hasta que la vio montar en su coche. Alesha lo saludó con la mano y su madre hizo lo mismo mientras daba marcha atrás, de modo que se distrajo y estuvo a punto de tragarse el buzón.
Cuando Tully volvió a entrar, Emma había ocupado su sitio, había pasado una pierna por encima del brazo del sillón y estaba cambiando de canal. Tully le quitó el mando, apagó la tele y se puso delante de ella.
–¿Habéis hecho ir a buscaros a la señora Edmund al centro? ¿No ibais a ir al cine?
–Conocimos a unos chicos en la excursión y nos invitaron a esa concentración. Parecía divertido. Además, no hemos obligado a la señora Edmund a ir a buscarnos. Dijo que no le importaba.
–Es casi una hora de camino. ¿Y qué clase de concentración era ésa? ¿No habría por casualidad drogas y alcohol?
–Relájate, papá. Era un rollo religioso, con muchas canciones y palmas.
–¿Y se puede saber qué pintabais Alesha y tú allí?
Emma se incorporó en el sillón y empezó a quitarse los zapatos como si de pronto estuviera mortalmente cansada y quisiera irse a la cama.
–Ya te he dicho que conocimos a unos chicos muy majos en la excursión, y que nos invitaron a ir. Pero era una lata. Acabamos paseando alrededor de los monumentos y hablando con unos chicos que conocimos.
–¿Sólo chicos?
–Bueno, había chicos y chicas.
–Emma, pasear por los monumentos a esas horas de la noche puede ser peligroso.
–Había un montón de gente, papá. Autobuses enteros. Montones de turistas frotando como locos sus trocitos de papel en la pared y haciendo fotos a mogollón con sus cámaras de usar y tirar.
Tully recordó que por las noches había visitas guiadas por los monumentos. Emma probablemente tenía razón. Seguramente corrían tan poco peligro como a plena luz del día. Además, ¿los monumentos no estaban vigilados veinticuatro horas al día?
Emma le sonrió.
–Has estado muy gracioso con la señora Edmund.
–¿Qué quieres decir?
–Por un momento pensé que ibas a castigarla sin salir –soltó una risita y Tully no pudo evitar sonreír.
Acabaron mondándose de risa los dos, se comieron el resto de los aperitivos y se quedaron viendo el final de La ventana indiscreta de Hitchcock en Clásicos del Cine Americano. Sí, su hija era clavada a su madre. Ya sabía qué teclas tocar. Y Tully se preguntaba de nuevo si alguna vez llegaría a ser un buen padre.
18
Justin fingía dormir. El autobús Greyhound reciclado había quedado por fin en silencio, y el runrún del motor y el traqueteo de las ruedas lo acunaban dulcemente. Menos mal que habían dejado de sonar los putos espirituales negros. Aguantar las «salve el Señor» y los «mandamientos de Jehová» en el interminable mitin había sido más que suficiente. Le estallaría la cabeza si tenía que escuchar aquella mierda durante las tres horas del viaje de regreso.
Había reclinado el asiento de modo que, con los ojos entornados, podía vigilar a Brandon y a Alice. Se habían sentado juntos, una fila detrás de él, al otro lado del pasillo. El interior del Greyhound estaba en penumbra, salvo por la diminuta pista de aterrizaje que formaba la hilera de luces del suelo. Apenas veía la silueta de Alice, que tenía la cabeza girada y estaba mirando por la ventanilla. Estaba así desde que habían salido de Washington. Incluso en los momentos en que los demás hablaban a grito pelado, Justin sólo la había visto mover los labios cuando, a veces, giraba la cabeza. Si no, Alice seguía con la mirada fija en la ventanilla. Tal vez ella tampoco soportaba a Brandon. A fin de cuentas, uno podía hacerse ilusiones, ¿no?
Con el asiento reclinado, veía a Brandon bastante bien. No le quitaba ojo a sus manos. Sería mejor que aquel capullo las mantuviera apartadas de Alice. De vez en cuando, a la luz de los faros de los coches que circulaban en sentido contrario, vislumbraba su cara. Parecía satisfecho. Tan satisfecho como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. A Justin todavía le cabreaba que, al entrar en el autobús, Brandon le hubiera apartado de un empujón para sentarse junto a Alice como si aquel asiento estuviera reservado para él. El muy cabrón hacía lo que le daba la gana sin molestarse siquiera en preguntar.
Justin oyó un murmullo, y al darse la vuelta vio que el Padre salía de su compartimento privado al fondo del autobús. Se rumoreaba que el reservado tenía cuarto de baño y una cama para que el Padre descansara. Mientras el reverendo caminaba lentamente por el pasillo, agarrándose al respaldo de los asientos para no perder el equilibrio, Justin no pudo evitar pensar que, entre las sombras del autobús, parecía un tipo corriente. ¿O es que el tío caminaba sobre el agua, pero tenía que agarrarse para recorrer un corto trecho por el pasillo de un autobús?
Justin mantuvo la cabeza pegada al respaldo de su asiento y se removió ligeramente para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Incluso resopló un poco, emitiendo un sonido que se había oído hacer otras veces, medio dormido.
Con los ojos entornados, vio que el Padre se paraba junto a su cabeza. La oscuridad, que ensombrecía sus facciones, le impedía ver si le estaba mirando.
Luego le oyó susurrar:
–Brandon, ve a sentarte con Darren un rato. Tengo que hablar con Alice.
Brandon se levantó y obedeció sin rechistar. A Justin le dieron ganas de sonreír. Bien, aquel cabrón dejaría de molestar a Alice un rato. Tal vez el Padre había notado su obsesión por Alice. A fin de cuentas, predicaba la necesidad de respetar el celibato para que todos ellos pudieran cumplir su misión. Aquello era una gilipollez, claro, pero él había visto con sus propios ojos cuál era el castigo por desobedecer. A una pareja a la que habían pillado la primera semana que él pasó en el complejo todavía la tenían aislada.
–Alice, quería darte las gracias –oyó Justin que decía el Padre en voz baja–. Has hecho un trabajo excelente reclutando gente joven para el mitin.
–Justin y Brandon me ayudaron –la voz de Alice era apenas un susurro, pero el radar de Justin la captó. Le encantaba aquella voz dulce, suave y afelpada. Sonaba como el canto de un pájaro, siempre melódica, dijera lo que dijese.
–Tú siempre tan modesta.
–Pero es cierto. Me ayudaron.
El Padre soltó una risa que Justin no reconoció. Intentó recordar si le había oído reír alguna vez.
–¿Tienes idea de lo especial que eres, mi querida niña?
Justin sonrió, alegre porque alguien más lo hubiera notado. Pero Alice no parecía contenta; su expresión era casi una mueca. ¿Demasiada modestia? Estaba claro que tenía que aprender a aceptar un cumplido, sobre todo si… Pero ¡qué coño…!
Justin vio de pronto lo que la había hecho callar. A la tenue luz de los coches que circulaban en dirección contraria, distinguió la mano derecha del Padre sobre el muslo de Alice. Mantuvo la cabeza apoyada en el asiento, pero abrió un poco más los ojos. Sí, el muy cabrón estaba deslizando la mano entre los muslos de Alice, la iba subiendo hacia su entrepierna. ¡Mierda! ¿Qué coño estaba pasando?
Sintió que un sudor frío se apoderaba de él y que el miedo empezaba a golpearle el pecho. Levantó la mirada hacia el rostro de Alice y vio que lo estaba mirando. Ella negó ligeramente con la cabeza. Al principio, Justin pensó que se dirigía al Padre, pero éste parecía concentrado en el camino que había tomado su mano. Así que aquel gesto no iba dirigido a él.
¡Joder! Todo en el rostro angustiado de Alice le decía que no quería que aquello pasara, y, sin embargo, ¿le estaba pidiendo que no hiciera nada?
¡Mierda! Tenía que hacer algo. Ya no veía la mano del Padre. El autobús volvía a estar a oscuras, el flujo del tráfico había disminuido. Pero por el movimiento de su hombro, Justin adivinó que seguía tocándole. Tal vez ya tuviera la puta mano en su entrepierna.
Justin echó la cabeza hacia atrás. Tenía que hacer algo. ¡Joder! Tenía que pensar. De pronto, se decidió. Empezó a agitarse en el asiento, fingiendo lo mejor que pudo una pesadilla. Luego se echó hacia delante bruscamente y gritó:
–¡Basta! ¡No lo hagas!
Todo el mundo se despertó, y varias personas asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Justin sacudió la cabeza y se frotó los ojos y la cara.
–Perdón. Creo que he tenido una pesadilla. Estoy bien. Miró al Padre. Éste tenía la mirada clavada en él; su ira era visible a pesar de la penumbra. Al levantarse, lo miró frunciendo el ceño y mantuvo aquella pose como si quisiera que todo el mundo fuera testigo de su desaprobación. Naturalmente, nadie más conocía el verdadero motivo de su enfado. Pero a Justin no le importaba. Sólo se alegraba de haberle parado los pies a aquel pervertido. Lo miró encogiéndose de hombros. Luego cambió de postura en el asiento para evitar aquella mirada incisiva y recriminatoria y masculló una disculpa dirigida al cretino de cara granujienta que iba sentado a su lado.
Por fin oyó que el Padre se daba la vuelta, pero esperó hasta oír el chasquido de la puerta del compartimento para volver a mirar a Alice. Ella estaba mirando de nuevo por la ventanilla, pero, como si sintiera su mirada, se giró y volvió a sacudir la cabeza, sólo que esta vez no parecía entristecida. Esta vez, parecía preocupada. Justin comprendió de repente que seguramente se había metido en un buen lío con su líder, con aquel cabrón que se hacía llamar «pastor de sus almas ». ¿Cómo iba a cuidar de sus almas si ni siquiera podía mantener las putas manos quietas?